La Coleccionista de Almas de Santa Helena

La noche de junio de 1845 se cernió sobre la Hacienda Santa Helena con un aire pesado y pegajoso, característico del Vale do Paraíba. En la senzala, donde el aire se enmohecía con el sudor y el miedo, todos los cuerpos estaban tensos, esperando. El silencio de la noche solo se rompía por el zumbido de los insectos y el leve crujido de la casa grande en lo alto de la colina. Luego, el sonido llegó, penetrante y claro: la cerbatana de plata tocó tres veces en el porche de mármol de la casa grande.

En ese instante, todos supieron lo que significaba. Uno más sería elegido. Uno más subiría las escaleras de mármol de Carrara que conducían a los aposentos de la Sinhá Violante de Almeida Prado. Y uno más bajaría de madrugada con los ojos vacíos, el alma un poco más muerta, el cuerpo marcado no por el látigo del capataz, sino por algo infinitamente peor: la certeza absoluta de que no era más que una cosa, un objeto, una propiedad que la señora utilizaría cuando y como le viniera en gana.

Violante apenas tenía 28 años cuando su marido, el Coronel Almeida Prado, murió repentinamente de fiebre amarilla. Le había dejado una fortuna incalculable en plantaciones de café, 150 esclavos, 2000 pies de caña de azúcar y un poder que ella nunca había imaginado poseer. Era una mujer hermosa, con cabello negro como ala de cuervo y ojos grises que parecían penetrar la piel y leer la propia médula. Podría haberse vuelto a casar con cualquier rico hacendado del valle, pero Violante había descubierto algo más embriagador que el amor o la posición social: el poder absoluto.

Lo que la movía no era el deseo carnal. No era la soledad de la viudez ni la pasión. Era el control. Era la necesidad enfermiza de demostrarse a sí misma, noche tras noche, que aquellos cuerpos le pertenecían por completo, que podía convocar a quien quisiera, cuando quisiera, que ninguno de ellos tenía el derecho de negar, que ella era, de hecho, la deidad suprema en esas tierras. La esclavitud, ese sistema brutal que ya arrancaba la humanidad a los que llevaban cadenas, estaba corrompiendo el alma de quien sostenía las llaves, transformándola en una tirana fría, una coleccionista de almas.

La rutina era inalterable y metódica. Al caer la noche, Zulmira, la mucama de confianza de la Sinhá, bajaba a la senzala con una nota doblada en sus manos. Leía en voz alta el nombre del elegido. Todos bajaban la mirada, aliviados de no ser ellos, pero al mismo tiempo cargando la culpa y la pesada certeza de que la elección no era un honor, sino una condena. Sabían que, para Violante, no había diferencia entre la carne y el café, entre un esclavo y una silla. Todo estaba ahí para su uso.

Joaquim das Chagas fue el primero que encontramos en esta historia de tormento. Un hombre de 35 años, alto y fuerte, cuyo cuerpo había sido moldeado por el duro trabajo en la carpintería de la hacienda. Tenía una esposa, la esclava Teresa, y tres hijos pequeños, la única luz y razón de su existencia. Cuando su nombre fue llamado esa tarde de julio, Teresa se aferró a él, con lágrimas brotando de sus ojos, implorando en un susurro desesperado: “No vayas, Joaquim. Huye. Huiremos hoy mismo”.

Pero Joaquim sabía la verdad brutal. Huir significaba una muerte segura para él y la venta inmediata de sus hijos, el castigo más cruel para Teresa. No había escapatoria. Besó la frente de Teresa y subió la colina, sintiendo el peso de su familia sobre su espalda.

Los aposentos de Violante eran un monumento al lujo suntuoso y la opulencia del Segundo Imperio: cortinas de terciopelo francés, una cama con dosel de jacarandá tallado, espejos venecianos que multiplicaban la luz de docenas de velas. Ella lo recibió sentada en un sillón, con un camisón de seda blanca y su cabello negro suelto. No había seducción ni calidez en sus ojos, solo una frialdad desapasionada.

“Quítate la ropa, Joaquim”, ordenó con el mismo tono monótono que usaría para pedir una taza de café.

Él obedeció, sus manos temblaban. Y mientras ella lo observaba con la misma intensidad con que examinaría un caballo en una subasta, Joaquim sintió que algo se rompía dentro de él. No era el cuerpo lo que dolía en esa habitación, era el alma. Era la comprensión de que su humanidad estaba siendo arrancada, pieza por pieza.

Cuando terminó, horas más tarde, ella se incorporó ligeramente y dijo solo dos frases, que resonarían en su mente hasta el final de sus días: “Puedes irte. Y no hables de esto con nadie. Al que hable, le mando arrancar la lengua”.

Joaquim bajó las escaleras, tambaleándose, regresó a la senzala y se abrazó a Teresa en silencio, pero algo esencial en él ya había muerto. En los días siguientes, dejó de hablar. Trabajaba mecánicamente, comía sin masticar, miraba a sus hijos sin verlos. La luz en sus ojos se extinguió por completo. Dos semanas después, una mañana, Teresa despertó y encontró el cuerpo de Joaquim balanceándose de una viga del techo. Se había ahorcado con su propia camisa.

Al enterarse de la muerte, Violante ni siquiera levantó la mirada de sus bordados. Ordenó: “Entiérrenlo lejos y que llamen al siguiente”. La máquina de la hacienda, la máquina de la crueldad, no se detuvo por un esclavo menos.

El siguiente fue Benedito da Conceição, un joven de apenas 19 años, mulato de ojos claros, que trabajaba en la Casa Grande sirviendo a las visitas. Su juventud prometía una vida por delante, una esperanza que la hacienda intentaría aplastar. Cuando escuchó su nombre, intentó correr. Se lanzó por la senzala, atravesó el portón, corrió desesperadamente por el camino de tierra, pero los capitanes del monte lo atraparon en menos de una hora. Lo trajeron de vuelta arrastrando, aterrorizado.

Violante lo recibió con una sonrisa helada. “Intentaste huir de mí, Benedito. ¿De verdad crees que tienes ese derecho?” Mandó que lo ataran a la cama. Lo que sucedió esa noche fue peor que cualquier flagelación, peor que cualquier dolor físico imaginable. Fue la violación completa, no solo del cuerpo, sino de la voluntad. Benedito lloró, imploró, gritó en agonía. Ella simplemente se reía. “Aprenderás quién manda aquí”.

Cuando fue liberado de madrugada, Benedito estaba destrozado. En los meses siguientes, fue convocado otras seis veces, y con cada vez, algo más se borraba de sus ojos claros. Hasta que una tarde de diciembre, mientras servía vino a un visitante, simplemente dejó caer la bandeja de plata y comenzó a reír. Reía sin parar, con una risa histérica, hueca y dolorosa. Se había vuelto loco. Violante, molesta por el escándalo, ordenó venderlo de inmediato a un comerciante de esclavos que lo llevó a las minas de oro. Nadie volvió a saber de Benedito da Conceição.

Tomás Ferreira fue distinto. Cuando su nombre fue llamado una noche de marzo de 1847, subió sin resistencia. Era un hombre de 40 años, nacido en la propia hacienda, hijo de una esclava y del antiguo señor. Tenía la piel más clara, y un secreto peligroso: sabía leer. La antigua Sinhá le había enseñado cuando era niño. Y más peligroso aún, tenía esperanza.

Cuando Violante le ordenó acercarse, obedeció. Pero cuando ella lo tocó, cerró los ojos y se sumió en una negación desesperada. Se imaginó que aquello era una elección mutua. Se dijo a sí mismo que ella realmente lo deseaba, no como un objeto, sino como un hombre. Y en esa fantasía desesperada, en esa mentira que se contó para no enloquecer, comenzó a enamorarse.

Violante lo percibió y lo encontró divertido, un nuevo juego, un entretenimiento macabro. Comenzó a convocarlo con más frecuencia: tres, cuatro veces por semana. Y Tomás acudía, creyendo cada vez más que era especial, que entre ellos existía algo más allá del mero poder y la propiedad. Empezó a dejar flores silvestres en su ventana, a escribirle notas en papel robado de la Casa Grande. Hasta que una noche, después de meses de este juego cruel, se atrevió a decir: “Te amo, Violante.”

El silencio que siguió fue absoluto, pesado como una lápida. Ella lo miró con una mezcla de incredulidad y profundo asco. “¿Crees que siento algo por ti? ¿Crees que un esclavo puede amar a una señora? ¿Crees que tienes derecho a sentir eso?”

Tomás palideció. “Pero todas estas noches yo pensé…”

“Pensaste mal,” lo interrumpió, su voz afilada como una hoja de afeitar. “Tú eres mío. Como el café es mío. Como los bueyes son míos. Tu cuerpo, tu tiempo, incluso tus pensamientos me pertenecen. ¿Y te atreves a hablar de amor?”

Tocó la cerbatana. En minutos, el capataz apareció. “Llévenlo al tronco. 50 latigazos, y reúnan a todos para que miren. Quiero que vean lo que le sucede al esclavo que olvida su lugar.”

En el patio, bajo el sol abrasador de la mañana siguiente, Tomás fue atado al tronco. Y mientras el látigo desgarraba su espalda, Violante observaba desde el porche, impasible. Cada golpe era una lección brutal: No tienen derecho a los sentimientos, no tienen derecho a esperar reciprocidad, no tienen derecho a ser humanos.

Cuando terminó, Tomás fue liberado, más muerto que vivo. Cayó al suelo y no se movió. Fue arrastrado a la senzala. Durante tres días, deliró con fiebre. Gritaba el nombre de Violante, le pedía perdón, le decía que la amaba. Teresa, la viuda de Joaquim, lo cuidó con las hierbas que conocía, pero en el cuarto día, el cuerpo de Tomás cedió. Murió susurrando el nombre de ella.

La noticia le llegó a Violante durante la cena. Estaba cortando un trozo de carne asada cuando Zulmira le dijo: “Tomás ha muerto, Sinhá.”

Violante no levantó los ojos de su plato. “Mándalo enterrar. Y elige al próximo para mañana.”

Pero esa noche, sola en sus aposentos, algo se quebró dentro de ella. Por primera vez en dos años, Violante se miró en el espejo y no reconoció a la mujer que veía. Los ojos grises estaban vacíos, el rostro hermoso parecía una máscara de cera. Se había convertido en el monstruo que juró no ser.

La Hacienda Santa Helena siguió operando durante diez años más. Violante nunca volvió a convocar a nadie después de la muerte de Tomás. Pero el daño ya estaba hecho. Tres hombres muertos, docenas de otros marcados de por vida. Y una mujer que había descubierto demasiado tarde que el poder absoluto no llena el vacío, solo lo profundiza.

En 1857, Violante enfermó de tuberculosis, aunque los esclavos susurraban que era el peso de las almas que había coleccionado. En sus últimos días, delirando de fiebre, llamaba a gritos los nombres: Joaquim, Benedito, Tomás, como si finalmente los viera, como si por fin entendiera lo que había hecho. Murió sola, en una fría madrugada de agosto, sin herederos, sin amor, sin absolución.

La hacienda fue vendida, los esclavos divididos en subasta, y la historia de la coleccionista de almas se convirtió en una leyenda susurrada en las senzalas del Vale do Paraíba. Una leyenda sobre cómo la esclavitud destruía a todos: a los que eran propiedad y a los que se creían dueños de vidas ajenas.

Esta historia no tiene héroes, solo víctimas de un sistema que transformaba a los seres humanos en cosas, que daba a algunos el poder de usar cuerpos ajenos y llamaba a eso derecho, y que arrancaba la humanidad de todos los involucrados, dejando solo cenizas y un recuerdo amargo de lo que significa la absoluta deshumanización.