LAS PÁGINAS QUE NOS QUEDAN

El cuaderno estaba sobre la mesa, abierto y en blanco. Sus tapas gastadas olían a tiempo, a recuerdos guardados entre hojas que nunca se escribieron. Ella lo acariciaba con cuidado, como si fuera un objeto sagrado, y por un momento, el mundo exterior desapareció.

—¿Sabes? —dijo con un suspiro—. Siempre soñé con escribir un libro, pero nunca tuve valor.

Él levantó la vista de sus gafas, y en sus ojos brillaba una mezcla de ternura y complicidad. Sonrió con calma:

—Pues lo escribiremos juntos.

No tenían títulos ni editoriales en mente, ni siquiera la certeza de que alguien más leería aquello. Solo sabían que cada vida merece ser contada. Así que comenzaron con recuerdos sueltos: la primera bicicleta de ella, que se caía siempre al girar la esquina; la primera serenata de él, que desafinaba sin saberlo pero que ella escuchó como un himno; los miedos de juventud, los viajes que se desvanecieron en fotografías, las pérdidas que habían aprendido a llevar con dignidad. Cada noche, después de la cena, se sentaban frente al cuaderno y dejaban que las palabras fluyeran como un río lento, constante, que arrastraba hojas de memoria y corazones abiertos.

Al principio fue torpe. Discutían por frases, tachaban páginas enteras, se reían de los errores, y a veces la frustración los hacía cerrar el cuaderno de golpe.

—¡Eso no se dice así! —exclamaba ella, señalando una oración que había escrito él.

—¡Pero así lo recuerdo! —respondía él, defendiendo su memoria.

Poco a poco, sin embargo, encontraron un ritmo. Ella escribía con la emoción del corazón, con la intuición de quien siente cada palabra antes de ponerla en papel. Él escribía con precisión, con la paciencia de quien reconstruye un recuerdo como si fuera un mapa detallado de su vida. Entre esas diferencias nació algo hermoso: un relato tejido a cuatro manos, donde cada página tenía el pulso de ambos, y cada capítulo, la armonía de sus voces.

Un día, mientras revisaban lo que habían escrito, una voluntaria de la residencia entró en la habitación. Ojeó el cuaderno con curiosidad y sus ojos se llenaron de lágrimas al leer un párrafo.

—¿Puedo leer algo en voz alta a los demás? —preguntó con voz temblorosa.

—Claro —respondieron al unísono, aunque con cierta timidez.

Esa tarde, frente a un pequeño grupo de vecinos, leyeron pasajes de sus vidas. Cuando terminaron, la sala estaba en silencio, y varias personas sostenían pañuelos con manos temblorosas. El peso de la emoción flotaba en el aire.

—¿Por qué no publican esto? —preguntó alguien, incrédulo.

Ellos se miraron y rieron suavemente.

—¿Quién querría leer la historia de dos viejos? —dijo él.

—Todos —respondió una joven, con convicción—. Porque lo que cuentan es la vida misma.

Impulsados por ese reconocimiento, llevaron el manuscrito a una imprenta local. Semanas después recibieron las primeras copias encuadernadas, con un título sencillo que eligieron entre risas y discusiones: “Las páginas que nos quedan”.

El día en que sostuvieron el primer ejemplar, ella lloró como una niña.

—Creí que ya no tenía nada nuevo que dar —susurró entre sollozos.

Él le acarició la mejilla con delicadeza.

—Y mira… acabamos de regalar un pedazo de eternidad.

A partir de allí, algo mágico comenzó a suceder. El libro empezó a circular más allá de su barrio. Profesores lo llevaron a escuelas, vecinos lo regalaron a sus hijos, bibliotecas locales pidieron ejemplares. La historia de dos personas comunes, que aprendieron a contar su vida juntas, se convirtió en un puente entre generaciones. Niños de diez años leían sus anécdotas y descubrían que los recuerdos de los abuelos también podían ser aventuras; adolescentes encontraban consuelo en que no todo se vive para el futuro, sino para los momentos que se guardan en el corazón; adultos sonreían, recordando sus propios sueños olvidados.

Una tarde, mientras revisaban cartas que les enviaban los lectores, ella lo miró con una mezcla de asombro y amor:

—Nunca pensé que nuestras vidas pudieran tocar a tanta gente.

Él tomó su mano y la sostuvo fuerte:

—Porque nuestras vidas no fueron extraordinarias. Fueron reales. Y lo real siempre tiene eco en los demás.

Cada noche, regresaban al cuaderno original, el primero que usaron, de tapas gastadas y páginas amarillentas. Allí escribieron juntos la última frase de aquel proyecto que había comenzado como un juego y terminó convirtiéndose en legado:

“Hoy descubrimos que nunca es tarde para escribir. Que cada arruga es un capítulo y cada mirada, una página. Y que el amor, cuando se cuenta, se convierte en herencia.”

Con el tiempo, la residencia comenzó a organizar talleres de escritura inspirados en su historia. Otros ancianos encontraron valor para contar sus vidas; voluntarios jóvenes aprendieron que escuchar y acompañar puede ser tan poderoso como cualquier lección de gramática o estilo literario. La comunidad entera se transformó poco a poco: las palabras comenzaron a fluir, los silencios se llenaron de memoria y las historias, antes guardadas, encontraron un hogar.

El cuaderno original, aquel que empezó en una mesa silenciosa, terminó expuesto en una vitrina de la residencia. No había oro ni joyas, solo tinta, hojas gastadas y la huella de dos vidas que decidieron que, aunque el tiempo les robara la juventud, todavía podían dar un regalo que sobreviviera a ellos.

Y así, mientras el mundo afuera corría entre pantallas y prisas, ellos seguían escribiendo en sus noches tranquilas, dejando que cada palabra fuera un puente, cada historia un abrazo y cada página un recordatorio de que la vida, incluso al final, siempre tiene algo más que contar.

Porque, en el fondo, entendieron algo simple y profundo: no importa la edad, no importa lo que se haya perdido; siempre quedan páginas por llenar, siempre queda amor por contar, siempre queda vida por compartir.