Le decían insult0s sin saber que atendía grátis.

Nunca olvidaré esa mañana de miércoles. Llegué pedaleando mi bicicleta destartalada hasta la entrada del consultorio comunitario, con mi maletín médico colgando del manubrio y mi camisa blanca—que alguna vez fue blanca—manchada de grasa de la cadena. Los pantalones tenían un remiendo en la rodilla que mi hermana me había cosido el domingo anterior.

Antes de entrar, escuché los murmullos.

“Miren nada más cómo viene ese tipo.”

“¿Ese es el doctor? Parece un indigente.”

“Qué poco profesional. Yo no me dejo atender por alguien así.”

Respiré hondo y empujé la puerta. La sala de espera estaba repleta: madres con niños en brazos, ancianos tosiendo, jóvenes con vendajes improvisados. Todos me miraron de arriba abajo con una mezcla de decepción y desprecio.

“Buenos días,” saludé con la mejor sonrisa que pude reunir.

Una señora de mediana edad, con el cabello perfectamente peinado y uñas pintadas, se levantó indignada.

“¿Usted es el médico?” preguntó con tono cortante.

“Sí, señora. Doctor Ramírez, para servirle.”

“Pues qué vergüenza. ¿Así es como se presenta a trabajar? Mi hijo está enfermo y no pienso dejarlo en manos de alguien que ni siquiera puede vestirse decentemente.”

Sentí el calor subiéndome al rostro, pero mantuve la calma.

“Entiendo su preocupación, señora. Le aseguro que mis conocimientos médicos no dependen de mi vestimenta.”

“¡Demuestra falta de respeto!” intervino un hombre desde el fondo. “Si no puede cuidar su propia apariencia, ¿cómo va a cuidar de nosotros?”

Otros asintieron. Algunos comenzaron a recoger sus cosas, amenazando con irse.

En ese momento, doña Mercedes—una paciente que venía desde hacía meses—se puso de pie. Tenía que ser ella, con sus ochenta años a cuestas y su bastón de madera.

“¡Ya cállense todos!” gritó con una fuerza que no parecía corresponder a su frágil cuerpo. “¿Saben por qué el doctor viene en bicicleta? Porque vendió su auto hace tres meses para comprar medicinas que reparte gratis.”

El silencio cayó como una losa.

“¿Y saben por qué su ropa está gastada?” continuó doña Mercedes. “Porque no ha cobrado un peso en seis meses. Ni uno solo. Los otros tres doctores que trabajaban aquí se fueron porque el gobierno no les paga, pero él se quedó. ¡Él se quedó!”

La señora de las uñas pintadas palideció.

“Yo… no sabía…”

“Claro que no sabía,” la interrumpió doña Mercedes. “Nadie pregunta nada antes de juzgar. Mi nieto tenía neumonía el mes pasado. El doctor Ramírez vino a mi casa a las dos de la mañana, caminando bajo la lluvia porque su bicicleta se había descompuesto. Lo salvó. ¿Y saben cuánto me cobró? Nada. Me regaló los antibióticos de su propio bolsillo.”

Un joven con el brazo vendado se acercó tímidamente.

“Doctor, yo… perdón. No tenía idea.”

“No hay nada que perdonar,” dije, sintiendo un nudo en la garganta.

“Sí hay,” respondió. “¿Puedo pasar? Me lastimé en la construcción y no tengo para pagar el hospital.”

“Por supuesto. Pasa.”

Esa mañana atendí a dieciocho personas. La señora de las uñas pintadas fue la última. Se disculpó tres veces antes de entrar.

Cuando cerré el consultorio al anochecer, encontré sobre mi escritorio un sobre. Dentro había billetes arrugados y una nota: *”De parte de todos. Para que se compre una camisa nueva. Perdónenos, doctor.”*

No compré la camisa. Con ese dinero compré insulina para don Julio, el diabético que vivía solo en las afueras del pueblo.

Al día siguiente, llegué en la misma bicicleta, con la misma ropa. Pero esta vez, cuando entré, todos se pusieron de pie y aplaudieron.