El llanto agudo ya no ecoaba por los barracones. Rita ya no corría para acallar el hambre de un niño. Sus manos, callosas por el trabajo de otros, ahora se aferraban al puñal oculto en su delantal, con los ojos fijos no en una cuna, sino en la puerta de la casa grande.

Su corazón era un tambor ancestral, latiendo con un ritmo de furia y dolor insondable. Hacía solo dos días, la “sinhá” Eulália, la señora de la casa, en un ataque de celos demenciales, le había arrancado a su hija recién nacida de los brazos. Rita todavía podía oír los gruñidos de los mastines en el porche, el sonido de la carne tierna siendo devorada en segundos. Su propio grito se había desgarrado en el aire, pero nadie había acudido.

Ahora, Eulália pagaba. Rita la había visto caer de rodillas, el cuerpo convulsionando mientras el veneno que le administró —una infusión de raíces podridas servida como “leche de la venganza”— hacía su trabajo. La señora gorgoteaba, su cuerpo hinchándose como un cadáver en el río.

Pero mientras Rita observaba el horror, no sintió alivio. Sintió el peso de todas las cadenas, de todas las otras madres que habían perdido a sus hijos. Su venganza personal era hueca si la opresión continuaba.

Los ladridos de los perros se intensificaron, mezclándose con los pasos pesados del capataz que se acercaba. Él era la sombra que acechaba cada decisión de vida o muerte en la plantación. Rita sabía que matar a la señora no era el final; era solo el comienzo. El verdadero monstruo seguía en pie.

Respirando hondo, apretó el puñal. Ya no era solo por su hija; era por la legión de almas oprimidas. Se deslizó por la puerta de la cocina justo cuando el capataz entraba a la casa grande, atraído por los gritos finales de Eulália.

Rita avanzó por el corredor oscuro, una guerrera silenciosa en un campo de batalla invisible. Cada paso era un pacto con sus ancestros. El olor a melaza y sudor era sofocante, pero la llama dentro de ella ardía más fuerte.

Llegó a la habitación de la señora justo cuando el capataz se inclinaba sobre el cuerpo convulso de Eulália.

“¿Qué has hecho, inútil?”, rugió él, viéndola en el umbral, con el puñal brillando a la luz de la luna.

“Justicia”, susurró Rita, su voz baja y venenosa.

El capataz se rio, un sonido áspero. “Tú no sabes nada de justicia”. Avanzó hacia ella, seguro de su poder, de su látigo, de su fuerza bruta.

Pero mientras avanzaba, otras sombras emergieron en el pasillo detrás de Rita. Las otras amas, las mujeres de la cocina, las que habían llorado en silencio, ahora estaban allí. Sus ojos reflejaban la misma llama indomable. No llevaban armas, pero su número y su determinación eran un muro.

El capataz se detuvo, su confianza vacilando por primera vez. El poder que creía tener se estaba desmoronando.

“¡No tenemos miedo!”, gritó una voz desde atrás.

“¡Se acabó!”, gritó otra.

El capataz, ahora acorralado, miró a Rita. Ella era el centro de la tormenta. Con un movimiento rápido y deliberado, Rita soltó el puñal. El arma cayó al suelo de madera con un golpe seco y definitivo.

“No te necesitamos a ti para hacernos justicia”, dijo Rita, su voz resonando con la fuerza de todas ellas. “Tú no tienes poder aquí”.

El capataz, al verse rodeado, sin su aura de terror, intentó abalanzarse. Pero no fue una batalla; fue una absorción. Las mujeres lo rodearon, sus manos lo sujetaron, su rabia colectiva lo inmovilizó. Cadenas humanas, forjadas por el sufrimiento compartido, resultaron más fuertes que cualquier grillete de hierro.

Cayó de rodillas, no por el veneno, sino por el peso de una revolución nacida en el corazón de una madre afligida.

La casa grande temblaba, no por la violencia, sino por los ecos de un nuevo día. Rita miró más allá del hombre derrotado, hacia la puerta abierta donde comenzaba a filtrarse la primera luz gris del amanecer. La lucha estaba lejos de terminar; el sistema que los había oprimido seguía en pie más allá de esos muros.

Pero esa noche, las cadenas se habían roto. Rita, respirando el aire de la mañana, supo que el dolor se había transformado en poder. Ya no era una víctima; era la protectora de un nuevo comienzo. Y mientras salía al patio, seguida por sus hermanas, caminaba no hacia la venganza, sino hacia la libertad.