Bajo el sol despiadado de Chihuahua, en 1914, la sequía había convertido la Hacienda Tierra del Poder en un infierno de polvo. Don Lazario Riverno, su dueño, reinaba con crueldad, creyéndose emperador mientras sus peones masticaban raíces para engañar la miseria.

Yamili, con seis meses de embarazo, sintió esa mañana cómo su hijo se retorcía de hambre. La desesperación la guio al huerto de la casa grande, donde un milagro colgaba de un duraznero moribundo: un solo durazno maduro. No fue un acto de ladrona, sino el instinto de una madre, pero el capataz, que nunca duerme, tomó la forma de Don Lazario observándola desde su ventana. Para él, no fue una mujer desesperada, sino un animal robándole lo suyo.

La crueldad necesitaba testigos. Don Lazario mandó tocar la campana y, frente a los peones aterrados, arrastró a Yamili por los cabellos hasta el patio.

“¡Para que aprendas que en mis tierras hasta el hambre pide permiso!”, rugió.

La amarraron al poste donde se marcaba el ganado, exponiendo su vientre de seis meses al sol que ya empezaba su trabajo de verdugo. No usó chicote ni fierro; usó el sol implacable como arma. Los peones miraban, con lágrimas que no se atrevían a derramar, mientras Yamili deliraba, pidiendo agua a un cielo sordo, su mano yendo instintivamente a su vientre, donde la criatura que antes luchaba, ahora guardaba un silencio espantoso.

Lucio, su marido, miraba desde lejos, el corazón despedazado y la rabia impotente, detenido por los rifles de los guardias blancos.

Al atardecer, cuando la desamarraron, Yamili se desplomó. Lucio corrió y la llevó en brazos a su jacal. Con la ayuda de Sandra, la curandera, lucharon por bajar la fiebre que consumía a la mujer. Dos días y dos noches veló Lucio a su esposa. Al tercer día, la fiebre bajó, pero el precio fue terrible: el niño, su única esperanza, había muerto dentro del vientre, cocido por el sol que Don Lazario usó como arma.

El dolor de Lucio se transformó en una frialdad cortante. Enterró el cuerpecito de su hijo bajo un mezquite seco, sin cruz ni rezo. Sus lágrimas se habían secado y convertido en una promesa. Esa noche, sabiendo que la justicia de los hombres estaba comprada por Don Lazario, Lucio tomó su decisión. Buscaría la otra ley, la ley del desierto que andaba a caballo y tenía nombre de Revolución.

Besó la frente de Yamili, que dormía un sueño pesado. “Voy a buscar el desquite, mi vida,” susurró, “aunque sea lo último que haga.” Y se hundió en la oscuridad, convertido en un mensajero de la desgracia, buscando al único hombre que podía ajustar cuentas: Pancho Villa.

Su viaje fue una penitencia. Caminó por veredas de cabras, comiendo tunas y bebiendo de charcos verdes, empujado solo por el recuerdo de las muñecas sangrantes de su mujer. Siguiendo un rumor oído a un borracho, se internó en el Bolsón de Mapimí, un laberinto de arena y víboras.

Cuando creía morir, ellos lo encontraron. Dos sombras surgieron de las rocas, carabinas en pecho. “Necesito hablar con el general Villa,” dijo Lucio con la voz rota.

Lo llevaron vendado a un campamento oculto. Allí, sentado en una piedra como si fuera un trono, estaba él. Pancho Villa lo miró con esos ojos que pesaban el alma. “Habla,” dijo Villa. “Pero si me haces perder el tiempo, tu vida acabará antes que tu historia.”

Lucio se hincó y contó todo: el hambre, el durazno, el poste, el sol sobre el vientre de su esposa, y el angelito enterrado bajo el mezquite.

Un silencio mortal cayó sobre el campamento. Molestar a una mujer preñada por comida era una ofensa que manchaba la tierra entera. Villa no gritó. Sacó su cuchillo y, lentamente, comenzó a limpiarse las uñas con la punta. Era el general afilando su coraje.

Finalmente, guardó el cuchillo, se levantó y miró a sus hombres de confianza, César Ángeles y Sabino. “¿Cuántos hombres listos?”, preguntó. “Treinta, mi general.” “César, conoces esa hacienda. Rutas de escape, guardias.” Ángeles dibujó un mapa en la arena. Diez guardias, pura cobardía.

Villa se volteó hacia Lucio y le puso la mano en el hombro. “Levántate, hombre. Tu llanto se acabó. Ahora quien va a llorar es otro. Vas a cabalgar con nosotros.”

Al alba, treinta y un jinetes cortaban el desierto en un silencio de muerte. En el camino, en la Garganta del Diablo, una columna de cuarenta Federales les bloqueaba el paso. Villa sonrió. En lugar de huir, demostró su genio: envió a César Ángeles y a cinco hombres a rodear por la sierra y hacer un tiroteo fantasma. Mientras los Federales gastaban parque disparando a las rocas, Villa guio al resto de la tropa, incluido Lucio, por una grieta imposible junto al campamento enemigo. Pasaron a menos de doscientos metros, en silencio absoluto, humillando al ejército sin disparar una sola bala.

Al quinto día, divisaron la Hacienda Tierra del Poder. La noche se tragó la finca. Villa, depredador estudiando a su presa, dividió a sus hombres. César a los corrales, a neutralizar guardias con navaja antes que plomo. Sabino a rodear la casa. El resto, con Lucio, a la cocina.

Se deslizaron como fantasmas. Entraron por la cocina, silenciaron a la cocinera aterrada y subieron la escalera que crujía. En el cuarto principal, Don Lazario roncaba, su dentadura flotando en un vaso de agua. Fue el frío del cañón de la carabina de Villa en su frente lo que lo despertó.

“¿Quiénes son ustedes?”, tartamudeó. “Somos la cuenta que el diablo le mandó pagar,” susurró Villa.

Lo arrastraron al patio en pijama, descalzo y sin dientes. Clavaron antorchas en la tierra y despertaron a todos los peones para que fueran testigos. El tribunal del desierto estaba en sesión. Trajeron a Yamili, débil pero con una llama nueva en los ojos.

Villa hizo hincar a Don Lazario en el mismo lugar donde Yamili había sufrido. Y comenzó el juicio. “Don Evaristo,” llamó Villa a un viejo vaquero. “¿Se acuerda de su hijo menor?” El viejo, temblando, habló. “Sí, señor. Agarró unas mazorcas por hambre. El hacendado mandó darle de chicotazos. Quedó cojo.”

Uno por uno, los peones contaron sus historias de abuso, deudas impagables y tierras robadas. Finalmente, Villa señaló a Lucio y Yamili. Lucio, con voz firme, contó la historia del durazno, el sol y el hijo muerto. El llanto silencioso de Yamili fue la sentencia. La multitud, rota la presa del miedo, rugió, queriendo lincharlo.

“¡Quietos!”, ordenó Villa. “La venganza caliente es solo otro crimen. La justicia debe servirse fría. Tiene que tener poesía.”

Miró al hacendado, que lloraba como un cochino. “Usted dijo que en sus tierras el hambre pide permiso. Pues bien, aprenderá su propia lección.”

Entonces, dio la orden más extraña. Mandó a sus hombres a la despensa y la cocina de la casa grande. “Traigan todo lo que tenga de comer. Los costales de frijol, las carnes, los quesos, los dulces. ¡Todo!”

Mientras sus hombres cumplían, amarraron a Don Lazario al mismo poste de mezquite, con las manos a la espalda. El patio se llenó con una montaña de comida: el banquete que el hacendado había acaparado mientras sus peones morían de hambre.

Villa se paró frente a los peones. “Esta comida,” gritó, “que él les robó, ¡es suya! ¡Coman! Y esta tierra, por la que sangraron, ¡es suya!”

Un rugido de júbilo estalló. Por primera vez, la gente de Tierra del Poder comió hasta saciarse, celebrando su libertad alrededor del hombre que los había esclavizado.

Don Lazario, atado, observaba la fiesta. El olor de la comida que no podía tocar era una tortura peor que el sol. Villa se acercó a él por última vez. Sacó de su bolsillo un solo durazno, podrido y seco, y lo tiró al suelo, justo fuera del alcance del hacendado.

“Para que aprenda,” dijo Villa, “que en estas tierras, el hambre ya no pide permiso.”

Dejaron a Don Lazario atado al poste, rodeado de los restos del festín, abandonado a la misma justicia implacable que él había repartido.

Cuando el sol comenzó a pintar el horizonte, Pancho Villa y sus treinta hombres montaron en silencio. Lucio y Yamili, abrazados, vieron cómo los jinetes se perdían en el alba. La justicia del desierto había llegado, y aunque su hijo no volvería, por primera vez en sus vidas, eran libres.