El sol de Michoacán caía como hierro fundido sobre las calles polvorientas de

Morelia aquella tarde del 23 de julio de 2024. Eran las 6 de la tarde y la

temperatura todavía marcaba 38ºC. El asfalto irradiaba olas de calor que

distorsionaban el aire creando espejismos de agua donde solo había tierra seca y desesperación. Jesús

Ramírez. Sus amigos lo llamaban Chucho, aunque ya no tenía muchos amigos, conducía su motocicleta itálica

destartalada por las calles del centro histórico. Tenía 49 años, pero parecía

tener 60. Su rostro estaba curtido por el sol implacable con arrugas profundas

que no venían solo de la edad, sino del sufrimiento constante. Su camiseta del

uniforme de entregas rápidas Morelia estaba empapada de sudor, manchada de

polvo y aceite, con el logo casi invisible después de miles de lavadas.

12 horas. Llevaba 12 horas en esa motocicleta recorriendo la ciudad de arriba a abajo, entregando comida que

otros pedían con un click en sus teléfonos, mientras él mismo no tenía nada para comer, llevando paquetes de

ropa cara a casas elegantes, mientras él usaba la misma camiseta remendada tres

veces a la semana, transportando felicidad y comodidad a extraños, mientras su propia vida era un ejercicio

diario de supervivencia. Las propinas del día sumaban 120 pesos, 120

miserables pesos después de 12 horas bajo el sol abrasador. Algunos clientes

le daban 10 pesos, otros los más nada, solo una mirada de indiferencia, como si

él fuera invisible, como si no fuera un ser humano con hambre, con dolor, con un

corazón que seguía latiendo. A pesar de estar roto en mil pedazos. Chucho se detuvo en un semáforo y aprovechó para

sacar su teléfono del bolsillo. La pantalla agrietada mostraba la misma

imagen que había mirado cientos de veces en el último año. Una foto de sus dos

hijas, Lupita de 11 años y María de nueve, sonriendo, abrazadas, felices.

Esa foto había sido tomada dos años atrás, cuando todavía eran una familia, cuando todavía había risas en su casa,

cuando Gabriela, su esposa de 15 años, todavía lo miraba con algo parecido al

amor, en lugar de ese desprecio frío que apareció gradualmente como una

enfermedad silenciosa. Hace exactamente un año, un mes y se días, Chucho llevaba

la cuenta exacta porque ese día había muerto algo dentro de él. Gabriela había

hecho su maleta y las de las niñas. había llamado a su hermano con su camioneta y mientras cargaban las pocas

pertenencias de valor que tenían, ella había dicho las palabras que seguían resonando en su cabeza todas las noches.

Eres un fracasado, Jesús, 49 años y sigue siendo un repartidor que gana

miseria. Mis amigas tienen esposos con negocios, con casas propias, con coches

del año y yo tengo un marido que ni siquiera puede darnos vacaciones. Estoy

cansada de esta pobreza, cansada de tener que explicarle a mis hijas por qué

no pueden tener lo que sus amigas tienen. Me voy con las niñas a Guadalajara. Mi hermano me va a ayudar a

empezar una vida nueva, una vida sin ti, Gabi, por favor”, había suplicado

Chucho, las lágrimas corriendo por su rostro sinvergüenza. “Dame otra

oportunidad. Voy a buscar otro trabajo. Voy a trabajar más horas, lo que sea,

pero no te lleves a mis niñas, por favor.” Pero Lupita y María ya estaban

en la camioneta confundidas, asustadas, llorando mientras veían a sus padres

destruirse mutuamente. “Papá!”, había gritado Lupita desde la ventana. “Papá,

no quiero irme, es por su bien”, había respondido Gabriela fríamente. “Algún

día entenderán que las saqué de esta vida miserable.” Y se habían ido dejando

a Chucho parado en la banqueta, sollozando, viendo como la camioneta desaparecía, llevándose todo lo que le

importaba en el mundo. El semáforo cambió a verde. Chucho guardó su teléfono y aceleró, parpadeando

rápidamente para que las lágrimas no lo cegaran. No podía darse el lujo de tener

un accidente. Sin la moto no tenía trabajo. Sin trabajo no tenía nada.

Había intentado llamar a Gabriela docenas de veces en los primeros meses. Ella nunca contestaba. Le había mandado

mensajes suplicando hablar con las niñas. Después de semanas, Gabriela

finalmente le había enviado un mensaje brutal. Deja de llamar. Las niñas están

bien. Tienen una vida mejor aquí. Si realmente las amas, déjalas en paz. No

tienes nada que ofrecerles, excepto pobreza. tr meses llevaba tr meses sin

escuchar las voces de Lupita y María tr meses sin saber si estaban bien, si lo

extrañaban, si todavía lo amaban. Y todo porque no tenía dinero para el camión a

Guadalajara. No tenía dinero para nada, excepto para sobrevivir un día más. Su

hogar ahora era un cuarto rentado en un edificio de crépito en las afueras de

Morelia, 10 m² que costaban 1,000 pesos al mes, una cama plegable, una cocineta

eléctrica de un solo quemador que casi nunca usaba porque el gas era caro. Un

baño compartido con otros cinco inquilinos al final del pasillo. Las paredes eran tan delgadas que podía

escuchar las conversaciones de los vecinos, sus peleas. sus momentos íntimos, todo. Y la regla más importante

que Chucho se había autoimpuesto desde que Gabriela se fue. Comer solo una vez

al día, una comida. Eso era todo lo que podía permitirse. El resto del dinero

iba para la renta, la gasolina de la moto y un pequeño ahorro desesperado que

esperaba algún día sería suficiente para ir a Guadalajara a ver a sus hijas.

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