La Sombra de los Mendizábal

En las polvorientas y calurosas calles de Sevilla, durante los últimos días de la primavera de 1897, el aire olía a azahar podrido y a cera derretida. Las campanas de la iglesia de San Lorenzo tañían pesadamente, un sonido metálico que rebotaba contra las paredes encaladas, anunciando a la ciudad que doña Paloma Mendizábal había dejado este mundo.

Todo el pueblo hablaba de la tragedia. La joven de veinticuatro años, de porte distinguido y reputación intachable ante los ojos de la sociedad, había sufrido terribles convulsiones durante la noche para expirar finalmente con el primer rayo de sol. Los vecinos, con sus ropas de luto y sus rosarios en mano, desgastaban el umbral de la puerta de la familia Mendizábal para ofrecer sus condolencias. Murmuraban sobre la desgracia, sobre lo injusta que es la muerte cuando se lleva a los jóvenes, y sobre el dolor inenarrable de una madre.

Pero nadie, absolutamente nadie, notó la fría y aterradora paz que habitaba en los ojos de Josaira Mendizábal.

Josaira permanecía sentada en el sillón de terciopelo gastado de la sala principal, recibiendo los pésames con un leve asentimiento de cabeza. Frente a ella, sobre una mesa cubierta con un tupido tul negro, descansaba la única fotografía existente de Paloma. Había sido tomada cuando la chica tenía dieciséis años. En la imagen, Paloma lucía un elegante vestido negro y mantenía una postura orgullosa, casi real. Pero era la mirada lo que siempre helaba la sangre de Josaira: incluso a través del sepia de la fotografía, se percibía ese brillo calculador, esa inteligencia depredadora que su hija nunca se molestó en disimular ante ella.

Cada vez que Josaira miraba esa imagen, sentía un nudo de hierro en el estómago. Lo que el pueblo lloraba era la pérdida de una hija; lo que Josaira veía en ese retrato era a un extraño, a un monstruo que había llevado su apellido.


La historia de aquella oscuridad había comenzado mucho antes, en 1880, en uno de los barrios periféricos de la capital andaluza. Allí nació Paloma, la primogénita de Josaira y Diego Mendizábal. Diego era un tejedor respetado, un hombre de manos ásperas y corazón blando. Josaira, por su parte, era una mujer de silencios prolongados, leal hasta la médula y poseedora de una intuición que a menudo le pesaba como una maldición.

Dos años después de Paloma, nació Renata. Luego llegó Valentín. La casa se llenó de ruido, de vida y de caos, pero hubo una pieza que nunca encajó en el rompecabezas familiar: Paloma.

Desde pequeña, los extraños la elogiaban. “Qué niña tan madura”, decían. “Es tan inteligente para su edad”. Pero Josaira veía lo que nadie más notaba: la ira gélida que se escondía detrás de las pestañas de su hija mayor cada vez que alguien dirigía una caricia a Renata.

El rechazo no fue gradual; fue instintivo, visceral, presente desde la cuna. Josaira recordaba con dolorosa claridad los días posteriores al nacimiento de Renata. Paloma, con apenas dos años, se negaba a acercarse al bebé. —No la quiero —decía con una frialdad impropia de una infante, articulando las palabras con una precisión que asustaba.

Cuando Josaira amamantaba a la recién nacida, Paloma arrojaba sus juguetes contra la pared. Gritaba hasta quedarse sin voz, se golpeaba la cabeza contra el suelo de baldosas frías, aullando: “¡Mírame a mí! ¡Yo primero!”. Diego, con su infinita paciencia, intentaba consolarla, diciéndole que ella siempre sería su princesa mayor, que nadie le quitaría su lugar. Pero las palabras de consuelo rebotaban contra una muralla invisible. Paloma no veía amor compartido; veía un robo. Veía una usurpación.

A medida que las niñas crecieron, la rivalidad infantil mutó en algo mucho más siniestro, similar a un veneno de acción lenta.

Cuando Renata aprendió a caminar, Paloma colocaba obstáculos sutiles en su camino, sonriendo levemente cuando la pequeña caía. Cuando Renata comenzó a hablar, Paloma aprovechaba la oscuridad de la noche para susurrarle al oído: “Mamá y papá desearían que nunca hubieras nacido. Yo soy suficiente para ellos”. La pequeña Renata lloraba en silencio bajo las sábanas, incapaz de comprender por qué su hermana mayor, su referente, la odiaba con tal virulencia.

El primer acto de violencia innegable ocurrió a los siete años. Renata había recibido un vestido nuevo para la fiesta del pueblo, una confección de azul celeste con encajes blancos que Josaira había cosido durante semanas, dejando sus ojos en cada puntada. Paloma observó en silencio, desde el quicio de la puerta, cómo su madre vestía a Renata y cómo el padre la hacía girar, llamándola “cielo de verano”.

A la mañana siguiente, el vestido apareció destrozado. No estaba simplemente roto; estaba ejecutado. Cortado en pedazos simétricos, manchado con tinta negra de manera irreparable. —Fue el gato —dijo Paloma sin parpadear, mientras desayunaba pan con aceite. La familia Mendizábal no tenía gato.

Dos años más tarde, cuando Renata ganó un concurso de recitación y la maestra elogió su talento frente a Paloma, la “accidental” caída por las escaleras dejó a Renata con un brazo fracturado. —Estaba corriendo y tropezó con sus propios pies —explicó Paloma a los adultos, con una voz impregnada de falsa preocupación. Pero Josaira escuchó el susurro de Renata entre los sollozos del dolor: Ella me empujó.

Aquella noche, Josaira enfrentó a Paloma. La acorraló en la cocina, bajo la luz temblorosa de un candil. —¿Por qué haces esto? ¿Por qué lastimas a tu propia sangre? Los ojos de Paloma, oscuros y profundos como pozos sin fondo, se endurecieron. La máscara de niña buena cayó por primera vez. —Porque ella lo tiene todo —escupió Paloma con desprecio—. Es bonita, es talentosa, todos la adoran. Y yo… yo soy la que cuida, la invisible. Nadie me ve cuando ella respira el mismo aire. —Eso no es cierto, hija. Te amamos igual —suplicó Josaira. —¡Mentira! —gritó Paloma, haciendo temblar los cimientos de la fe de su madre—. Cuando ella nació, dejasteis de mirarme. Pues bien, madre, si debo ser fuerte, lo seré. Y nadie se interpondrá en mi camino.


El tiempo pasó, y con él, la belleza de Renata floreció hasta convertirse en legendaria en el barrio. En 1896, al cumplir catorce años, los pretendientes comenzaron a rondar la casa de los Mendizábal. Felipe Durán, el hijo del notario, le prometía matrimonio bajo su ventana. Paloma, con diecisiete años, observaba desde las sombras de su propia habitación, una solterona prematura en su propia mente. Nadie le escribía poemas. Nadie le llevaba flores. Su corazón se había calcificado hasta convertirse en un bloque de hielo negro.

Josaira, siempre vigilante, encontró un diario escondido bajo el colchón de Paloma. Con manos temblorosas, leyó páginas que no eran confesiones de adolescente, sino manifiestos de guerra. Había cálculos de herencias. Había dibujos de Renata enferma, pálida, muerta. Paloma no solo odiaba; estaba planificando.

El invierno de 1896 trajo la primera señal de alarma física. Diego enfermó. Lo que comenzó como una tos se convirtió en una debilidad extrema que el doctor Bartolomé García no lograba explicar. Josaira velaba a su esposo día y noche, mientras Paloma, encarnando a la hija perfecta, traía constantemente sopas y medicinas. —Qué chica tan compasiva —decían los vecinos.

Una noche, impulsada por un instinto animal, Josaira bajó a la cocina. Vio el plato de sopa que Paloma había preparado para su padre. Lo probó. Un sabor amargo, metálico, le quemó la lengua. Corrió al jardín y vomitó entre los rosales. Al día siguiente, Josaira vació las medicinas que administraba Paloma y las reemplazó con agua limpia y caldos hechos por ella misma. Tres días después, Diego comenzó a mejorar.

Pero el alivio duró poco. Apenas Diego se puso en pie, Renata cayó en cama.

Los síntomas eran idénticos: mareos, náuseas, sudores fríos. Y allí estaba Paloma de nuevo, solícita, acercándose con tés de hierbas y paños húmedos. —¿Por qué me odia tanto, mamá? —sollozaba Renata, consumida por la fiebre—. Yo siempre quise que me quisiera. Le daba mis muñecas, mis dulces… ¿Qué hice mal? Josaira abrazó a su hija, sintiendo los huesos frágiles bajo la piel ardiendo. —Nada, mi amor. A veces el corazón de las personas se enferma de formas que no tienen cura.

Josaira entendió entonces que no se enfrentaba a una rabieta, sino a un exterminio. Esa noche, montó guardia en la habitación de Renata. Cuando Paloma entró con una taza de té humeante, Josaira le bloqueó el paso. —Bébelo tú primero, hija mía —dijo con voz de acero.

Paloma se detuvo. Miró la taza, luego a su madre. No hubo negación. No hubo teatro. Dejó caer la taza al suelo, donde la porcelana estalló y el líquido siseó sobre la madera. —Estáis bloqueando mi camino —dijo Paloma, con una calma que aterrorizaba más que cualquier grito—. Renata es hermosa, papá le dará una dote. ¿Y yo qué seré? ¿La cuidadora? ¿La vieja tía soltera? Si ella no estuviera, si ninguno estuviera, todo sería mío. La casa, el dinero, la atención. Por fin sería suficiente.

—¿Estás intentando matarnos? —preguntó Josaira, sintiendo que el mundo se desmoronaba. —Solo estoy tomando lo que me corresponde —respondió Paloma, y salió de la habitación con la dignidad de una reina ofendida.


Comenzó entonces la guerra silenciosa. Una partida de ajedrez mortal entre madre e hija bajo el mismo techo. Josaira vigilaba la cocina, probaba cada plato, apenas dormía. Pero Paloma era astuta. A principios de 1897, cambió de táctica. El objetivo ya no era Renata, ni Diego. El obstáculo principal era la guardiana.

Josaira comenzó a sentir lagunas mentales. Sus manos temblaban. A veces se quedaba mirando al vacío, olvidando dónde estaba. Paloma había empezado a envenenar su café matutino. Diego, preocupado, le preguntaba qué le ocurría, pero Josaira callaba. ¿Quién le creería? Decir en voz alta “mi hija nos está matando” sonaba a locura. Paloma ya se había encargado de sembrar dudas sobre la cordura de su madre entre los vecinos.

La noche final llegó a finales de mayo.

Josaira despertó sobresaltada, con la garganta seca y el corazón desbocado. Una sombra se cernía sobre su cama. Era Paloma, sosteniendo una almohada con ambas manos. La luz de la luna iluminaba su rostro, sereno y decidido.

—Solo hago esto para terminar tu sufrimiento, madre —susurró Paloma, inclinándose—. Ya te ves enferma, infeliz. Nadie sospechará nada. Dirán que tu corazón simplemente se detuvo.

En ese instante de claridad absoluta, Josaira vio el futuro. Vio su propio cadáver, luego el de Renata, luego el de Diego y Valentín. Vio a Paloma vestida de negro, llorando lágrimas falsas en cada funeral, heredando la casa, el dinero y la vida que creía merecer. Nadie detendría a la asesina silenciosa porque nadie más conocía el monstruo bajo la piel.

El instinto de supervivencia, no el propio, sino el de la manada, rugió dentro de Josaira.

Con una fuerza que no sabía que conservaba, Josaira pateó a Paloma en el estómago, haciéndola retroceder. Se levantó tambaleándose, mareada por el veneno que ya corría por sus venas, y empujó a su hija contra el tocador. Hubo un forcejeo, un baile macabro de sombras y jadeos.

Josaira arrastró a su hija hacia la mesa de noche, donde reposaba un frasco que Paloma había dejado descuidada días atrás, una mezcla concentrada de digital y arsénico que Josaira había confiscado y escondido “por si acaso”.

—¡Vas a beber esto! —jadeó Josaira, con las manos aferradas al cuello de su hija. Paloma rió, una risa gorgoteante y siniestra. —No puedes matarme, madre. Eres demasiado buena. Las mujeres como tú rezan, no matan.

Esa frase selló su destino. Josaira no era una santa; era una madre acorralada. Forzó la mandíbula de Paloma, ignorando los arañazos que le desgarraban los brazos, y vertió el contenido del frasco en la garganta de su hija. Le tapó la boca y la nariz, obligándola a tragar.

Paloma se retorció. Sus ojos se abrieron desmesuradamente, llenos de incredulidad. Intentó respirar, intentó luchar, pero los brazos de Josaira eran cepos de hierro forjados en años de miedo y dolor contenido. Diez minutos eternos pasaron. Diez minutos donde el amor maternal se transformó en la ejecución necesaria.

Finalmente, el cuerpo de Paloma se relajó. Cayó inmóvil al suelo, como una muñeca rota.

Josaira se desplomó junto a ella, bañada en sudor y lágrimas, acariciando el cabello de la hija que nunca pudo salvar de sí misma. Había cometido el pecado supremo, pero había salvado a su familia.


Cuando amaneció, Josaira limpió la escena. Escondió el frasco. Arregló la cama. Cuando llegó el doctor García, dictaminó lo que parecía obvio: convulsiones repentinas, tal vez un fallo cardíaco congénito. —Pobre chica —dijo el médico—. Nadie podía haberlo previsto.

Nadie hizo preguntas. La iglesia ofreció un funeral solemne. El pueblo lloró la pérdida de una flor tan joven.

Ahora, sentada en la sala, mientras el último vecino salía cerrando la puerta con suavidad, Josaira se quedó sola con la fotografía. El silencio de la casa ya no era amenazante; era un silencio real, limpio. Renata dormía segura en su habitación. Diego trabajaba en el taller, vivo.

Josaira se levantó y tomó la fotografía de Paloma. La miró una última vez, sosteniendo la mirada de aquel depredador de papel. —Descansa, hija mía —susurró al vacío—. Tu guerra ha terminado. Y la mía también.

Encendió un fósforo y acercó la llama a la esquina de la fotografía. Observó cómo el fuego consumía el vestido negro, la postura orgullosa y, finalmente, ese brillo cruel en los ojos, hasta que no quedó nada más que ceniza sobre la mesa de tul.

La justicia, pensó Josaira mientras abría las ventanas para dejar entrar el aire de la tarde, a veces no se encuentra en los tribunales de los hombres, sino en el terrible abismo que una madre debe cruzar para proteger a los que ama. El secreto moriría con ella, enterrado bajo el peso de la culpa y la inmensa, dolorosa tranquilidad de saber que el monstruo ya no estaba.