La Luz después de la Marea

La brisa del Golfo de México entraba por las ventanas rotas de la casa en el barrio San Román, trayendo consigo el olor salado del mar y el murmullo constante de las olas que chocaban contra el malecón. Era una de esas noches húmedas de julio en Campeche, donde el calor no daba tregua ni siquiera después de la medianoche.

En esa casa de paredes descascaradas y techo de lámina oxidada, Mónica despertó sintiendo algo extraño en su vientre. Tenía 23 años y había sido ciega de nacimiento. El mundo para ella era un paisaje de sonidos, olores y texturas. Conocía cada grieta del piso de cemento pulido de memoria, cada esquina donde terminaba una pared y comenzaba otra. Vivía con su hermano menor, Rafael, de 21 años, desde que sus padres murieron en un accidente de lancha tres años atrás. Él se había convertido en sus ojos, su protector, su única familia.

Mónica se incorporó lentamente en su cama, palpando su abdomen con dedos temblorosos. Las náuseas que había sentido durante las últimas semanas ahora tenían sentido. El miedo se apoderó de ella como una ola fría. Recordó aquellas noches confusas cuando sentía el peso de alguien sobre ella, una presencia que olía familiar, pero que la llenaba de un terror inexplicable. Siempre había pensado que eran pesadillas, efectos secundarios de los medicamentos que Rafael le daba para dormir mejor. Pero ahora, con sus manos sobre su vientre hinchado, la horrible verdad comenzaba a tomar forma en su mente.

Rafael trabajaba como mecánico en un taller cerca del centro histórico. Era un hombre de complexión robusta, con ojos oscuros que nunca sostenían la mirada de nadie por mucho tiempo. Los vecinos del barrio lo consideraban un buen hijo, alguien que se sacrificaba por su hermana discapacitada. Nadie sabía lo que ocurría detrás de las paredes de aquella casa deteriorada, donde la pintura verde agua se desprendía en tiras largas como piel quemada.

Esa mañana, cuando Rafael regresó del trabajo, Mónica estaba sentada en la mesa de la cocina. Sus manos descansaban sobre la madera desgastada y su rostro, normalmente sereno, mostraba una tensión que él reconoció inmediatamente.

—¿Qué te pasa? —preguntó él dejando su mochila en el piso con un golpe seco.

—Estoy embarazada —susurró ella, y las palabras salieron como un lamento.

El silencio que siguió fue aplastante. Rafael se acercó lentamente, sus botas de trabajo dejando huellas de aceite en el piso. Se sentó frente a ella y Mónica pudo escuchar su respiración acelerada, el crujido de la silla bajo su peso.

—¿Cómo puede ser eso? —preguntó él con una voz que intentaba sonar sorprendida, pero que temblaba de culpabilidad.

—Tú sabes cómo —respondió Mónica, y su voz se quebró—. He estado teniendo recuerdos, sensaciones, tu olor, Rafael… tu voz susurrando cosas que no entendía. Pensé que eran sueños, pero no lo eran, ¿verdad?

Rafael se levantó bruscamente, haciendo que la silla cayera hacia atrás con estruendo. Mónica dio un respingo, sus manos buscando apoyo en la mesa.

—Estás confundida —dijo él—. Los medicamentos te hacen imaginar cosas.

—No estoy confundida —replicó ella con firmeza, y lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas—. Sé que fuiste tú. Siempre fuiste tú.

La confesión quedó suspendida en el aire húmedo de la cocina. Rafael se pasó las manos por el cabello, sudoroso y desesperado. Durante meses había justificado sus acciones con pensamientos retorcidos: que ella no se enteraría, que era su manera de mantenerla cerca, que nadie más la querría como él. Pero ahora, enfrentado a la realidad del embarazo, todo su mundo se derrumbaba.

—Nadie puede enterarse —dijo finalmente, su voz ahora fría y calculadora—. ¿Me escuchas? Nadie.

—¿Y qué voy a hacer? —sollozó Mónica—. No puedo tener este bebé. No así, no de esta manera.

—Vamos a resolverlo —dijo Rafael, aunque ni él mismo sabía qué significaba eso.

Los días siguientes fueron una tortura silenciosa. Rafael iba a trabajar como si nada hubiera cambiado, pero su mente era un torbellino de pánico. Mónica permanecía en la casa, aislada del mundo, tocando su vientre con una mezcla de horror y una extraña conexión maternal que no podía evitar. El bebé dentro de ella era inocente, pero su existencia era el producto de algo monstruoso.

Una tarde, la vecina de al lado, doña Carmela, tocó a la puerta. Era una de las pocas personas que visitaban ocasionalmente a Mónica.

—Mija, ¿estás bien? —preguntó al ver el rostro demacrado de la joven—. Te ves más delgada… bueno, excepto por aquí —señaló hacia el vientre de Mónica.

Mónica se tensó. —Estoy bien, doña Carmela, solo un poco cansada.

—¿Estás embarazada? —preguntó la mujer sin rodeos—. Si necesitas ayuda, puedo llevarte con una partera.

—No, estoy bien —mintió Mónica.

Doña Carmela entrecerró los ojos. Algo no estaba bien. Cuando Rafael llegó esa noche y se enteró, explotó en furia.

—¡Te dije que no hablaras con nadie! —gritó, golpeando la pared—. Vamos a decir que fue un novio que te dejó. Yo te he estado cuidando como buen hermano.

Mónica no estaba convencida. La culpa y el asco crecían cada día. Una noche, mientras Rafael dormía, Mónica se levantó sigilosamente y salió de la casa. Sus pies descalzos conocían el camino hasta el malecón. Podía escuchar el sonido de las olas llamándola. “Sería tan fácil”, pensó al sentarse en el muro. Solo un impulso y todo terminaría.

Pero entonces sintió una patada suave en su vientre. El bebé se movió por primera vez y Mónica rompió a llorar. No podía hacerlo.

—No es tu culpa —susurró al viento.

—¿Mónica? ¿Eres tú?

Era el padre Ignacio, el sacerdote de la parroquia de San Francisco. Había estado caminando a casa y vio la figura solitaria. Mónica, incapaz de contenerse más, se derrumbó.

—Padre, estoy embarazada… y el padre es alguien que no debería serlo. Me drogaban. Cuando desperté, ya estaba hecho.

El padre Ignacio sintió náuseas al comprender la implicación. —¿Fue tu hermano?

El silencio de Mónica fue la respuesta. —Tienes que denunciarlo —dijo el sacerdote con firmeza—. No estarás sola. La Iglesia te ayudará.

En ese momento, Rafael apareció corriendo, fingiendo preocupación, pero el padre Ignacio se interpuso. —Creo que ya hemos hablado suficiente por esta noche, Rafael.

La mirada de odio que Rafael le lanzó al sacerdote fue fugaz pero letal. Arrastró a Mónica de vuelta a casa, pero sabía que el juego había terminado. El sacerdote sabía la verdad.

Aquella noche, Rafael no durmió. Sabía que al amanecer el padre Ignacio iría a la policía. Mientras Mónica dormía exhausta en su habitación, Rafael empacó una mochila. Entró sigilosamente al cuarto de su hermana. Se paró junto a la cama con una almohada en las manos. “Si ella no está, no hay testigo”, pensó. Sus manos temblaban. Levantó la almohada, pero al ver el rostro de Mónica, algo en su cobardía lo detuvo. No era piedad, era miedo. Miedo a convertirse en asesino, miedo a no poder escapar a tiempo.

Bajó la almohada, escupió al suelo con desprecio y salió corriendo de la casa, dejando la puerta abierta a la noche. Corrió hasta la terminal y tomó el primer autobús hacia el sur, desapareciendo en la oscuridad.

Cuando Mónica despertó a la mañana siguiente, el silencio de la casa era distinto. No había tensión, solo vacío. El padre Ignacio llegó horas después con la policía. Rafael se había ido. Por primera vez en años, Mónica respiró aire puro.

Los meses siguientes fueron un torbellino de emociones y procedimientos legales. Mónica fue acogida en “La Esperanza”, un hogar para mujeres en situación de vulnerabilidad gestionado por la diócesis. Allí, la doctora Patricia Méndez, psicóloga, trabajó incansablemente con ella para sanar las heridas invisibles.

—El bebé no es él —le decía la doctora—. El bebé es tuyo, Mónica. Es una vida nueva.

En noviembre, Mónica dio a luz a una niña. Al escuchar su primer llanto, el miedo que Mónica había albergado se disipó. Sus dedos recorrieron el rostro minúsculo de la bebé.

—Luz —dijo con voz firme—. Se va a llamar Luz. Porque eso es lo que es para mí.

Con la ayuda de trabajadores sociales y programas de rehabilitación visual, Mónica aprendió a cuidar a Luz. Su ceguera, lejos de ser un impedimento, agudizó sus otros instintos maternales. Reconocía el llanto de hambre del de sueño, sabía si Luz tenía fiebre solo con rozar su frente. Aprendió masoterapia, aprovechando la sensibilidad de sus manos, y pronto comenzó a ganar su propio dinero.

Dos años después, la justicia finalmente alcanzó al pasado. Rafael fue capturado en Chiapas, donde trabajaba ilegalmente en una construcción. El juicio fue duro. Mónica tuvo que testificar, revivir el horror frente a un tribunal, pero esta vez no era la víctima temblorosa de la cocina. Era una madre, una sobreviviente.

Rafael fue sentenciado a 40 años de prisión. Cuando el martillo del juez golpeó la mesa, Mónica no sonrió, simplemente asintió. Se había cerrado un ciclo.

La vida continuó. Mónica conoció a Javier, un afinador de pianos que también era ciego. Su amor no fue un relámpago, sino una brasa lenta y cálida. Javier amó a Luz como si fuera su propia sangre, enseñándole música y bondad.

Años más tarde, cuando Luz cumplió 18 años y se preparaba para ir a la universidad, Mónica recibió una carta de la prisión. Rafael estaba muriendo de una enfermedad terminal y pedía verla una última vez.

Todos le aconsejaron que no fuera, pero Mónica necesitaba hacerlo. No por él, sino para comprobar que el monstruo de sus pesadillas ya no tenía poder.

Entró en la enfermería de la prisión del brazo de Javier. El olor a antiséptico y enfermedad llenaba el aire. Rafael estaba esquelético, irreconocible.

—Mónica —graznó él—. Perdóname.

Mónica escuchó el sonido de los monitores médicos. Apretó la mano de Javier y luego soltó una respiración profunda.

—El perdón es un regalo, Rafael, y tú me robaste demasiado para merecer regalos —dijo con voz serena—. Pero ya no te odio. Porque odiarte sería mantenerte vivo en mi mente. Y mi mente, mi vida y mi corazón, están llenos de cosas buenas. Tengo a Luz, tengo a Javier, tengo paz. Tú no tienes nada.

Se dio la vuelta y el sonido de sus pasos firmes resonó en el pasillo, alejándose para siempre de la oscuridad de aquella celda.

Al salir de la prisión, el sol de Campeche le golpeó el rostro. Olía a mar, a sal y a libertad. Luz las esperaba en el auto, con la música encendida. Mónica sonrió, sintiendo la brisa cálida. La marea había bajado hacía mucho tiempo; ahora, solo quedaba la calma.