Prólogo: La sentencia

“La casa es para tu hermana. Tú nunca fuiste más que las sombras de estas paredes.”

Mi madre no me miró cuando lo dijo. Tenía los ojos clavados en el retrato enmarcado de Leticia, mi hermana mayor, colgado justo encima de la cama. Ese retrato siempre estuvo ahí, como un altar, como si mi madre necesitara verla todos los días para recordarse que había hecho algo perfecto en su vida.

Yo estaba sentada en una silla junto a la ventana, con la charola del desayuno tibio en las piernas. Ni siquiera me sorprendí al escuchar su sentencia. Llevaba veinte años preparándome para ese momento, aunque no sabía que sería tan dolorosamente literal.


Capítulo 1: Nacer en la sombra

Mi nombre es Elena Morales. Nací morena, con el pelo negro, rebelde, y los ojos oscuros como la tierra después de la lluvia.
Leticia, en cambio, era la postal que mi madre presumía: piel clara, ojos verdes y cabello liso color miel. Desde pequeñas, la comparación fue nuestro pan de cada día.

—Con Leticia, Dios se lució —decía mamá, alisándole el cabello con dedos delicados—. Contigo… pues ya no le alcanzó la luz.

No lo decía una vez: lo repetía como una oración. Me lo decía mientras me restregaba los brazos con estropajo y limón “para aclararte”. Me lo decía cuando yo le preguntaba por qué no podía ir a la fiesta del pueblo. Me lo decía cuando lloraba porque nadie me había sacado a bailar.

Con los años, entendí que en su mente yo no existía como hija, sino como un recurso. “Alguien tiene que quedarse. Alguien tiene que cuidar la casa. Alguien tiene que cuidarme a mí.” Y ese alguien, claro, era yo.


Capítulo 2: Leticia, el sol ausente

Leticia se fue a la capital a los dieciocho. Se llevó consigo el orgullo de mi madre, la bendición familiar y los ahorros que yo jamás supe que existían.
Desde allá mandaba dinero dos veces al año y llamaba por teléfono en su cumpleaños. Yo le pasaba el teléfono a mamá, y ellas se reían, se decían “mi reina”, “mi tesoro”. Cuando colgaban, el silencio volvía como una losa.

Mientras tanto, yo aprendí a cocinar sin sal para su presión, a cambiar sábanas manchadas, a frotar pisos hasta que brillaran. Aprendí a callar.


Capítulo 3: El regreso de la reina

Cuando a mamá le diagnosticaron seis meses de vida, Leticia volvió. Llegó con maletas caras y perfume de tienda departamental. Se sentaba junto a mamá, le acariciaba la mano y hablaba de restaurantes, viajes y fiestas. No tocó una escoba ni un plato.

Yo seguía lavando, cocinando, cambiando pañales de adulto. Cada tanto, Leticia me lanzaba una mirada de lástima. No de gratitud, de lástima. Como si yo fuera un animal callejero que se le cruzó en la acera.


Capítulo 4: La herida final

Una tarde, mientras el sol caía por la ventana, mamá pronunció la frase.

—La casa es para tu hermana. Tú nunca fuiste más que las sombras de estas paredes.

No era una metáfora. Era su última voluntad. Leticia asintió con una seriedad hipócrita, y yo pude ver en sus ojos el brillo de la victoria.

En ese momento, algo en mí se apagó. No fue tristeza. Fue el nacimiento de una rabia fría, precisa, que me acompañaría hasta el final.


Capítulo 5: El funeral y el silencio

Mamá murió dos semanas después. Leticia lloró a gritos durante el funeral, acaparando todas las miradas. Yo no lloré. Enterré a mi verduga con la misma frialdad con la que me trató toda su vida.


Capítulo 6: La lectura del testamento

Una semana después, nos reunimos en el comedor. El retrato de mamá nos miraba desde la pared. El abogado leyó con voz monótona:

“… lego la totalidad de mi propiedad, la casa ubicada en la Calle de los Lirios número 42, a mi hija, Leticia Morales, como única y universal heredera.”

Leticia me miró con falsa compasión.

—Lo siento, Elena. Sabes que no quería… pero es la voluntad de mamá. Te daré un par de semanas para que encuentres un lugar donde vivir.

Por primera vez en mi vida, mi voz no tembló.

—No te preocupes por mí, Leticia. Preocúpate por ti.


Capítulo 7: La sombra se levanta

Saqué de mi bolso una carpeta vieja. Eran papeles con sellos, firmas y fechas.

—Mamá hipotecó esta casa hace diez años para pagar un tratamiento privado. Nunca te lo dijo. Durante este tiempo, apenas cubría los intereses con el dinero que tú mandabas.
Yo, con lo que ganaba limpiando casas y vendiendo bordados, ahorré lo suficiente para comprar la deuda antes de que el banco la rematara. Ahora, la deuda es mía.

Puse el contrato sobre la mesa. A mi nombre.

—La casa es tuya en papel, hermana. Pero todo su valor me lo debes a mí.


Capítulo 8: El miedo en sus ojos

Por primera vez en su vida, vi miedo en Leticia. Miedo de mí. De la sombra que siempre creyó que podía aplastar.

Me levanté, fui hacia la puerta y antes de salir, le dejé mi última sentencia:

—Querías la casa de mamá. Te la puedes quedar. Tienes un mes para pagarme cada centavo… o para aprender a vivir en la calle, como la reina que eres.


Capítulo 9: El mes de la reina

Durante ese mes, Leticia intentó vender muebles, joyas, y hasta pedir préstamos. Descubrió que su vida de lujo en la capital estaba sostenida por deudas y favores. Sus “amigos” la dejaron de contestar.
Cada semana, el abogado me confirmaba que no había logrado reunir ni la mitad.


Capítulo 10: El desenlace

El día del vencimiento, Leticia llegó con una maleta y los ojos hinchados. Me entregó las llaves sin decir palabra. Yo firmé el documento de embargo con una calma que nunca tuve en su presencia.

Me quedé en la casa. La pinté, la reparé. Y colgué un solo retrato en la sala: una foto mía, sonriendo en el patio.


Epílogo

La gente del pueblo empezó a decir que, al final, la sombra había cubierto al sol.
Yo no lo veo así.
Simplemente aprendí que una sombra puede tragarse la luz… cuando la luz siempre la trató como si no existiera.