La Historia de Luis Alberto y su Madre Rosa María
Luis Alberto nunca olvidó la primera vez que sintió vergüenza de su vida. Era apenas un niño de ocho años, con los pies cansados de tanto caminar por las calles oscuras de San Juan de Lurigancho, cargando un costal lleno de botellas de plástico en la espalda. Su madre, Rosa María, empujaba un triciclo viejo que rechinaba con cada bache del camino. Esa noche habían tenido suerte: un restaurante había tirado varias cajas con botellas vacías y los costales ya estaban pesados.
Mientras caminaban de regreso, Luis vio a lo lejos a un grupo de compañeros de la escuela. Se estaban riendo y señalando. Uno de ellos gritó:
—¡Miren! ¡Ahí va el basurero!
Luis quiso desaparecer. Sintió que la tierra se lo tragaba y, con los ojos llenos de lágrimas, bajó la cabeza. Pero su mamá, que notó todo, se detuvo, puso su mano sobre su hombro y le dijo con esa voz firme que siempre lo sostenía:
—No te avergüences, hijo. Este trabajo es honrado. Con esto comemos. Con esto vas a estudiar. Algún día ellos se van a dar cuenta de que no importa de dónde vienes, sino hacia dónde vas.
Aquellas palabras se clavaron en su corazón como un juramento. Desde entonces, cada botella que recogía ya no era una humillación, sino un peldaño hacia un futuro que aún no podía imaginar.
La niñez entre basura y sueños
La vida en San Juan de Lurigancho no era fácil. Vivían en un cuarto alquilado de paredes húmedas, con techo de calamina. El agua se iba a menudo y el ruido de los delincuentes en la calle les recordaba que no había seguridad. A veces, la cena no era más que arroz con huevo frito y un poco de té de hierbabuena. Pero Rosa María siempre encontraba la manera de darle un valor especial a lo poco que tenían.
—Demos gracias, hijito, porque hay quienes no tienen ni esto —decía, mientras partía el huevo en dos para que alcanzara para los dos.
Luis creció viendo las manos de su madre llenas de cicatrices por abrir bolsas de basura, y sus hombros encorvados de tanto cargar. Muchas veces, al llegar a casa, él la esperaba con una batea de agua caliente y sal para que pudiera descansar los pies. Mientras ella se relajaba, él sacaba los libros viejos que encontraba en los costales de basura y se ponía a leer bajo la luz mortecina de un foco colgado.
De esos libros nació su obsesión: quería ser ingeniero. Un profesor le había dicho una vez:
—El que estudia ingeniería nunca se muere de hambre.
Y Luis pensó que si lograba convertirse en ingeniero, entonces podría sacar a su madre de esa vida. Podría darle ropa nueva, un techo digno y, sobre todo, descanso.
El camino hacia la universidad
Cuando terminó el colegio, Rosa María estaba preocupada. El dinero apenas alcanzaba para comer, mucho menos para pagar una academia. Pero Luis, terco como su madre, no se rindió. Reunió los libros que había recogido, estudió por su cuenta y se preparó para postular a la Universidad Nacional de Ingeniería.
El día del examen, apenas podía respirar. Miraba las hojas, los números, los problemas de física, y sentía que el mundo se le venía encima. Pero pensaba en su mamá, en cada noche que la vio empapada de sudor empujando el triciclo, y sacó fuerzas.
Cuando los resultados salieron, apenas alcanzó una vacante. Pero eso fue suficiente. Corrió a casa con el papel en la mano. Rosa María, al verlo, lo abrazó con tanta fuerza que casi lo deja sin aire. Lloró como nunca antes lo había hecho.
—¡Lo lograste, hijo! ¡Lo lograste! —repetía una y otra vez, como si quisiera convencerse de que era real.
Los años de sacrificio
La universidad no fue fácil. Luis tenía que estudiar largas horas, y mientras sus compañeros salían a fiestas, él se encerraba en la biblioteca. Muchas veces no tenía ni para el pasaje y caminaba largas cuadras con tal de no gastar. Su madre seguía trabajando en el reciclaje, pero ya era mayor y las fuerzas le flaqueaban.
Un día, cuando Luis regresó de clases, encontró a su mamá en cama, con fiebre y heridas en las manos. Ella trató de levantarse, pero él la detuvo.
—Ya basta, mamá. Déjame ayudarte.
Pero Rosa María negó con la cabeza.
—Si yo me detengo, tú no estudias. Y si tú no estudias, entonces todo esto no habrá valido la pena.
Luis se prometió que jamás le fallaría.
El día de la graduación
En 2014, después de años de desvelo, sacrificios y lágrimas, Luis por fin se graduó. La ceremonia fue en un auditorio grande. Cuando subió al escenario a recibir su título de ingeniero civil, buscó a su mamá entre el público. Ahí estaba ella, con un vestido sencillo que una vecina le había prestado, llorando como si estuviera viendo un milagro.
Luis levantó el título y pensó: Esto no es mío. Es suyo. Cada botella, cada cartón, cada noche sin dormir, cada lágrima derramada. Todo está aquí.
La nueva vida
Hoy, Luis Alberto trabaja en una constructora importante de Lima. Tiene un sueldo digno, suficiente para que su mamá ya no tenga que salir con el triciclo. Aunque, a veces, Rosa María insiste en dar una vuelta por el mercado, no por necesidad, sino porque extraña a las señoras con las que conversaba mientras trabajaba.
Luis no se ha casado aún. Dice que no ha encontrado a una mujer que sea tan fuerte y trabajadora como su madre. Sigue viviendo con ella, cuidándola como ella lo cuidó toda la vida.
Cada vez que ve una botella de plástico tirada en la calle, no piensa en basura. Piensa en esperanza. Piensa en el puente que lo llevó a donde está hoy.
Y cuando mira a su madre, siente que todo valió la pena. Porque, al final, la verdadera ingeniería que aprendió no fue en los libros, sino en el ejemplo de una mujer que, sin estudios ni lujos, construyó con amor y sacrificio el cimiento más firme de todos: su futuro.
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