Los Nombres Olvidados de la Calle del Divorcio

El sol de agosto caía implacable sobre los tejados de barro cocido de Santa Fe de Bogotá. Corría el año de 1789 y en la Calle del Divorcio, una de las más distinguidas de la ciudad colonial, se alzaba la imponente residencia de los Álvarez de Santillana. Tres pisos de piedra y cal con balcones de hierro forjado traído desde España, ventanas emplomadas que reflejaban el oro de la tarde y un escudo nobiliario tallado sobre el portón principal que proclamaba una genealogía tan antigua como dudosa.

Don Baltasar Álvarez de Santillana era un hombre corpulento de cincuenta y tres años, con el rostro enrojecido por el vino importado y ojos pequeños que brillaban con una mezcla de avaricia y satisfacción perpetua. Su esposa, doña Casilda Mejía de Álvarez, era una mujer delgada como un cirio pascual, con labios perpetuamente fruncidos en un gesto que podía interpretarse como piedad o disgusto, según la luz y el momento.

Ambos gozaban de una reputación intachable entre la aristocracia criolla. Eran devotos católicos, generosos con las limosnas de la catedral y, sobre todo, reconocidos por su “cristiana labor” de acoger huérfanos y niños desamparados.

—Dieciséis almas hemos salvado de la perdición y la mendicidad —solía proclamar don Baltasar en las tertulias del cabildo, acariciando su abundante barba entrecana—. Dieciséis criaturas de Dios que vagaban por las calles como animales y que ahora tienen techo, sustento y la bendición de servir en una casa cristiana.

Lo que don Baltasar no mencionaba en sus discursos públicos era el proceso mediante el cual estas almas llegaban a su residencia. Algunos eran comprados directamente a madres indígenas empobrecidas en los pueblos cercanos por un puñado de reales de plata; otros eran niños mestizos abandonados en las puertas de las iglesias, recogidos por intermediarios; y algunos más eran hijos ilegítimos de señoritas de buena familia, entregados discretamente para borrar la evidencia del pecado.

Una vez dentro de la casona, los niños seguían un protocolo meticulosamente diseñado: el despojo de sus objetos personales y, lo más devastador, el borrado del nombre. —Aquí no hay apellidos del pasado —sentenciaba don Baltasar—. Solo hay el presente de la gracia que se les concede.

Así, los niños eran rebautizados con nombres funcionales: Juan de la Cocina, María del Lavadero, Pedro de la Cuadra. Con el tiempo, olvidaban quiénes habían sido. Pero entre ellos, dos destacaban por razones diferentes: Miguel y Catalina.

Miguel, un muchacho de diecisiete años de complexión fuerte y mirada profunda, había llegado a los cuatro años. Don Baltasar lo consideraba su mejor inversión y lo había entrenado para llevar las cuentas. Miguel había aprendido a callar, pero por las noches recordaba su verdadero nombre: Miguel Yopasá. Recordaba a su madre y su herencia de caciques.

Catalina había llegado seis años atrás. De piel clara y ojos verdes, hija ilegítima de una noble, doña Casilda la mantenía oculta en el costurero, consciente de que su belleza era una mercancía valiosa. A pesar de las prohibiciones, Miguel y Catalina habían tejido un amor silencioso en los rincones oscuros de la casa, compartiendo el secreto más peligroso de todos: sus verdaderos nombres. Ella era Catalina Mendoza y Prado.

La tragedia se desencadenó cuando Juan de la Cocina, buscando el favor de sus amos, los delató. La reacción fue brutal. Doña Casilda adelantó la venta de Catalina a don Eusebio Valderrama, un viudo rico y cruel, por doscientos pesos oro. Miguel intentó intervenir, pero fue aplastado por la realidad de su condición. Don Baltasar lo humilló mostrándole los recibos de compra de ambos: el de Miguel por veinte reales y el de Catalina por cincuenta pesos.

—Las personas son las que tienen apellidos verdaderos y propiedades —le había dicho don Baltasar con frialdad—. Los demás son herramientas.

Catalina fue llevada esa misma tarde, arrastrada hacia la carreta de don Eusebio mientras sus ojos se clavaban en los de Miguel en una despedida muda y desgarradora. Miguel quedó destrozado, pero esa noche, la desesperación se transformó en una fría determinación. No podía salvarla con la fuerza, pero podía destruirlos con la verdad.

Mientras tanto, la maquinaria de la justicia divina comenzaba a moverse por otros cauces. En la Catedral, Fray Domingo de la Ascensión escuchaba la confesión de Juana “la Gorda”, una antigua empleada de los Álvarez. Juana, carcomida por la culpa, relató los horrores de esa casa, la venta de niños y la corrupción. El fraile, horrorizado, le impuso una penitencia inusual: no rezar, sino hablar. Debían acudir a la justicia.

Esa misma noche, Miguel se infiltró en el despacho de don Baltasar. Con el corazón en la garganta, abrió el baúl prohibido y comenzó a copiar los documentos que probaban el tráfico de personas, la falsificación de identidades y los sobornos. Fue descubierto por Rosa del Costurero, una niña de doce años. Lejos de delatarlo, Rosa se unió a él al recordar, gracias a Miguel, que ella también tenía un nombre: Rosa Gutiérrez.

—Nos robaron nuestros nombres, Rosa —le dijo Miguel, entregándole una copia de los papeles—. Pero voy a detenerlos.

El Escape y la Revelación

La luz de la vela parpadeaba, amenazando con extinguirse. Miguel sabía que no podían quedarse allí. El sonido de los pasos del sereno en la calle indicaba que la madrugada avanzaba.

—Rosa, escúchame bien —susurró Miguel, entregándole un pequeño fajo de papeles transcritos—. Tú te quedarás con estas copias. Escóndelas donde nadie, ni siquiera doña Casilda, pueda encontrarlas. Dentro del colchón, bajo una tabla suelta, donde sea. Si a mí me atrapan, tú serás la única esperanza.

La niña asintió, temblando, pero con una nueva luz de valentía en los ojos. Miguel tomó los documentos originales y los metió en un morral de cuero. No había vuelta atrás. Se dirigió a la ventana del despacho que daba al callejón trasero. Era una caída peligrosa, pero necesaria.

—¿A dónde vas? —preguntó Rosa. —A buscar a Dios y a la Ley, en ese orden —respondió él.

Miguel saltó. El golpe contra el empedrado le sacó el aire, pero la adrenalina lo hizo ponerse en pie de inmediato. Corrió por las calles desiertas de la Candelaria, esquivando las rondas nocturnas, hasta llegar a las puertas de la casa cural adyacente a la Catedral. Golpeó la madera con desesperación.

Quien abrió no fue un sirviente, sino el mismo Fray Domingo, quien no había podido dormir después de la confesión de Juana. Al ver al muchacho agitado, con la ropa sucia y la mirada febril, supo que la providencia estaba actuando.

—Soy Miguel Yopasá —dijo el joven, jadeando, extendiendo los papeles arrugados—. Y traigo la prueba de que en la casa de los Álvarez no se sirve a Dios, sino al diablo.

Fray Domingo revisó los documentos a la luz de un candil. Sus manos temblaban al leer las firmas, los montos, los detalles de la venta de seres humanos libres y de sangre noble. Aquello no era solo pecado; era un delito contra la Corona. La compraventa de súbditos libres, mestizos e indígenas, y la ocultación de linajes nobles, era traición a las leyes de Indias.

—Hijo —dijo el fraile con voz grave—, prepárate. Al amanecer iremos a ver al Oidor de la Real Audiencia.

La Caída de la Casa Álvarez

La mañana siguiente no trajo la habitual calma a la Calle del Divorcio. Una tropa de alabarderos, encabezada por el Oidor Don Francisco de Berrio y acompañada por Fray Domingo, rodeó la casona.

Don Baltasar desayunaba chocolate caliente cuando los golpes en la puerta resonaron como cañonazos. Al abrir, se encontró con la orden de arresto y registro. Su arrogancia se desmoronó cuando el Oidor le puso delante el documento original de la compra de Catalina, firmado de su puño y letra.

—¡Esto es un ultraje! ¡Soy un ciudadano respetable! —gritaba mientras lo esposaban. Doña Casilda intentó huir hacia sus aposentos para esconder las joyas, pero fue interceptada. En el sótano y los patios, los niños observaban la escena con una mezcla de terror y asombro. Entonces, de entre la multitud de sirvientes, Miguel dio un paso al frente.

—No tengan miedo —les dijo a sus compañeros con voz firme—. Nadie volverá a quitarles su nombre.

El Oidor ordenó la incautación de los bienes y la liberación inmediata de los menores bajo la tutela de la Iglesia hasta encontrar a sus familias o un destino digno. Pero para Miguel, la victoria estaba incompleta.

—Falta una —dijo, mirando al Oidor—. Falta Catalina.

El Rescate

La comitiva, ahora con Miguel a la cabeza guiando a los soldados, se dirigió a la mansión de Don Eusebio Valderrama. El comerciante, alertado por el tumulto en la ciudad, había intentado sacar a Catalina de la ciudad esa misma mañana.

La encontraron en las caballerizas, atada y amordazada en la parte trasera de un carruaje. Don Eusebio, espada en mano, intentó alegar derecho de propiedad.

—¡Pagué por ella! —bramó el viejo—. ¡Tengo el recibo! —Lo que usted tiene —intervino el Oidor Berrio con frialdad— es la prueba de su crimen. Comprar a una mujer libre, hija de hidalgo, aunque sea ilegítima, es secuestro.

Cuando desataron a Catalina, ella no corrió hacia los soldados ni hacia el cura. Corrió hacia Miguel. Se abrazaron en medio del polvo y el caos, y por primera vez en años, no les importó quién los mirara. No eran el indio de las cuentas y la costurera; eran Miguel Yopasá y Catalina Mendoza y Prado.

Epílogo: Los Nombres Recuperados

El escándalo sacudió los cimientos de la sociedad santafereña. Don Baltasar y Doña Casilda fueron despojados de sus bienes y desterrados a las tierras calientes de Honda, condenados a vivir en la pobreza que tanto despreciaban. Don Eusebio murió de una apoplejía antes de que pudiera dictarse sentencia, solo y despreciado.

Los niños de la casa Álvarez fueron el inicio de un cambio lento pero inexorable. Gracias a los registros recuperados por Miguel, muchos pudieron rastrear sus orígenes. Rosa Gutiérrez encontró a una tía en Tunja que la acogió con lágrimas.

Miguel y Catalina decidieron no quedarse en Bogotá, una ciudad llena de fantasmas y miradas curiosas. Con la pequeña recompensa que la Audiencia les otorgó por su colaboración y la ayuda de Fray Domingo, viajaron hacia el norte, hacia las tierras de Vélez.

Allí, lejos de los muros de piedra y las rejas de hierro, compraron una pequeña parcela de tierra. No era mucho, pero era suya.

Años después, si algún viajero pasaba por su granja, no encontraba sirvientes ni amos. Encontraba a una familia. Y en el dintel de la puerta, tallado en madera con orgullo, no había un escudo de armas falso, sino dos nombres completos escritos con letra firme y clara. Porque habían aprendido, a través del dolor y el fuego, que la libertad no es solo romper las cadenas, sino tener el poder de decir, sin miedo, quién eres realmente.

FIN.