Capítulo 1: El Ritual del Cierre

El McDonald’s donde trabajé quedaba sobre una avenida que de día hervía de vida, un torrente de coches, bocinas y conversaciones. Pero de noche, se convertía en una maqueta, un paisaje estático y silencioso. Mi turno era el de cierre, una cápsula de tiempo de las 22:00 a las 06:00, con la única interrupción de una media hora para “comer” —un eufemismo, porque nadie comía realmente, solo se sentaba en silencio y dejaba que el agotamiento se le pegara a los huesos. La lista de tareas, pegada a un portapapeles con una pinza de hierro, era interminable: drenar freidoras, desarmar la máquina de helados, lavar el piso con desengrasante, conteo de panes, mermas.

Éramos tres los náufragos de la noche: yo, Daniel, la cajera del mostrador, una chica llamada Rox con mechas azules que vivía pegada a su cigarrillo, y el encargado, un hombre de cuarenta años llamado Álvaro, que vivía con el ceño fruncido como si el costo de los pepinillos saliera de su bolsillo y no de la corporación. Él era el capitán de nuestro barco fantasma, navegando por las aguas silenciosas de la madrugada.

De noche, el local se contrae, se hace más pequeño y claustrofóbico. Las luces brillantes del comedor se apagan, dejando solo la débil luz amarilla del drive-thru que hacía brillar la grasa vieja y las huellas dactilares sobre el cristal. El sonido de la freidora era un respirador artificial para un local moribundo: beep, canasta arriba, beep, canasta abajo. El intercomunicador del drive te susurraba en el oído como un insecto que de alguna manera había aprendido tu nombre. En la quietud de la noche, te volvías un especialista en ruidos: el del tostador cuando quema panes, el de la plancha cuando suelta la costra, el del heladero cuando tose al desmontar, una sinfonía de la soledad.

El agotamiento te hace ver cosas. Sombras que se mueven en los espejos, reflejos de personas que no están ahí. Cosas que no son lo que parecen. Pero la primera rareza que me agarró no fue visual. Fue sonora. Ocurrió a las 3:17. Lo sé porque el reloj digital de la cocina tiene una puntualidad que ni Álvaro. Estábamos solos: Rox había salido al patio de basura a fumar un cigarrillo para ahuyentar a los fantasmas de la fatiga, y Álvaro hacía el cash drop en la caja fuerte. El din del auricular del drive sonó, un clic agudo y familiar. Una voz plana, sin inflexión, dijo: “Pedido 317”. No pidió comida. Dijo solo eso. Miré la pantalla: ningún auto en el detector. Por protocolo, respondí: “Bienvenido, ¿cuál es su orden?” Silencio. “¿Hola?” Nada. Me quité el auricular para ver si era interferencia. En la pantalla de cámaras, la toma del menú del drive mostraba la avenida vacía y el poste helado. Volví a ponerme el auricular, escuchando con atención. La voz no estaba, pero sí una respiración. No la mía. Y luego, tres toques suaves, como de uña contra plástico. Toc, toc, toc. Se cortó.

Capítulo 2: El Eco del Auricular

—¿Qué hacés hablando solo? —Álvaro asomó la cabeza desde la oficina, con esa mezcla de burla y control que le era tan característica. Había un brillo de sospecha en sus ojos.

—Entrada fantasmal —dije, y me reí por reflejo, tratando de que la normalidad de mi voz ahogara el pánico que sentía. Álvaro solo negó con la cabeza, sin creer una palabra. —No atiendas jodas. Aquí no se pagan extras por hablarle a la nada. —Y volvió a contar billetes, su mente ya ocupada por las cifras del día.

Desde entonces, a las 3:17 exactas, sonaba algo. Una noche, el local estaba tan en silencio que el sonido fue como una explosión. Fue la campanilla del mostrador, aunque el salón estaba cerrado con la cadena y el cartel de “disculpe, local cerrado”. Otra, el microondas que marca 6:30 cuando se corta la luz y vuelve, aunque la luz no se había cortado. Otra, el timbre del baño accesible, que para usarlo hay que pedir un código y nadie había pedido. Álvaro, un hombre de ciencia y cifras, lo atribuía a “electrónica barata”. Rox, una mujer de intuiciones y rituales, solo decía: “Te acostumbrás”. Yo me acostumbré mal: empecé a no mirar por la ventana del drive cuando el auricular decía din fuera de hora, como si el simple acto de no ver la nada me protegiera.

Cada cierre de turno tiene su protocolo, su lista de tareas, pero también sus supersticiones. En el nuestro, nadie mencionaba la máquina de helados después de medianoche porque siempre se rompía. Nadie decía “rápido” porque eso garantizaba que una familia de quince personas entraría a las 4:59. Y nadie dejaba la puerta de atrás abierta ni un segundo. Una noche, mientras yo barría el piso, le pregunté a Rox si se refería a los sin techo que a veces pedían café, si por ellos no debíamos abrir la puerta. Ella se detuvo, el brillo de sus ojos azules se clavó en los míos. —No, Daniel. No me refiero a los que piden. Me refiero a lo que golpea y no pide.

No quise preguntar más. Había cosas que la mente humana, acostumbrada al orden y la lógica, no quería procesar.

Capítulo 3: La Visita y la Señal

Una madrugada de domingo el local estaba más limpio de lo normal. La noche parecía un respiro. Álvaro, de buen humor, nos dejó llevar papas a la plancha. El local estaba en silencio, solo el sonido suave del aire acondicionado y el beep de la freidora. A las 2:40, un auto viejo, sin patente delantera, entró en el drive-thru. Se detuvo en la pantalla, las luces de sus faros tan opacas como sus ventanas. Pidieron dos cafés y un McFlurry de Oreo. La máquina estaba en ciclo de limpieza, pero Álvaro, extrañamente complaciente, dijo: “Siempre hay un poco”. Serví lo que pude: la mezcla salió aguada, gris, una pálida imitación del helado que debía ser.

Al entregar por la ventana, la mano que recibió el vaso era pálida y fría, con una pulsera de hilo rojo. La piel era casi translúcida, como si no hubiera visto el sol en mucho tiempo. “Faltan las galletas,” dijo una voz neutra, sin emoción, sin impaciencia. Volví a buscar más Oreos. Pero cuando volví, el auto ya no estaba. La avenida estaba vacía. En la pantalla de cámaras, la toma del drive mostraba vacío. Sin auto. Sin nada. De pronto, el din sonó en mi oído. “Faltan las galletas,” repitió la voz, esta vez con un leve eco. No dormí esa mañana. La pulsera de hilo rojo se quedó grabada en mi mente.

Capítulo 4: La Profecía de la Medallita

Álvaro, que no había creído en la “entrada fantasmal”, trajo colgando de su llavero una medallita con la imagen de la Virgen de Guadalupe. La pegó con cinta en el monitor del drive. “Para que dejen de romper,” dijo, a la risa, como si se burlara de sus propias creencias. Rox, por su parte, ató a escondidas un hilo rojo en el tirador de la puerta del patio. “Para acordarnos de no abrir,” me dijo con voz grave. Me reí del amuleto ajeno, de la superstición en un lugar de comida rápida. Pero una noche lo vi vibrar solo, como si un aire adentro se moviera, como si la puerta quisiera abrirse por sí sola y el hilo fuera el único que la mantenía cerrada.

Lo del pedido 317 siguió. No pedían menú; pedían “pedido 317”, y después, tres toques. Una vez me animé a responder: “¿Qué llevan?” La voz, con un siseo imperceptible, dijo: “Lo de siempre.” Miré la pantalla de presets de combos: el 3 era Big Mac, el 17 era McPollo. Me inventé una conexión absurda. Serví un Big Mac, un McPollo, dos cafés, una bolsa de kétchup, como si completara un crucigrama. Nadie vino. A las 5:40 tiré todo a la basura. Rox me dijo, con voz grave: “No alimentes lo que no paga.”

Empecé a notar marcas pequeñas. En el marco metálico de la ventana del drive, cuatro líneas finas, paralelas, a la altura de los dedos, como si alguien hubiera arrastrado la mano. En la chapa de una freidora, a la altura del termostato, tres puntos de grasa limpia como si alguien hubiera apoyado allí tres veces la uña. Y en el reloj de pared del salón —que nadie mira—, las agujas clavadas en 6:30. La misma hora falsa que dejó de ser chiste.

Capítulo 5: El Umbral Abierto

La noche mala llegó con una tormenta. La lluvia golpeaba con furia los cristales, haciendo cucharas en el techo. A la 1:50 cayó un camión con pibes que gritaban, pidiendo nuggets, sundae, quarter pounder. Rox acomodaba las bolsas con la cadencia de quien ordena el mundo, Álvaro controlaba el stock y yo sacaba canastas de la freidora, el vapor empañando el vidrio. Cuando se fueron, quedó un olor raro, ni dulce ni ácido, una mezcla de helado y aceite viejo que no se iba. Un olor que parecía no pertenecer a este mundo.

A las 3:17, el din sonó tan fuerte que me sacó la tira del auricular de la oreja. “Pedido 317,” dijo la voz. “Pasá al primer ventanal,” dije, automático, con el guion mental de un empleado que sabe lo que debe hacer. Bajé la ventana. No había auto. Solo lluvia, mi reflejo descompuesto en el cristal y una niebla que se formaba frente a mí, como una exhalación en el aire frío. Y luego, tres toques en el marco, desde adentro. Toc, toc, toc. Cerré de golpe, mi corazón latiendo con fuerza en mi garganta.

Álvaro salió de la oficina con el arma de spray de pimienta en la mano, un objeto ridículo y necesario que nos hacía sentir un poco más seguros. —Revisamos el patio —dijo.

Salimos por la puerta de atrás. El patio negro olía a basura y metal mojado. La compactor hacía su grito de dinosaurio cansado. A la izquierda, las seis bolsas de waste atadas. A la derecha, la puerta de proveedores. Y de nuevo, golpes, otra vez, ahora en el contenedor. Tres. Toc, toc, toc. Álvaro apuntó con el spray como si de su dedo saliera algo más que aerosol. Abrió el contenedor de un tirón. Solo bolsas. Ningún animal. Sin embargo, del fondo subió un aire frío. No el aire de la noche: un aire de adentro, un aire que no pertenecía a este lugar. Rox, detrás de nosotros, dijo “vamos” sin voz, una súplica. Corrimos a cerrar. El hilo rojo del tirador estaba tenso como una cuerda. Adentro, el din volvió a sonar, esta vez con una nota de furia.

Capítulo 6: El Consejo del Desconocido

Álvaro ordenó: “Ignoren.” Es la palabra que usan los encargados cuando se les acaba el manual. Ignoramos. Fregué el piso como si de mi fuerza dependiera el mundo. Rox repuso sobres de azúcar, alineándolos como soldados en una batalla perdida. A las 4:10 entró un Uber con cara de sueño y pidió café. Le temblaban las manos. “¿Todo bien?” Le pregunté. “Se apagó todo un segundo,” dijo, “menos el drive de ustedes.” No le respondí. Fui a servir. Al volver, vi que sobre el mostrador había una moneda rarísima, más liviana que las otras, con un agujerito mínimo en el centro. Álvaro la guardó en el cajón de “aparte”, donde van las monedas viejas que la caja no reconoce. “Después cuento,” dijo. No contó. La moneda con agujero se quedó en mi mente.

Desde entonces, aprendí reglas que nadie paga. Si suena din sin auto, no contesto. Si pide “pedido 317”, no invento combos. Si golpea tres veces, no abro por cortesía. Si veo 6:30 en un reloj sin pilas, no ajusto la hora. Rox dejó de fumar en el patio. Álvaro dejó de decir “rápido”. Yo dejé de mirar mi reflejo en el vidrio cuando hay lluvia.

Una madrugada, un tipo con campera empapada vino por mostrador. Teníamos el salón cerrado, pero lo dejé entrar porque estaba tiritando. “Un café,” dijo, con la voz temblorosa. Le serví. Pagó con billetes mojados. Me miró como se mira a alguien que va a hundirse y no se sabe si empujar o tirar. “No atiendas después de las tres,” dijo, y sonó a consejo de padre, una advertencia. “Trabajo acá,” dije. “Entonces no escuches.” Dejó el café sin tomar y se fue, dejando un rastro de agua y misterio.

Capítulo 7: La Renuncia y el Legado

Mi último cierre fue por renuncia. Nada heroico: me cansó el olor a aceite rancio pegado en la ropa y la cabeza latiendo beep, beep. Esa noche, antes de irme, escribí en el reverso del check-list —debajo de “limpiar bandejas”, “desarmar helados”, “contar panes”— tres líneas que no están en ningún manual:

No contestar a deshora.
No abrir por cortesía.
No servir lo que no se pide.

Dejé el papel en la oficina de Álvaro. Seguramente lo tiró, pero sentí que había dejado una advertencia, un legado para el siguiente que se atreviera a entrar en el turno de la noche.

Epílogo: El Fantasma de la Freidora

A veces, cuando paso en colectivo por la avenida y veo el drive-thru encendido en la madrugada, siento el din en el oído, ese clic que te mete la voz de un desconocido en la cabeza. Pienso en Rox atando hilos, en Álvaro contando billetes, en la moneda con agujero pegándose sola al imán del refrigerador de la cocina. Pienso que hay lugares hechos para vender comida rápida que, después de cierta hora, venden otra cosa: reglas. Y si aprendés esas reglas, dormís un poco mejor. O, al menos, no abrís cuando golpean con educación.

A las 3:17, todavía hoy, me despierto y cuento hasta sesenta. No digo “pedido”. No digo números. Me dejo desvelar por el silencio de una freidora que ya no escucho y, con suerte, vuelvo a dormirme antes de que el reloj marque 6:30 en cualquier pared. Porque si hay algo que aprendí con gorra y delantal, es que el miedo, como el aceite viejo, se cuela por donde encuentra calor. Y uno, si puede, baja el fuego. Y espera. La moneda con el agujero, el hilo rojo tenso, el reloj detenido… son recordatorios de que la “electrónica barata” de Álvaro no es tan barata. Son el precio de un turno que va más allá de un simple conteo de billetes.