En Jericó, en el año 4 antes de Cristo, una sola antorcha ardía junto al lecho de Herodes. Su llama se retorcía, contaminada por el aire fétido que emanaba del cuerpo del rey. Tenía el abdomen distendido, las extremidades cubiertas de ampollas y, desde los pliegues profundos de su carne inflamada, surgía un leve crujido húmedo: el sonido del tejido descomponiéndose desde dentro.

Los sirvientes flotaban a su alrededor, con las ropas apretadas contra sus rostros, tratando de no respirar. Herodes los fulminaba con la mirada, furioso de que le rehuyeran, furioso de que su propio cuerpo se hubiera convertido en el primer súbdito en desafiar su gobierno.

Entonces, llegó la orden que congeló el palacio. Tras su muerte, los hombres más prominentes de Judea debían ser ejecutados. Era una orden tallada en pura malicia, asegurándose de que su muerte desatara el terror, no la celebración.

Pero la verdadera pregunta no es qué mató a Herodes. Las fuentes antiguas lo describen con brutal detalle: edema, putrefacción, infiltración de gusanos. La verdadera pregunta es por qué su mente se rompió mucho antes que su carne.

Para rastrear esa respuesta, debemos retroceder al momento en que la paranoia echó raíces. Herodes no comenzó como un monstruo. Comenzó como un forastero, un idumeo, hijo de un administrador nombrado por Roma. La élite de Jerusalén nunca olvidó su linaje, y Herodes nunca les perdonó que lo recordaran.

Todo su reinado se construyó sobre esa única herida. Roma lo respaldó, y con esa autoridad, erigió monumentos destinados a forzar la admiración: el Segundo Templo expandido, la brillante ciudad portuaria de Cesarea, fortalezas talladas en acantilados. De lejos, parecían triunfos. De cerca, se sentían como barricadas; estructuras construidas no para la gloria, sino para protegerse de una nación que lo odiaba en silencio.

Entonces llegó Mariam, la princesa asmonea, la esposa que podría haber sido su puente hacia la aceptación. En cambio, se convirtió en el espejo que no soportaba mirar. Su linaje, más puro que el suyo, lo aterrorizaba. Cuando los susurros de la corte la acusaron de conspirar contra él, no importó que las pruebas fueran inexistentes. La paranoia no negocia.

Ordenó su ejecución.

En el momento en que la orden salió de sus labios, algo en él se rompió. Las fuentes describen lo que siguió no como un mero arrepentimiento, sino como una especie de locura. Gritaba su nombre por las noches. Vagaba por el palacio, llamándola como si estuviera escondida en la habitación contigua, hablando a espacios vacíos. El orgulloso rey que construyó ciudades de mármol fue deshecho por una silla vacía.

Esa fue la primera etapa de la putrefacción. Psicológica, no física.

La misma paranoia que asesinó a su esposa pronto se volvió contra su propia sangre. Tres de sus hijos fueron acusados de traición, juzgados en tribunales ficticios y ejecutados. Cada muerte se justificaba con la misma lógica retorcida: mejor matar a un rival potencial que arriesgarse a perder el poder. Pero detrás de esa lógica había un hombre tan perseguido por la inseguridad que cada sombra parecía un cuchillo.

Mucho antes que las llagas, la hinchazón o el hedor, su cordura ya lo había traicionado. El mayor constructor de Judea ya se estaba derrumbando internamente, ladrillo a ladrillo psicológico.

Las primeras señales físicas llegaron en silencio. Una fiebre que se negaba a ceder. Luego, el picor. No una irritación leve, sino una sensación profunda, enloquecedora, desgarradora bajo la piel. Los guardias del palacio oían por la noche el lento arrastrar de sus uñas desgarrando su propia carne.

Pronto, dejó de comer; cada bocado desencadenaba un dolor punzante. Los médicos acudían, pero eran actores atrapados en una actuación fatal. Nadie se atrevía a hablar con franqueza. Decirle al rey que se estaba muriendo era arriesgarse a morir antes que él. Su silencio lo enfurecía más que los síntomas.

El historiador Flavio Josefo, un casi contemporáneo, describió el declive con una precisión clínica que sella su credibilidad. No escribió metáforas; escribió observaciones. Y la línea más siniestra de su relato es la que los médicos modernos reconocen al instante: “una putrefacción devoradora y un consumo de la carne”.

Esto no era una maldición; era un diagnóstico. Los especialistas modernos identifican los marcadores: insuficiencia renal terminal, infección sistémica, descomposición necrótica.

La escalada fue rápida. La hinchazón que comenzó en sus pies ascendió por sus piernas hasta que la piel se tensó y brilló bajo la antorcha. El edema le oprimía el diafragma, obligándolo a sofocarse en cámara lenta. Nadie se atrevió a mencionar la decoloración negra y violenta que se extendía por su ingle, una señal de muerte tisular que hoy se conoce como gangrena de Fournier.

El olor llegó antes de que nadie admitiera que existía. Primero una nota agria, metálica. Luego se agudizó hasta convertirse en el aroma inconfundible de la carne perdiendo la batalla. Los sirvientes duplicaron el incienso, pero nada pudo ocultarlo.

Entonces llegó el sonido. Un leve zumbido intermitente, casi educado al principio. Luego otro, y otro más. Las moscas. Se reunieron en las ventanas antes de atreverse a aterrizar, atraídas por el hedor a decadencia. La carne que no puede protegerse a sí misma se convierte en anfitriona.

La enfermedad se convirtió en un estigma espiritual. En Judea, las leyes de impureza gobernaban el aliento y el tacto. Ahora, el propio rey estaba marcado. Los sacerdotes se detenían en los umbrales. Los cortesanos hacían reverencias desde una distancia que no se atrevían a cruzar.

La desesperación finalmente rompió el protocolo. Oyó hablar de las fuentes de Calírroe, cerca del Mar Muerto. Ordenó que lo llevaran. La procesión fue un secreto a voces; el bulto del rey bajo el lino, un hedor que trepaba con el viento. Los sirvientes lo bajaron al agua mineral hirviendo destinada a sacar el veneno. El calor golpeó como un veredicto. El agua se enturbió mientras láminas de piel muerta se desprendían. Salió de la piscina maldiciendo a sus curanderos.

Regresó a Jericó disminuido. El aislamiento completó el trabajo que el dolor había comenzado. Yacía entre perfumes que habían perdido su poder, escuchando el zumbido de las moscas, que habían trazado un mapa de su cuerpo mejor que cualquier médico.

La podredumbre le había robado la fuerza y la dignidad, pero no su instinto de poder. En esa atmósfera cargada, bastó un susurro para encender el caos. El rumor llegó a las mazmorras del palacio: “El rey ha muerto”.

Su hijo encarcelado, Antípatre, cometió el error fatal de creérselo. Según una versión, se echó a reír; según otra, rogó a los guardias que lo liberaran.

El ruido llegó a las cámaras superiores. Se lo dijeron a Herodes.

El rey, que apenas podía levantar la cabeza, despertó con una claridad helada. La rabia era la única fuerza que su cuerpo fallido aún obedecía. Exigió la tablilla de cera. Su voz se quebró, pero las palabras fueron inconfundibles. “Antípatre. Ejecútenlo”.

La orden viajó hacia abajo. Un grito rasgó la piedra y murió tan rápido como llegó. Herodes se recostó, con el rostro hundido, hinchado y medio podrido, mostrando algo parecido a la satisfacción. La enfermedad podía comerse su carne, pero no podía quitarle el poder de decidir quién vivía y quién moría.

Cuando el aliento final abandonó el cuerpo de Herodes, no hubo luto. Hubo alivio. Un alivio crudo e involuntario, seguido inmediatamente por el siguiente terror: ¿quién gobierna ahora?

El cuerpo no ofreció tiempo para la contemplación. La descomposición, ya avanzada, se aceleró. Los médicos ordenaron gruesas capas de tela perfumada, no por honor, sino por necesidad. Resina, mirra y canela fueron vertidas tan abundantemente que la cámara olía a un mercado de especias ahogándose en enfermedad.

La procesión fúnebre fue puro teatro, coreografiada para disfrazar el horror. Los músicos tocaban lo suficientemente alto como para sofocar la realidad. Los soldados marchaban al lado, no como guardia de honor, sino como censores, manteniendo a la gente lo suficientemente lejos como para no ver las telas que ya se estaban empapando.

Tras su muerte, Judea no guardó luto. Se fracturó. El reino que pasó cuatro décadas fortificando obsesivamente comenzó a dividirse casi de inmediato. Roma diseccionó su reino como un espécimen.

En ningún lugar fue el colapso más simbólico que en el Herodión, la fortaleza montañosa que construyó como monumento a sí mismo, su tumba elegida. Creía que aseguraría su inmortalidad, que la piedra duraría más que el odio.

Pero la piedra no pudo durar más que la rabia.

Durante las revueltas judías posteriores, los rebeldes irrumpieron en el Herodión. No solo lo ocuparon; lo desmantelaron. Destrozaron sarcófagos y rompieron cámaras. Los arqueólogos encontraron fragmentos del propio sarcófago de Herodes, deliberadamente roto. El pueblo que él aterrorizó usó su tumba como objeto de revuelta. El constructor que temía el olvido más que la muerte encontró el único destino que no pudo evitar: ser borrado por las mismas personas que intentó gobernar mediante el miedo.

Durante generaciones, la muerte de Herodes fue tratada como propaganda. Pero cuando los médicos modernos revisaron los síntomas de Josefo —la fiebre, el edema, el picor, la necrosis, el hedor— el diagnóstico fue clínicamente preciso: insuficiencia renal terminal, infección en cascada y gangrena de Fournier.

El horror no fue poético. Fue físico.

Herodes pasó toda su vida construyendo ilusiones de permanencia, pero cuando sus órganos fallaron, ninguna legión pudo combatir la infección en su torrente sanguíneo. Ninguna ley pudo silenciar a las moscas. Ninguna orden de ejecución pudo intimidar a la podredumbre que se lo comía vivo.

Al final, Herodes murió como temen todos los tiranos: no como un gobernante derribado por sus enemigos, sino como un hombre traicionado por el cuerpo que creía poder comandar. Grabó su nombre en la piedra, pero su cuerpo llevó el veredicto.

Incluso los reyes se pudren cuando el poder es la única cura en la que confían.