La Vida Paralela
Diego, el joven de 26 años, vivía en una lujosa mansión en un exclusivo barrio de 1900. Su vida, en apariencia, era un cuadro perfecto: un dormitorio más grande que muchos apartamentos, una pantalla gigante, una cama de hotel de lujo y un armario repleto de ropa de marca. Tenía chófer, tarjetas ilimitadas, viajes a donde quisiera y comidas que ni siquiera sabía pronunciar.
Sin embargo, detrás de esa fachada de esplendor se escondía un secreto que nadie conocía, algo que nunca aparecía en fotos ni en redes sociales: Diego no tenía libertad. Nada, cero. Todo lo que hacía, cada decisión que tomaba, estaba bajo la vigilancia, aprobación y control de una sola persona: su padre, Don Esteban.
Don Esteban era un hombre que no conocía la palabra descanso. Siempre estaba con el teléfono en la mano, hablando de negocios, dando órdenes, inmerso en reuniones. Era el dueño de una de las empresas más grandes del país y estaba acostumbrado a que todo se hiciera como él decía, sin replicar. Desde que la madre de Diego murió, cuando él tenía 15 años, su padre se volvió aún más estricto. Ya no se trataba solo de ser exitoso, ahora se trataba de ser perfecto. Para Esteban, Diego tenía que ser el heredero ideal. Tenía que vestirse como él quería, estudiar lo que él decía y comportarse como él mandaba.
Diego estudió economía en una universidad privada de prestigio, pero la verdad es que nunca le gustó. Le habría encantado estudiar música o diseño, algo que le permitiera crear, expresarse, vivir algo distinto. Pero cada vez que lo insinuaba, su padre lo callaba con la misma frase de siempre: “No seas ridículo. Tú no naciste para eso. Eres un Carranza y los Carranza mandan, no andan soñando y punto. Fin de la discusión.”
Aunque tenía amigos, muchos eran hijos de otros empresarios, políticos o figuras públicas. Diego sabía que esas amistades eran más por conveniencia que por cariño. En las fiestas sonreía, tomaba lo que le ofrecían, bailaba con quien le presentaban, pero por dentro se sentía solo. Y no solo solo, sino como atrapado, como si estuviera dentro de una caja de cristal. Podía ver el mundo, pero no podía tocarlo. Vivía bajo reglas que no entendía y con metas que no le importaban.
Cada paso de su vida ya estaba trazado por su padre. En un par de años debía tomar el mando de una de las divisiones de la empresa familiar, luego casarse con alguien adecuada, tener hijos y seguir el ciclo. Esteban ya tenía todo armado. Incluso le había presentado a Sandra, la hija de un socio con quien claramente quería que se casara. Era bonita, sí, pero también arrogante y controladora, como si ya se sintiera su esposa. Diego no la soportaba.
Lo peor eran las cenas familiares. Se sentaban en una mesa larguísima con sirvientes que servían platos caros y complicados. Nadie hablaba. Su padre apenas levantaba la vista del celular. Solo hablaban de negocios, de política o de alguna nueva inversión. Si Diego hablaba de otra cosa, lo ignoraban o le cambiaban el tema. Era como vivir en una burbuja que tenía todo, menos alma.
Un día, Diego despertó más harto de lo normal. Miró alrededor: el techo alto, las cortinas pesadas, los muebles elegantes, la decoración perfecta. Todo estaba impecable y todo le parecía ajeno. Caminó por su cuarto en silencio, abrió el ventanal que daba al jardín privado y se quedó mirando los árboles moverse con el viento. Sintió que, aunque tenía toda esa libertad material, estaba más encerrado que nunca. No tenía a quien contarle lo que sentía. Su único amigo de verdad, Emiliano, se había ido a vivir a otro país hacía un año. Era el único que alguna vez le dijo las cosas como eran. Lo animaba a ser él mismo, a salirse del molde, pero ya no estaba. Ahora solo quedaba este mundo elegante, limpio y vacío.
Esa mañana Diego tomó una decisión rara en él. No le avisó a nadie. Se puso ropa sencilla, sin marcas: pantalón de mezclilla, una camisa vieja y una gorra. Agarró su cartera, apagó el celular y salió caminando por la puerta trasera de la casa. Ni los guardias lo notaron. Caminó por calles que no conocía, bajó del cerro donde estaba su colonia y se metió al metro. Era la primera vez que lo tomaba solo. La gente lo empujaba, hacía calor, olía a sudor y a tacos, pero por primera vez en mucho tiempo se sintió vivo. Bajó en una estación cualquiera y salió a caminar por el centro. Miraba todo con curiosidad: los vendedores ambulantes, los artistas callejeros, los puestos de comida, la gente gritando. Era otro mundo. Uno donde nadie lo conocía ni le pedía nada, donde podía ser quien él quisiera.
Caminó sin rumbo hasta que la vio. Era una joven que estaba urgando en unas bolsas de basura. Separaba botellas, latas, cartón. Estaba sucia, con el cabello recogido de cualquier forma y las manos llenas de tierra. Pero lo que más le llamó la atención fue su expresión. No tenía vergüenza ni miedo. Tenía fuerza. Miraba con determinación, como si nada pudiera tumbarla.
Diego se detuvo. No supo por qué, pero no pudo dejar de mirarla. Era como si en ese instante, en medio del ruido, del calor y del caos, algo se hubiera desbloqueado dentro de él. No sabía su nombre, no sabía nada de ella. Pero en ese momento, Diego supo que su vida, tal como la conocía, estaba a punto de cambiar.
El Inicio de una Relación Diferente
Diego no sabía bien qué estaba buscando. Solo sabía que no quería regresar a su casa. Después de haber visto a esa chava en la calle, se quedó pensando en ella por horas. Se acordaba de su cara, de su expresión, de cómo se movía. Se la imaginaba otra vez sacando cartón de un bote de basura como si no le importara nada lo que pensaran los demás. Era como si le hubieran dado una bofetada de realidad, una que nunca había visto de cerca.
Al día siguiente volvió al mismo lugar, tomó el metro, caminó entre los puestos, cruzó por el mismo callejón y se quedó esperando. No sabía si la iba a volver a ver, pero algo en él le decía que sí. Y ahí estaba, del otro lado de la calle, agachada, con un costal al lado y una botella de plástico en la mano. La misma mirada, la misma fuerza. No se acercó de inmediato. Se quedó observándola desde lejos, como si estuviera estudiando cada uno de sus movimientos. Había algo en ella que le daba nervios. No por miedo, sino porque sentía que si hablaba con ella, ya no iba a poder volver a ser el mismo.
Cuando por fin se animó a cruzar, ella ya lo había notado. Lo miró de reojo y frunció el ceño. No dijo nada. Diego se paró a unos pasos de ella sin saber qué hacer con las manos, sintiéndose más fuera de lugar que nunca. No traía traje ni reloj caro, pero aún así se notaba que no pertenecía ahí. Ella lo sabía.
“¿Se te perdió algo?“, preguntó con voz firme, sin rodeos.
Diego tragó saliva. Pensó rápido en qué decir. “No, solo te vi ayer y pensé en invitarte a algo de comer”, respondió un poco torpe.
Ella se rió, pero no con burla. Fue como si no entendiera si hablaba en serio o si era una broma rara. “¿Qué crees? ¿Que por buscar basura tengo hambre?“, dijo sin moverse.
“No, no es eso”, respondió él levantando las manos. “Solo no sé. Me dio curiosidad. Te ves diferente.“
Ella lo miró con más atención. Se notaba que estaba decidiendo si confiar o no. Finalmente se levantó, sacudió las manos en el pantalón y se acercó un poco. “Está bien, pero yo elijo el lugar”, dijo.
Caminaron juntos hasta una fonda de esquina. Ella pidió unos tacos de guisado. Él lo mismo. Se sentaron en una mesa de plástico al lado de una pared con anuncios pegados. Diego no sabía ni cómo empezar una conversación. Ella, en cambio, empezó a comer sin pena, como si no pasara nada. “¿Y tú qué haces por aquí? ¿No pareces de esta zona?“, le dijo con la boca medio llena.
“No, la neta no soy. Solo andaba caminando. Quería salir un rato.“
“¿Salir de dónde, Diego?” dudó. No podía decirle toda la verdad, pero tampoco quería mentirle. “De una casa donde no me siento yo, vivo con mi papá y digamos que no es muy buena onda.“
Ella se encogió de hombros. “Ni modo, hay papás peores. ¿Y tú siempre te dedicas a esto?“
Ella dejó de comer un segundo y lo miró fijo. “¿A qué? ¿A urgar en la basura?“, preguntó sin enojarse, pero con tono directo. Él no quería sonar así, pero así sonó. “No te preocupes, ya estoy acostumbrada. La gente cree que solo los muertos de hambre hacen esto, pero yo no robo, no pido dinero, no me meto con nadie. Lo que ves es lo que hay. Me llamo Camila.“
Diego sintió que ese nombre le pegaba fuerte. Era simple, bonito, real. “Yo soy Diego.“
“Ya. Nombre de rico”, dijo medio en broma. Él se rió. “¿Y tú qué? ¿También sabes de nombres?“
“Sé leer gente y tú no eres de por aquí. Traes la mirada de los que quieren escapar, pero no saben cómo. Te has de sentir bien solo allá arriba.” Diego se quedó en silencio. Esa frase le dolió, pero porque era cierta. Nadie se lo había dicho tan claro. Nadie lo había mirado así. “Tienes razón”, admitió.
Camila terminó sus tacos, se limpió con una servilleta delgada y se levantó. “Bueno, ya comí. Gracias por la comida, Diego. Fue raro, pero no fue feo.“
“¿Nos podemos volver a ver?“, preguntó él rápido, como si se le fuera a escapar.
Ella lo pensó un momento. “Si me encuentras, hablamos, pero yo no espero a nadie.” Y se fue caminando con su costal al hombro como si nada. Diego se quedó en la mesa un rato más, viendo cómo desaparecía entre la gente. Sintió una mezcla de emociones: curiosidad, nervios, ganas de saber más. No era amor, todavía no, pero era algo, algo que no había sentido nunca antes. Y por primera vez en mucho tiempo supo que quería volver, no a su casa, a ese lugar, a esa persona.
El Mundo de Camila
Pasaron dos días desde aquella comida en la fonda y Diego no dejaba de pensar en Camila, en cómo hablaba, cómo lo miraba, cómo no tenía miedo de decirle las cosas en la cara. Era una sensación rara, como una mezcla de incomodidad y emoción, como cuando descubres algo que no entiendes del todo, pero sabes que no puedes ignorar.
Al tercer día volvió a la misma zona, recorrió la calle completa, pasó por los mismos puestos, el mismo callejón, el mismo parque, esperando encontrarla. Ya estaba anocheciendo cuando la vio, caminando con paso rápido cargando el costal como si no pesara nada.
Diego cruzó la calle sin pensar mucho y se le puso al lado. “Camila”, dijo sin alzar demasiado la voz. Ella giró apenas la cabeza y lo reconoció al instante. No se sorprendió, solo se detuvo y lo miró con una ceja levantada.
“Otra vez tú. Te dije que quería verte otra vez y también te dije que no espero a nadie”, le respondió, pero sin tono grosero.
“Lo sé, pero igual vine”, contestó él con una sonrisa medio nerviosa.
Camila dudó un par de segundos, pero luego soltó un suspiro leve. “¿Tienes tiempo?”
“Sí, todo el que quieras.”
“Entonces acompáñame”, dijo girando sobre sus pasos. Caminaron juntos por varias calles. Camila no decía mucho, Diego tampoco. El silencio no era incómodo. Era como si no necesitaran hablar todavía. Pasaron por zonas más feas, con basura tirada, banquetas rotas y perros sueltos. Diego se dio cuenta de que muchas personas los miraban, pero nadie decía nada. Él ya se sentía fuera de lugar, pero no se quejaba.
Después de caminar casi media hora, llegaron a una bodega abandonada que tenía una puerta rota y un letrero borrado por el tiempo. Camila empujó una reja de lado y entraron. Adentro había otras tres personas: un hombre mayor, una señora de cabello gris y una chava joven cargando a un niño. Todos los saludaron con la cabeza sin hacer preguntas. Camila los presentó por nombre: Don Chucho, Doña Magda y Rocío.
“Vengo por mis cosas”, dijo Camila mientras caminaba hacia una esquina donde tenía un colchón viejo, unas cobijas dobladas, una mochila y una caja de plástico con latas y botellas. Diego miraba todo sin hablar. Estaba viendo otro mundo, uno que no tenía nada que ver con el suyo, sin muebles, sin luz eléctrica, sin puertas con llave. Era duro, feo en partes, pero al mismo tiempo se sentía humano, real.
Camila se agachó, metió sus cosas en la mochila, la cargó al hombro y miró a Diego. “Ya vámonos”, dijo.
“¿A dónde?”
“A mi nuevo hogar, el techo de una vecindad vieja, ahí donde me dejan estar mientras no moleste.” Salieron de la bodega y caminaron de nuevo. Ahora más rápido. Subieron por una calle empinada y se metieron por un callejón donde el olor a orines era fuerte. Subieron una escalera de fierro oxidado hasta una azotea donde había lonas colgadas como paredes y una caja de madera a medio armar. Adentro tenía una colchoneta, una cubeta con agua, una bolsa con ropa y una vela ya gastada. “Aquí duermo. Cuando llueve es un desmadre, pero al menos tengo este espacio”, dijo sin pena. “¿Qué te parece?”
Diego no supo qué decir. No quería sonar falso ni exagerado. Solo respondió con honestidad. “No sabía que vivías así.”
“¿Te esperabas qué? ¿Un cuartito bonito con cortinas y todo eso? No solo. No me imaginaba esto, pero se ve que le has echado ganas.”
Camila se sentó en la colchoneta y se sacó los zapatos. “Pues sí, desde que me fui del albergue a los 15 no ha sido fácil. Aprendí a moverme sola, a buscar, a pelear, a sobrevivir.”
“¿Y tu familia?”, ella bajó la mirada un segundo, como si recordara algo que no quería. Luego lo miró de frente. “Mi mamá me dejó en un parque cuando tenía siete. Nunca volvió. No tengo hermanos. A mi papá nunca lo conocí. Así que sí, soy solo yo.”
Diego sintió un nudo en el estómago. Se sentó junto a ella, pero sin invadir su espacio. “Yo siempre he tenido de todo, todo lo que se puede comprar. Pero nunca he tenido esto”, dijo mirando alrededor. “Esto es pobreza.”
“No me refiero a este tipo de vida donde cada cosa vale, donde las decisiones las tomas tú, no te las dan hechas.”
Camila lo miró con algo de sorpresa. No se lo esperaba tan honesto. “¿Y por qué te importa? Podrías estar en un antro con una modelo al lado manejando un coche caro.”
“Porque eso no llena. Ya lo intenté. Me siento más yo aquí contigo que allá con mi papá.”
Se hizo un silencio corto. El viento soplaba fuerte y la lona se movía. Camila se levantó y sacó una cobija para cubrirse. “¿Tienes hambre?”
“Un poco. Tengo pan de ayer y un poco de atún. No es mucho, pero alcanza.”
Diego sonrió. “Me encantaría.”
Compartieron la comida sentados en el suelo con la vela encendida. No era una cena elegante, pero fue la más sincera que Diego había tenido en años. Rieron un poco, hablaron de tonterías, se burlaron de un perro que ladraba sin parar abajo. Por un momento, todo parecía simple.
Cuando se hizo tarde, Camila le dijo que se fuera. No quería problemas con los vecinos ni con nadie. Diego le hizo caso, pero antes de irse se detuvo en la escalera. “¿Puedo volver mañana?”
Camila lo miró desde su rincón con la vela iluminando solo la mitad de su cara. “Si quieres volver, vuelve, pero no vengas a jugar.”
Diego asintió. “No estoy jugando.” Y bajó con el corazón latiendo como si acabara de correr una maratón.
La Mentira Blanca
Desde aquella noche en la azotea, Diego no fue el mismo. Ya no le costaba trabajo levantarse temprano. Ya no se quedaba tirado en su cama viendo el techo pensando en todo lo que le faltaba. Ahora se despertaba con una idea fija: volver a ver a Camila.
Ese día, en vez de ir a la oficina de su papá, como cada jueves, se puso su ropa sencilla, la que nadie conocía en su casa, y salió sin avisar. Ni el chófer se dio cuenta. Tomó el metro, bajó en la misma estación, caminó las mismas calles hasta llegar a esa vecindad vieja con la escalera de fierro oxidado. La azotea estaba vacía. Se asomó por todos lados, revisó los techos, los rincones, incluso tocó en una puerta del tercer piso. Nadie sabía nada. Se quedó esperando más de 2 horas, pero nada. No había señal de Camila. La cobija seguía ahí, igual la mochila y unas latas vacías. No parecía que se hubiera ido del todo, pero tampoco había señales claras de que regresaría pronto. Cansado, con hambre y algo frustrado, se fue caminando por la calle principal.
Iba distraído cuando de pronto la vio. Estaba parada en la esquina de una tienda con su costal al hombro discutiendo con un policía. El uniformado le decía algo en tono fuerte y Camila le respondía sin bajar la cabeza. Diego se acercó de inmediato. “¿Pasa algo, oficial?”, preguntó metiéndose entre los dos.
“¿Usted la conoce?”, preguntó el policía mirándolo de arriba a abajo.
“Sí, es mi amiga. ¿Cuál es el problema?”
“La señora de la tienda dice que esta joven se robó una caja de refrescos, pero no hay cámaras ni testigos. Solo está el dicho de una y el de la otra.”
Camila cruzó los brazos. “No hice nada. Solo estaba preguntando si tiraban las botellas vacías como siempre hago.”
“Bueno”, dijo el oficial, “esta vez la dejo pasar, pero que no la vuelva a ver aquí haciendo escándalo.”
Se fue y Diego volteó a ver a Camila. Ella seguía molesta, pero también un poco cansada. “¿Estás bien?”
“Sí, pero qué coraje, ¿no? Solo porque me ven con este costal creen que vengo a robar. Ni un peso traía en la mano y ya me estaban acusando.”
“¿Quieres que vayamos a otro lado?”
“Sí, vamos. No quiero ver más gente hipócrita por hoy.”
Caminaron hasta un parque. Se sentaron en una banca bajo la sombra de un árbol. Diego sacó una botellita de agua de su mochila y se la dio. Camila bebió con ganas. Luego guardó silencio un rato. “¿Por qué viniste otra vez?”, preguntó sin mirarlo.
“Porque quiero verte. Me gusta estar contigo.”
Camila bajó la mirada. “No soy una buena idea, Diego.”
“¿Por qué no?”
“Porque mi vida es complicada. Vivo al día sin seguridad, sin nada. Y tú vienes de otro mundo, uno donde todo lo tienes resuelto. Esto no va a durar.”
Diego negó con la cabeza. “No lo sé. Tal vez dure poco, tal vez mucho, pero prefiero estar aquí, aunque dure poco, que volver allá a vivir una mentira toda mi vida.”
Camila lo miró por fin con esos ojos que siempre parecían tener una historia guardada. No dijo nada, solo asintió leve. El sol bajaba. El parque se fue llenando de niños y señoras que sacaban a sus perros. Diego y Camila se quedaron ahí viendo cómo todo seguía girando mientras ellos estaban quietos.
Esa tarde Diego la acompañó a su punto de recolección. Era un lote baldío donde tiraban basura grandes negocios. Ella le enseñó cómo separar los plásticos, cómo distinguir el cartón bueno del húmedo, cómo apretar las botellas para que cupieran más en el costal. Diego sudaba, se ensuciaba, pero no se quejaba. Camila lo observaba de reojo, a ratos con curiosidad, a ratos con cierta sonrisa escondida.
“¿Y tú no trabajas?”, le preguntó mientras ambos llenaban una bolsa.
“Mi papá quiere que entre de lleno a su empresa. Ya estuve en unas prácticas, pero la neta no me llena. Me siento como un robot ahí adentro.”
“Pues de este lado tampoco es un paraíso”, dijo ella limpiándose el sudor de la frente.
“Sí, pero aquí soy libre. No me dicen qué decir, ni qué ponerme, ni con quién hablar. Contigo puedo ser yo.”
Camila se quedó callada. No estaba acostumbrada a que le hablaran así. La mayoría de la gente la evitaba, la ignoraba o la miraba con lástima. Diego no. Diego la veía como igual, como si fuera alguien valiosa.
“Está bien”, dijo después de un rato. “Si en verdad quieres seguir viniendo, hay reglas. Dime.”
“Nada de lástima. Si algún día me tratas como si fuera una pobrecita, te vas. Hecho. Y nada de promesas baratas. Esto no es novela, es la vida real. También hecho.”
Camila le dio una bolsa llena de latas. “Entonces empieza a juntar, que aún falta mucho.” Diego se echó la bolsa al hombro y siguió caminando junto a ella. No había música de fondo, ni luces bonitas, ni discursos románticos, solo ruido de ciudad, polvo en los zapatos y dos personas que venían de mundos diferentes, pero que en ese instante caminaban en la misma dirección. Ese fue el día en que Camila dejó de verlo como el chavo rico curioso y empezó a verlo como Diego, alguien que sí podía quedarse si de verdad quería. Y Diego, por su parte, supo que ese lugar, ese pedazo de ciudad sucio y desordenado, podía llegar a sentirse más como hogar que la mansión donde había crecido.
El Amor Florece Entre Dos Mundos
La rutina empezó a cambiar sin que Diego se diera cuenta. Sus días ya no giraban alrededor de juntas, comidas con empresarios ni salidas con gente que hablaba como si todos tuvieran una acción en la bolsa. Ahora se levantaba pensando en Camila, en su risa cuando le contaba algo tonto, en su forma de amarrarse el cabello con una liga vieja, en cómo lo regañaba cuando no separaba bien el PET del aluminio. Eso se le había vuelto costumbre, una costumbre que le gustaba más que cualquier plan elegante de fin de semana.
Pero esa nueva vida tenía un precio. Para estar con Camila tenía que mentir y cada día le costaba un poco más sostener esa mentira. A ella le había dicho que era independiente, que vivía solo en un cuartito que le rentaba un amigo y que trabajaba de noche en una cocina de hotel. Era lo más lógico que se le ocurrió. Así justificaba su ropa sencilla, su tiempo libre durante el día y el hecho de no tener que andar rogando por comida. Le decía que su familia era pequeña, que su mamá había muerto (eso sí era verdad), y que con su papá no se llevaba mucho. Lo que no decía era que ese papá era uno de los empresarios más pesados del país, que su cuartito rentado era una mansión y que su apellido abría puertas donde fuera.
Cada vez que salía de casa tenía que inventar algo distinto: que iba al gimnasio, que iba a una entrevista, que iba con Sandra, su amiga de siempre, como la llamaba su papá. Lo veían tan tranquilo que nadie sospechaba. Solo su nana, la que lo había criado desde niño, le preguntó un día mientras le preparaba un café: “¿Y tú qué andas haciendo últimamente, mi niño?”
“Nada, Nana, solo salgo a despejarme”, contestó sin mirarla.
“Pues te despejas mucho, ¿eh? Ya hasta te pusiste más moreno.” Diego se rió nervioso y cambió de tema, pero sabía que alguien en algún momento iba a empezar a atar cabos.
Camila, por su parte, no preguntaba mucho. Al principio sí lo probó, como si quisiera ver hasta dónde llegaba la historia. Le preguntó cosas como en qué hotel trabajaba, a qué hora salía, si tenía compañeros buena onda. Diego respondió lo mejor que pudo, sin dar demasiados detalles, con esa habilidad que uno desarrolla cuando vive rodeado de gente que siempre finge. Ella no lo notaba raro. A veces se quedaba pensando en lo mucho que le gustaba estar con él. Era diferente a todos los hombres que había conocido. No la veía con lástima, no intentaba controlarla. No se creía superior, era atento, la hacía reír, le ayudaba con las bolsas y la escuchaba cuando hablaba de su vida, aunque a veces fueran historias duras.
Una tarde, después de una jornada larga recolectando material en una zona industrial, Camila se sentó en la banqueta a descansar. Diego se sentó junto a ella con el cuello de la camiseta empapado de sudor y las manos negras por cargar cartón. Ella lo miró de reojo y le soltó la pregunta que él llevaba días temiendo. “Oye, ¿y por qué no tienes redes?”
“¿Cómo? Sí, redes sociales. ¿No tienes Facebook, Instagram, algo?”
Diego tragó saliva. Pensó rápido. “Tenía, pero me salí. No me gusta andar subiendo todo lo que hago. Me siento más tranquilo así.”
Camila asintió, pero no con mucha convicción. “Raro. Todos tienen aunque sea uno.”
“Yo no soy todos”, respondió él medio sonriendo. Ella lo miró un momento más, como si lo estuviera escaneando, pero no dijo nada, solo agarró su costal, se lo echó al hombro y siguió caminando.
Esa noche, mientras cenaban pan y café, Diego no aguantó más y le preguntó: “¿Tú confías en mí?”
Camila lo miró extrañada. “¿Por qué preguntas eso?”
“No sé, a veces siento que estás esperando que yo me vaya.”
“No es eso. Es solo que no estoy acostumbrada a que alguien se quede y tú pareces demasiado bueno para ser verdad.”
“No lo soy. Solo trato de no cagarla.”
Ella rió. “Pues no lo estás haciendo tan mal.”
Eso le dio algo de paz, pero no por mucho. Días después, mientras estaban sentados en un parque, vieron pasar una camioneta negra de lujo. Dentro iba un hombre que claramente era de billete, acompañado de una mujer joven, elegante, maquillada como para una gala. Camila los miró y dijo: “¿Ves eso? Esa gente no tiene ni idea de lo que es la vida. Todos se los dan. Nunca han tenido que dormir con hambre ni trabajar bajo el sol para sacar 5 pesos. Viven en una burbuja.”
Diego sintió que se le revolvía el estómago. “No todos son así”, dijo sin verla.
“La mayoría sí. Y si yo conociera a uno de esos, ni lo miraría dos veces. No me gustan los niños ricos que se creen salvadores.”
Ahí fue cuando Diego supo que estaba en un callejón sin salida. No podía decirle la verdad. No, todavía. Ella lo mandaría al diablo sin pensarlo y eso le dolía más de lo que estaba dispuesto a aceptar. La mentira se estaba volviendo pesada, pero era eso o perderla.
Por otro lado, en casa las cosas también empezaban a cambiar. Don Esteban ya lo había notado. Diego llegaba tarde, se veía cansado, se duchaba más seguido, tenía la mirada más firme, algo se estaba moviendo. “¿En qué andas metido?”, le preguntó una noche mientras cenaban en silencio.
“En nada, solo estoy buscando mi propio camino.”
“Tú no tienes que buscar nada. Ya está todo planeado, solo tienes que seguir el camino correcto.”
Diego lo miró a los ojos. “¿Correcto para quién? ¿Para ti? ¿Para todos? ¿Para la familia? ¿Para la empresa? ¿Para tu futuro?”
Diego no contestó, solo se levantó, dejó el plato en la mesa y se fue a su cuarto. Esa noche, mientras miraba el techo de su cuarto con aire acondicionado, pensó en Camila durmiendo en la azotea, con una lona amarrada con mecate y un cubetón como mesa. Y aún así, prefirió pensar en ella, que en todo lo que lo rodeaba. Ahí se estaba enamorando y eso hacía que la mentira fuera cada vez más difícil de sostener. Pero todavía no era momento de contar la verdad.
Desde hace unos días, Camila ya no lo miraba igual. No es que antes lo tratara mal, pero ahora había algo en su forma de verlo, como si por fin empezara a confiar. Y eso para Diego era más valioso que cualquier palabra bonita. Todo había pasado sin prisas, de a poquito. Ella no era una mujer de esas que se enamoran con flores ni con frases bonitas. Lo que la convencía eran los hechos. El que Diego se levantara temprano para ayudarla, el que no pusiera cara fea cuando se manchaba la ropa o cuando el sol le pegaba directo en la espalda. El que no se quejara, aunque la comida fuera pan viejo con agua de limón sin azúcar, el que no se fuera.
Y así, un día cualquiera lo invitó a pasar la noche en su azotea. “Hoy no hay nadie”, le dijo. “Doña Nena, la señora del cuarto de abajo, fue con sus nietos y me dijo que puedo dormir tranquila. Si quieres, quédate, pero no más dormir, ¿eh? No vayas a salir con tus cosas.”
“¿Qué cosas?”, preguntó Diego haciéndose el inocente.
“Ya sabes, esas cosas que hacen los hombres cuando creen que por ser buenos ya se ganaron todo.”
“No soy de esos”, dijo él levantando las manos.
“Ya veremos”, respondió ella sin quitarle la vista.
Esa noche Camila sacó dos colchonetas y puso una cobija encima de cada una. Compartieron un pedazo de pan dulce y se taparon con lo que había. Hacía frío, pero no lo suficiente como para congelarse. El cielo estaba despejado, se veían algunas estrellas. Desde la azotea se escuchaban los sonidos de la ciudad. Un perro ladrando, una pareja discutiendo, una canción vieja que salía desde alguna ventana. Camila se acostó boca arriba y habló sin mirarlo. “¿Tú alguna vez has tenido miedo de no despertar?”
“Sí”, respondió Diego casi de inmediato.
“¿Cuándo?”
“Cuando tenía 15 y mi mamá murió. Me sentía tan vacío que pensé que ya no había nada que valiera la pena. ¿Y qué hiciste?”
“Nada. Solo seguí porque no tenía opción. Porque todos esperaban que me portara como un hombre, que fuera fuerte, serio, educado, que no llorara.”
Camila giró el rostro y lo miró con más atención. “Lloraste todas las noches durante meses. Pero nadie lo supo.” Ella se acomodó de lado con la cabeza en la colchoneta y una mano debajo de la mejilla. “Yo también he tenido miedo, pero no de morirme, sino de no valer nada, de que nadie me recuerde, de pasar por la vida como si no hubiera existido.”
“Eso no va a pasar”, le dijo Diego.
“¿Cómo lo sabes?”
“Porque yo te voy a recordar siempre.” Se quedaron en silencio. El tipo de silencio que no incomoda, que abraza. Luego, sin hablar más, se quedaron dormidos, uno al lado del otro, sin tocarse, sin prometer nada, pero sabiendo que algo había cambiado.
Desde ese día, Diego empezó a formar parte de la rutina de Camila. La acompañaba a buscar material, la ayudaba a cargar, vendían juntos lo que recolectaban. Ella le enseñó dónde había mejores precios, qué recicladora pagaba más por el kilo de aluminio, qué calle era segura y cuál era mejor evitar después de cierta hora. Diego aprendía rápido. Aunque venía de otro mundo, no era flojo y tenía una forma de ver las cosas que a veces sorprendía a Camila. Por ejemplo, un día se le ocurrió que podían separar las tapas de plástico por colores y venderlas aparte. Eso aumentó sus ganancias por kilo. Otro día propuso ponerles etiquetas a los bultos para no confundir los materiales. Camila lo miraba como si no entendiera cómo alguien que venía de tan arriba podía adaptarse también allá abajo.
Un sábado en la tarde después de vender, fueron a comer a un pequeño local de tortas. Se sentaron en la misma mesa de siempre al fondo junto a la ventana rota. Camila pidió de milanesa, Diego de jamón con queso. “¿Y si un día te vas?”, preguntó ella sin dejar de ver su torta.
“¿Por qué me iría?”
“Porque la gente como tú se va. Porque se cansa. Porque tiene mejores cosas que hacer.”
“¿Tú quieres que me vaya?”
Camila lo miró directo a los ojos. “No, entonces no me voy.” Ella bajó la vista y se concentró en su comida, pero no dijo más. Ese “no” le había salido del alma y Diego lo sintió.
Esa noche no durmieron en la azotea. Un conocido de Camila, un señor que tenía una pequeña bodega en renta, le ofreció prestársela por unos días. Estaba vacía, tenía techo de lámina y una puerta de madera mal puesta, pero al menos ya no estaban al aire libre. Camila y Diego limpiaron el lugar, barrieron, sacaron telarañas, arreglaron la puerta como pudieron. Camila tenía un espejo pequeño, un garrafón medio lleno y una cubeta azul que usaban para bañarse con agua fría. Diego, que no estaba acostumbrado, temblaba al principio, pero no se quejaba. El primer día que se bañaron juntos, lo hicieron en silencio, turnándose el balde, sin mirarse demasiado, pero con una confianza que iba más allá del cuerpo.
“Esto ya no es solo un juego”, le dijo ella mientras se ponía una playera limpia.
“Nunca lo fue para mí”, contestó él.
Y ese fue el punto en el que todo cambió. Sin tenerlo claro, sin decirlo con palabras, ya no eran solo dos personas conociéndose. Eran algo más, algo que iba creciendo entre paredes rotas, en calles llenas de ruido, en días donde no había seguridad ni promesas, pero sí un presente firme, compartido, donde cada gesto contaba más que 1000. “Te quiero.” Ese fue el comienzo de algo real, de verdad real.
La rutina seguía igual. Diego salía de su casa temprano con una mochila vieja al hombro, usando ropa sin marca y con el celular apagado. Decía que iba a correr, que tenía reuniones, que Sandra lo necesitaba para algo de su familia. Siempre tenía una excusa lista. Y como su papá no se tomaba el tiempo de preguntarle dos veces, nadie sospechaba mucho.
Del otro lado de la ciudad, Camila lo esperaba con un café calientito de olla y pan duro del día anterior. Ya sabían exactamente qué calles recorrer, qué días había más material y qué recicladora pagaba mejor. Ya no se trataba solo de sobrevivir, estaban aprendiendo a vivir juntos y eso para ambos era lo más raro y bonito que habían tenido en mucho tiempo.
Pero todo lo que se oculta por mucho tiempo, tarde o temprano, revienta. Un día, mientras Diego estaba sentado en una banqueta doblando cartón, se escuchó una voz familiar que lo congeló. “¿Qué carajos haces tú aquí?” Levantó la cabeza despacio, como si no quisiera mirar, pero ya era tarde. Ahí estaba Mauricio, un conocido de su infancia. Iban en la misma escuela, se veían en fiestas, en reuniones familiares y ahora, después de años sin hablar, lo encontraba en plena calle, vestido…
Mauricio estaba allí, mirando a Diego fijamente con una expresión de sorpresa y desprecio. “¿Diego Carranza, qué demonios haces aquí en este lugar miserable? ¿Y cómo vas vestido así?” Sus ojos recorrieron de arriba a abajo la ropa desaliñada de Diego, luego se posaron en Camila, que estaba de pie a su lado, aún con su aire desafiante pero con una ligera preocupación en la mirada.
Diego sintió que la sangre le subía a la cabeza. Quería desaparecer. Tanto esfuerzo por ocultar, tantas mentiras, ahora amenazaban con derrumbarse por completo. “Mauricio, ¿qué haces tú aquí?”, Diego intentó mantener la calma, pero su voz aún temblaba.
“Solo estoy de paso por trabajo. Pero la pregunta es, ¿qué haces tú aquí? ¿Qué diría tu padre si se enterara de esto?” Mauricio sonrió con desdén, sus ojos brillando con un aire de triunfo. Sacó su teléfono, con la intención de tomar una foto.
“¡Detente!”, Diego gruñó. “No hagas ninguna estupidez.” Dio un paso adelante, bloqueando la vista de Mauricio hacia Camila, como si quisiera protegerla de la mirada inquisidora de su antiguo amigo.
Mauricio soltó una risa sarcástica. “Ah, ya veo. ¿Estás jugando al ‘príncipe y la Cenicienta’? Interesante. Pero, ¿qué crees que pensará tu padre cuando sepa que su preciado hijo está recogiendo basura con alguien… así?” Hizo hincapié en la frase “alguien así” con un tono despectivo.
Camila, aunque no entendía completamente la conversación, sintió la humillación en las palabras y la mirada de Mauricio. Retrocedió un paso, sus ojos afilados se clavaron en Mauricio, y luego se dirigió a Diego con una expresión compleja. Una parte de Diego quería negarlo todo, quería volver a su antigua vida, pero al ver el rostro herido y decepcionado de Camila, supo que no podía.
“¿Qué quieres?”, preguntó Diego, con la voz cargada de amenaza.
“Quiero que vuelvas a tu lugar. No perteneces aquí, Diego. Y tampoco perteneces a gente como esta”, dijo Mauricio, señalando a Camila con un gesto de la mano.
En ese preciso instante, una camioneta negra de lujo se detuvo bruscamente cerca de ellos. La puerta se abrió y Don Esteban bajó, con su habitual expresión fría y autoritaria. Miró fijamente a Diego, luego a Camila, y finalmente se detuvo en Mauricio. “Mauricio, ¿qué sucede?”
Mauricio, con una expresión astuta, respondió: “No sé, tío Esteban. Simplemente me encontré a Diego aquí, haciendo cosas… que no se parecen en nada a un Carranza.” Extendió la frase, llena de insinuaciones.
Don Esteban miró a Diego con una mirada afilada como un cuchillo. “Diego, explícate.”
Diego respiró hondo. Sabía que este era el momento decisivo. No podía seguir mintiendo. “Padre, yo… estoy aquí porque quiero. He vivido la vida que tú querías, pero no soy feliz. Necesito ser libre, necesito ser yo mismo.” Miró directamente a los ojos de su padre.
Don Esteban no dijo nada, solo lo miró fijamente, su rostro sin expresión. Lanzó una rápida mirada a Camila, quien permanecía en silencio pero con la mirada firme.
“¿Quién es ella?”, preguntó Esteban, con voz gélida.
“Ella es Camila, padre. Ella es la persona que me ha mostrado otro mundo, un mundo donde me siento valioso.”
Esteban se volvió hacia Mauricio. “Ya puedes irte.” Mauricio asintió, soltó una última sonrisa de suficiencia y rápidamente subió a su auto, desapareciendo de la vista.
Esteban volvió a mirar a Diego. “Hijo, me has decepcionado.”
“Lo sé”, respondió Diego, su voz grave, “pero no puedo seguir viviendo como antes. He encontrado algo que el dinero no puede comprar.” Miró a Camila, con una mirada llena de amor y determinación.
Camila, sintiendo la tensión entre padre e hijo, se acercó a Diego y le tomó la mano. La mano de ella estaba áspera y callosa, a diferencia de las manos suaves de las chicas que él solía conocer, pero le trajo una sensación inusual de paz y calidez.
Don Esteban miró fijamente las manos entrelazadas de los dos. No dijo nada, solo se quedó allí, inmóvil. Nadie sabía lo que estaba pensando.
“No volveré a casa si no puedo vivir mi propia vida”, dijo Diego, su voz clara en el aire silencioso.
Don Esteban permaneció en silencio por un largo momento. Finalmente, se dio la vuelta, subió al coche sin decir una palabra más. El coche se alejó, dejando a Diego y Camila solos en la polvorienta calle.
Camila miró a Diego, sus ojos llenos de complejidad. “Le dijiste toda la verdad.”
Diego asintió. “Y no me arrepiento. No podía seguir viviendo en una mentira.” Le apretó la mano con fuerza.
“¿Y ahora qué hacemos?”, preguntó Camila, su voz cargada de preocupación.
Diego miró a su alrededor, a las calles ruidosas, a los trabajadores esforzados, a la azotea donde habían compartido largas noches. Se volvió hacia Camila, esbozando una sonrisa sincera, la más genuina que había tenido. “Construiremos nuestras vidas juntos, Camila. Una vida real, donde podamos ser nosotros mismos.”
Camila lo miró, y luego sonrió suavemente. Era una sonrisa rara, pero brillaba como el amanecer. Quizás, para ellos, este era el verdadero comienzo de una nueva vida, una vida sin mansiones lujosas, sin fiestas falsas, pero llena de amor, libertad y autenticidad.
Y desde entonces, la historia de Diego y Camila dejó de ser un secreto. Él ya no ocultó su nueva vida. Pasó tiempo con Camila, haciendo trabajos que nunca imaginó que haría. Aprendió a vivir de forma sencilla, a valorar las cosas que realmente importaban. Él y Camila superaron muchas dificultades, desde las miradas de juicio hasta los desafíos materiales. Demostraron que el amor puede florecer y crecer fuerte incluso en las condiciones más duras, cuando dos almas afines se encuentran, a pesar de todas las barreras sociales y las diferencias de estatus.
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