🔥 La venganza de la esclava: Cómo la calculada mutilación de Encarnación a un sacerdote pedófilo sacudió los cimientos de la Lima colonial en 1722

En los oscuros y resonantes pasillos del Convento de Santa Clara en Lima, Perú, se desarrolló en 1722 una historia de crueldad inimaginable y una venganza fría y quirúrgica. Es la historia de Encarnación, una madre esclavizada que desafió toda ley divina y humana para proteger lo más sagrado que poseía: su hija. Lo que comenzó como una búsqueda desesperada de justicia culminó en uno de los actos de venganza más calculados y escalofriantes jamás registrados en los archivos sellados de la Inquisición española.

Esto es más que una historia de crimen; es un análisis crudo de las fallas sistémicas de la sociedad colonial, donde un clérigo estaba protegido por su posición, y una mujer de color tuvo que elegir entre el silencio y convertirse en un terror vengativo.

El Convento y la Serpiente

Encarnación nació en las plantaciones de caña de azúcar de la costa peruana, hija de una madre esclava angoleña y un capataz español no reconocido. Cargaba con el doble peso de su piel oscura —una maldición que la condenaba a la servidumbre— pero también con una inteligencia aguda y una voluntad de hierro. A los dieciséis años, dio a luz a su única hija, María Esperanza, y juró que le aseguraría un futuro diferente.

Una oportunidad surgió cuando el amo de Encarnación, Don Fernando de Mendoza, donó sus valiosos esclavos al Convento de Santa Clara para saldar deudas con la Iglesia. Encarnación vislumbró una luz de esperanza: su hija de ocho años podría aprender a leer y crecer lejos de la brutalidad de la plantación.

El Convento albergaba a las hijas de la nobleza limeña, pero también contaba con una sección para las mujeres esclavizadas que servían a las monjas. El corazón espiritual del Convento era el Padre Miguel de Santander, el confesor principal. Un hombre de 45 años, sevillano y con fama de intachable santidad, era venerado por las monjas y consultado por las autoridades coloniales.

Durante años, la vida pareció colmar las esperanzas de Encarnación. María Esperanza creció rodeada de oraciones, aprendió a leer y escribir y desarrolló una belleza cautivadora. Encarnación trabajaba incansablemente en las cocinas y los jardines, siempre atenta, sintiendo que por fin había encontrado un refugio seguro.

Pero el mal, al parecer, puede esconderse incluso en los lugares más sagrados.

El padre Miguel empezó a fijarse en María Esperanza cuando cumplió doce años. Al principio, la miraba fijamente durante la misa. Después, inventaba excusas para llamarla a su despacho con pretextos religiosos. Las demás mujeres esclavizadas murmuraban, pero nadie se atrevía a hablar en contra de un «hombre de Dios».

La primera violación ocurrió durante una confesión. El padre Miguel hizo que la niña se arrodillara demasiado cerca, le puso las manos sobre los hombros y le susurró que Dios la había bendecido con una «belleza especial» que requería su «preparación espiritual». María Esperanza regresó con su madre con una mirada confusa, una inocencia perdida. Le contó a Encarnación que el sacerdote la había tocado de maneras que la incomodaron, pero él dijo que era parte de su camino espiritual.

A Encarnación se le heló la sangre. Conocía esos pretextos, esas palabras, esa mirada depredadora. Ella misma las había experimentado en la plantación. Pero esto era diferente: se trataba de un hombre de Dios, y su víctima era su única razón de vivir.

La segunda vez fue peor. El padre Miguel llamó a María Esperanza a su habitación privada en la Torre Este con la excusa de enseñarle latín. Encarnación, que limpiaba un pasillo cercano, oyó gritos y sollozos ahogados, seguidos de un silencio aterrador. Cuando María Esperanza salió, su vestido estaba rasgado, sus brazos cubiertos de marcas y sus ojos habían perdido la luz para siempre. La niña confesó que el sacerdote la había obligado a desnudarse, tocándola obscenamente y diciéndole que el abuso era una “bendición” de Dios. La advirtió que si hablaba, sería castigada por difamar a un hombre santo, añadiendo que esto era “solo el principio”.

Encarnación abrazó a su temblorosa hija, y algo se quebró en ella. Ya no era una madre desesperada; era una bestia herida, dispuesta a todo para proteger a su pequeña de un destino peor que la muerte. Decidió planear un acto que sabía que la condenaría por la eternidad, pero era la única manera de salvar a su hija.

La venganza calculada
Durante semanas, Encarnación observó cada movimiento del padre Miguel. Notó su secreta afición por el vino dulce, sus lecturas nocturnas de textos no religiosos y las inquietantes visitas nocturnas de otras jóvenes que salían de su habitación con la misma mirada desolada que ahora tenía su hija. Fundamentalmente, supo por mujeres esclavizadas mayores que el padre Miguel había estado abusando sistemáticamente de niñas durante años, trasladando a menudo a sus «favoritas» a otros conventos o haciéndolas desaparecer misteriosamente. Una anciana esclava le susurró sobre una habitación secreta detrás de su estudio, donde guardaba recuerdos de sus víctimas: mechones de cabello, ropa rasgada y dibujos obscenos que las obligaba a hacer.

El plan de Encarnación requería paciencia y una fría determinación.

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