Los dos adultos se giraron hacia ella, como si de repente recordaran que existía.
—Los niños no deberían interrumpir las conversaciones de los adultos —espetó Margaret.
—Pero papá no lo hacía.
—Tu papá tenía problemas de los que no sabes nada —dijo Blackwood en voz baja.
—¿Qué problemas? ¿Problemas de dinero? ¿Problemas con la bebida?
—Papá no bebía.
Margaret soltó una risa sin humor. —Niña, tu papá pasaba más tiempo en la cantina de Murphy que en casa.
—Eso no es verdad.
—El sheriff encontró ganado robado en las tierras de tu papá —continuó Blackwood—. Ganado que pertenece al gobierno federal.
El pecho de Emma se oprimió. —Papá no robaría.
—Los hombres hacen cosas desesperadas cuando le deben dinero a la gente equivocada.
—Él no le debía nada a nadie.
—Dos mil dólares al banco. Quinientos a Murphy. Dios sabe cuánto a las casas de juego.
Los números la golpearon como bofetadas. Papá contaba cada centavo, guardaba cada moneda. La mayoría de las noches vivían de frijoles y pan de maíz, pero papá siempre decía que eran ricos de otras maneras.
—Estás mintiendo.
La mano de Margaret golpeó la mesa, haciendo saltar los platos. —En esta casa no mentimos.
—Entonces alguien más está mintiendo.
—¿Quién mentiría sobre tales cosas? —preguntó Blackwood—. ¿El sheriff? ¿Los hombres que le dispararon? ¿Por qué mentirían?
Emma miró fijamente su plato, su mente corriendo a toda velocidad. Nada cuadraba. Papá leyéndole cada noche. Papá enseñándole los números con su pequeño frasco de monedas. Papá diciendo que el trabajo honesto era el único que valía la pena.
—No lo sé —susurró ella.
—Exacto —dijo Margaret—. No lo sabes. Así que escucharás y aprenderás.
Emma asintió, pero por dentro, algo se endureció como el hierro. Se equivocaban sobre papá. Todos ellos. Solo tenía que demostrarlo.

El viejo pozo se alzaba detrás de la casa como una boca oscura en la tierra. Emma cruzó el patio con su cubo de agua, tratando de ignorar cómo las sombras parecían moverse en su visión periférica. La cuerda crujió mientras bajaba el cubo.
Algo susurró desde las profundidades. Se quedó helada, escuchando. El sonido llegó de nuevo, débil pero inconfundible. Voces que subían desde el agua negra de abajo.
—No me digas que no has oído los rumores, Tom.
Emma contuvo el aliento. Esa voz sonaba como la de papá.
—No he oído nada.
—El dinero del ganado federal ha desaparecido. Alguien ha estado robando.
—No es asunto mío.
—Lo es cuando te están culpando a ti.
Emma se inclinó sobre el borde de piedra del pozo, mirando hacia la oscuridad. El agua, muy abajo, reflejaba la luz de la luna como un espejo roto. Mientras miraba, las imágenes comenzaron a formarse en la superficie ondulante. Papá estaba de pie en su vieja cocina, frente a dos hombres con uniformes e insignias. Sus manos estaban firmes, su voz tranquila.
—Se equivocan de hombre, muchachos.
—La evidencia dice lo contrario.
—¿Qué evidencia? ¿Ganado en mi tierra? ¿Facturas de venta con mi nombre falsificado? Demuéstrenlo. ¿Cómo puedo probar algo que no es cierto?
El hombre más alto se acercó. —Tienes un día para arreglar esto, Tom. Devuelve lo que robaste o atente a las consecuencias.
—Yo no robé nada.
—Entonces, ¿quién lo hizo?
Los ojos de papá se entrecerraron. —Tal vez deberían hacerle esa pregunta a su jefe. El hombre que se ha estado llenando los bolsillos mientras la gente buena se muere de hambre.
La mano del hombre más bajo se movió hacia su pistola. —Cuidado, Tom.
—Con la verdad no hay que tener cuidado.
—La verdad es lo que nosotros decimos que es.
—No de donde yo vengo.
La visión tembló y se deshizo. Emma se apartó bruscamente del pozo, con el corazón latiéndole con fuerza. Las voces se desvanecieron en susurros y luego en silencio. Subió el cubo con manos temblorosas, el agua se derramaba por los lados. Papá no era un ladrón. Papá no era un jugador. Papá estaba tratando de exponer los crímenes de otra persona, y lo mataron por ello. Las piezas encajaron en su mente como partes de un rompecabezas encontrando su lugar. Las preguntas del sheriff. Las mentiras de los Blackwood. Los hombres con insignias que le dispararon a papá a plena luz del día. Necesitaban que papá pareciera culpable para que nadie investigara más.
Emma llevó el cubo de vuelta hacia la casa, sus pasos más decididos que antes. El pozo le había mostrado la verdad. Ahora tenía que decidir qué hacer con ella.
Dejó el cubo de agua junto a la puerta de la cocina, pero no entró. La casa se sentía ahora como una trampa, llena de mentiras y ojos vigilantes. En su lugar, caminó hacia el viejo granero.
La puerta del granero se abrió con un chirrido de goznes oxidados. La luz de la luna se filtraba por las grietas de la madera desgastada. Buscaba algo, aunque no estaba segura de qué. Detrás de una pila de sacos de grano, sus dedos encontraron una tabla suelta. Se movió bajo la presión, revelando un pequeño escondite. Dentro, atado con una cuerda, había un fajo de cartas. Su corazón se detuvo al reconocer la letra de papá.
La primera carta estaba dirigida al Marshall territorial. Emma descifró las palabras lentamente.
“Estimado Marshall Webb, le escribo para denunciar actividades criminales que involucran contratos de ganado federal en nuestro condado. El Sheriff Morrison y el ranchero local Samuel Blackwood han estado falsificando facturas de venta y embolsándose el dinero del gobierno destinado a la compra de ganado. Tengo pruebas documentadas de su plan. Más de 2.000 cabezas de ganado supuestamente compradas para el ejército territorial nunca fueron entregadas. El dinero desapareció en sus cuentas personales”.
La siguiente era una respuesta fechada tres días antes de la muerte de papá. “Sr. Johnson, sus acusaciones son graves. Necesitaremos que testifique ante un juez federal. ¿Puede presentarse en la capital territorial la próxima semana?”.
La última carta de papá estaba inacabada. “Marshall Webb, alguien sabe que lo contacté. Hombres han estado vigilando mi casa. Si algo me sucede, la evidencia está escondida en el granero de Samuel Blackwood. Mi hija Emma es todo lo que me queda. Por favor, asegúrese de que esté a salvo”.
Emma dejó caer las cartas, con el pecho oprimido por la rabia y el dolor. Mataron a papá para proteger su dinero robado. Se lo arrebataron por codicia.
Unos pasos crujieron en la grava afuera. Emma guardó rápidamente las cartas en su escondite.
—¿Emma? —la voz de Blackwood la llamó desde la oscuridad.
—Aquí dentro —respondió, su voz firme a pesar de la tormenta en su interior.
—¿Qué haces en el granero tan tarde?
—No podía dormir. Creí oír algo.
—Probablemente solo ratas. Vuelve a la casa.
Emma pasó a su lado hacia la noche, su mente corriendo. Papá le había dejado más que recuerdos. Le había dejado la prueba.
Sentada en su cama, Emma se miraba las manos a la luz de la lámpara. Las lágrimas habían cesado hacía horas. Algo más duro había ocupado su lugar. Margaret apareció en la puerta.
—Te perdiste la cena.
—No tenía hambre.
—Necesitas comer.
—Necesito muchas cosas.
Margaret entró en la habitación, su rostro suspicaz. —¿Qué te pasa? Has estado actuando extraña.
—¿Extraña cómo?
—Callada. Demasiado callada.
—Pensé que querías que estuviera callada.
—Quiero que seas manejable.
Emma levantó la vista, encontrando los ojos de Margaret. —¿Cuál es la diferencia?
—No te pases de lista conmigo, niña.
—Papá siempre decía que ser lista era lo único que valía la pena.
—Tu papá era un tonto.
—Mi papá era honesto.
La risa de Margaret fue amarga. —Los hombres honestos no roban ganado.
—Tienes razón. No lo hacen.
Algo en el tono de Emma hizo que Margaret se acercara. —¿Qué se supone que significa eso?
—Significa que papá no le robó nada a nadie.
—La evidencia dice lo contrario.
—La evidencia se puede falsificar.
El rostro de Margaret se endureció. —Cuidado, niña.
—¿O qué? ¿También me dispararás en la calle?
Las palabras quedaron suspendidas entre ellas como humo.
—Samuel te trata con amabilidad —dijo Margaret finalmente.
—Samuel me trata como una propiedad.
—Papá me enseñó que no soy una propiedad.
—Papá te enseñó mal.
—Papá me enseñó sobre la justicia.
—¡Justicia! —escupió Margaret—. La justicia es lo que los fuertes deciden que es.
—Quizás. Pero papá también me enseñó a ser paciente. A observar. Y a esperar el momento adecuado.
Margaret estudió el rostro de Emma, buscando algo. —Eres solo una niña.
—Era solo una niña antes de que mataran a mi papá.
—Nosotros no matamos a nadie.
—Ustedes lo contrataron. Es lo mismo.
—No puedes probar nada.
Emma sonrió por primera vez desde que papá murió. Ya no era la sonrisa de una niña. —Todavía no.
Margaret retrocedió hacia la puerta, con el rostro pálido. —Samuel necesita oír esto.
—Dile lo que quieras. Dile que la pequeña de papá ya no llora.
Margaret huyó por el pasillo. Emma apagó la lámpara y se recostó. Mañana comenzaría el verdadero trabajo.
A la mañana siguiente, el Marshall Webb estaba en el centro de la calle principal, su insignia federal atrapando el sol del amanecer. El Sheriff Morrison y Samuel Blackwood estaban arrodillados en el polvo, con las manos atadas a la espalda.
—¿Están listos para hablar de ese dinero de ganado desaparecido, muchachos? —preguntó Webb.
—No sé de qué hablas —masculló Morrison.
—El asesinato no es historia antigua —dijo Webb—. Tom Johnson iba a testificar. No podían permitir que eso sucediera.
—Johnson era un ladrón —gruñó Blackwood.
—Johnson era honesto. Por eso lo incriminaron.
—¿Dónde está tu prueba?
Webb sacó un familiar fajo de papeles. —Aquí mismo. Escondida en tu granero, tal como él dijo.
Desde detrás de una rueda de carreta, Emma observaba. Papá le había entregado las cartas al predicador ambulante hacía meses, sabiendo que las haría llegar a las manos adecuadas.
Margaret Blackwood emergió de la multitud, pálida. —¿Y la niña? Sabe demasiado.
Webb se giró. —Emma Johnson, ya puedes salir.
Emma se puso de pie lentamente. —Fuiste tú quien se aseguró de que estas cartas llegaran —dijo Webb.
—Sí, señor.
—Fue algo valiente. Papá me enseñó a hacer lo correcto.
—Tu papá estaría orgulloso.
Los hombres del Marshall subieron a Morrison y Blackwood a un carro con destino a la prisión territorial. Margaret se subió a su propio carro, derrotada y sola.
Emma caminó hasta el lugar exacto donde papá había caído. Las manchas de sangre habían desaparecido hacía mucho tiempo. Se arrodilló y puso su mano sobre la tierra dura.
—Se acabó, papá —susurró—. Ya puedes descansar.
El viento de la mañana se llevó sus palabras como humo y, por primera vez en un año, la calle se sintió en paz.
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