En la inmensidad de la Chapada Diamantina, Brasil, la geografía misma parece conspirar para guardar secretos. En 1912, aquel era un mundo aparte, un océano de piedra y selva cerrado donde las leyes de la República se desvanecían ante la inmensidad del sertão. Fue allí, en un valle olvidado conocido como el “Buraco do Montes”, donde la fe se torció hasta convertirse en una pesadilla que redefinió los límites de la crueldad humana.

La historia comenzó con el aislamiento. Joaquim Montes, un inmigrante portugués huyendo de su propio pasado, crio a sus dos hijas, Eufrásia y Custódia, lejos de la civilización. Sin iglesia, sin escuela y sin más contacto que la voz de su padre recitando el Antiguo Testamento, las niñas crecieron en una realidad distorsionada. Cuando Joaquim murió en 1911, aplastado por un derrumbe en la mina que él mismo excavaba, no dejó dinero, sino una semilla de locura. Mientras intentaban desenterrarlo con sus propias manos, Eufrásia, la mayor, creyó recibir una revelación: ellas eran las elegidas para purificar la raza, para crear una estirpe sagrada nacida de la piedra y la sangre.

A partir de 1912, el silencio de la sierra comenzó a tragarse a los hombres. No a cualquiera, sino a hombres jóvenes y fuertes; garimpeiros y troperos que transitaban las rutas solitarias. La trampa era simple y efectiva: las hermanas Montes producían una cachaça potente y ofrecían hospitalidad en su recóndita propiedad. Los viajeros, agotados y sedientos, aceptaban el trago, sin saber que sería su último contacto con el mundo exterior.

En la ciudad de Lençóis, el subdelegado Tertuliano Barreto, un veterano de la brutal Guerra de Canudos, comenzó a notar un patrón perturbador. Al marcar en un mapa los lugares donde se había visto por última vez a los desaparecidos, los alfileres formaban un círculo perfecto alrededor del valle de las Montes. Tertuliano, un hombre que no creía en las coincidencias, decidió visitar la propiedad.

Lo que encontró fue inquietante, aunque no definitivo. Eufrásia lo recibió con una frialdad calculadora, recitando versículos bíblicos con una autoridad antinatural, mientras Custódia lo observaba con la mirada depredadora de un animal salvaje. Pero lo que más alarmó a Tertuliano fue el olor. Un hedor dulce y pútrido que emanaba de las puertas cerradas de la mina, un olor que Eufrásia justificó como animales muertos por las onzas. Sin una orden judicial, el subdelegado tuvo que retirarse, pero la certeza del mal se le incrustó en la mente.

La verdad estalló en agosto de 1914, y llegó arrastrándose.

Damião Oliveira Santos, un garimpeiro que había desaparecido meses atrás, apareció a las puertas de la Santa Casa de Misericórdia en Lençóis. Parecía un espectro: esquelético, con marcas profundas de cadenas en muñecas y tobillos, y la piel podrida por la infección. Antes de morir tres días después, Damião susurró el horror que habitaba bajo la tierra.

Relató cómo fue drogado y despertó en la oscuridad absoluta de los túneles. Describió cómo las hermanas mantenían a los hombres encadenados a la roca viva, alimentándolos lo justo para sobrevivir pero no para luchar. Habló de los “elegidos”, hombres forzados a procrear con las hermanas bajo la justificación de una profecía divina. Pero lo más atroz fue la descripción del “criadero”: cámaras subterráneas donde vivían niños pálidos y deformes que jamás habían visto la luz del sol, criaturas que se arrastraban y gruñían, frutos de aquel experimento demencial de “purificación”.

Con el testimonio de Damião y su muerte como catalizador, la burocracia finalmente se movió. En septiembre de 1914, una expedición armada liderada por Tertuliano Barreto partió hacia el valle bajo una tormenta torrencial, como si la naturaleza misma llorara por lo que iban a encontrar.

Cuando la fuerza policial irrumpió en la propiedad, no hubo tiroteo. Encontraron la casa en un silencio sepulcral. Eufrásia y Custódia estaban sentadas en la sala principal, vestidas con sus mejores ropas, con la Biblia abierta sobre la mesa. No opusieron resistencia; en sus mentes, ya no respondían a la ley de los hombres, sino a un juicio superior. Eufrásia miró al subdelegado y, con una calma escalofriante, dijo: “La obra está hecha. La semilla está plantada.”

Pero el verdadero horror aguardaba abajo.

Al romper los candados de los túneles, los policías y el médico tuvieron que cubrirse la nariz ante el hedor a muerte y excrementos. A la luz de los faroles, encontraron a siete hombres vivos, reducidos a sombras humanas, encadenados a las paredes húmedas. Más adentro, en las cámaras más profundas, hallaron a los niños. Eran cuatro, con la piel traslúcida y ojos que no soportaban la luz de las linternas, acurrucados sobre harapos sucios. También encontraron los restos de aquellos que no sobrevivieron, apilados en un rincón como desechos mineros.

Entre las pertenencias de Eufrásia, hallaron el diario manuscrito que Damião había mencionado. En él, con una caligrafía impecable, la hermana mayor detallaba años de atrocidades mezcladas con delirios místicos, registrando cada nacimiento y cada muerte como pasos necesarios hacia la “salvación de la sierra”.

Las hermanas Montes fueron llevadas a Salvador, donde la prensa de la época las bautizó como “Las Hienas de la Chapada”. Nunca fueron juzgadas como criminales comunes; fueron declaradas dementes y encerradas en el asilo São João de Deus hasta el fin de sus días. Se dice que Custódia murió en silencio pocos años después, pero Eufrásia vivió décadas, predicando a las paredes de su celda sobre la profecía de las piedras.

Los túneles del Garimpo Montes fueron dinamitados por orden del gobierno, sellando para siempre aquel infierno subterráneo. Sin embargo, en las noches de viento, los habitantes de Mucugê y Lençóis juran que el aire trae un lamento extraño desde el valle, recordándoles que la línea entre la fe y la locura es tan frágil como la vida humana en la inmensidad del sertão.

Fin.