Esta es la boda del Sí, ese coronel es el mismo demonio en la tierra. En un pueblito olvidado de México, estaba por comenzar una boda, pero no era una boda cualquiera. 6 meses antes, cuando el sol de 1913 quemaba la tierra de Chihuahua como hierro al rojo vivo, Macario Galván había visto morir su última esperanza.
Una por una, sus vacas caían bajo el peso de la sequía más brutal que recordaran los viejos del desierto. No había llovido en 8 meses. Los pozos se habían secado hasta convertirse en grietas que partían la tierra como cicatrices abiertas. Y el ganado mujía lastimero antes de desplomarse para no levantarse jamás.
Macario era un hombre curtido por el sol y el trabajo, con manos que sabían de arar la tierra y domar potros, pero nunca había sentido el miedo como esa madrugada cuando contó solo tres vacas flacas donde antes pastaban 30. Su esposa había muerto tres años atrás trayendo al mundo a Paloma. Y desde entonces el ranchero había luchado solo contra el desierto, contra la pobreza, contra el silencio que se tragaba sus oraciones cada noche. Pero esto era diferente.
Esto era ver como la muerte se acercaba despacio, inexorable, llevándose primero el ganado y después, después vendría por su hija. Paloma tenía 9 años. y los ojos más negros que la noche sin estrellas. Había heredado de su madre la sonrisa que podía iluminar el jacal más humilde y la costumbre de cantar mientras molía el maíz para las tortillas.
Cada mañana le preguntaba a su padre cuándo volverían las lluvias. Y Macario le respondía que pronto, muy pronto, mientras por dentro sentía cómo se le desmoronaba el alma. ¿Cómo le explicarías a una criatura que Dios a veces se olvida de los pobres? Fue el compadre Evaristo, el herrero del pueblo, quien le dio la idea que lo condenaría.
“Vete con el coronel Gamboa”, le dijo mientras martillaba una herradura con golpes que sonaban como sentencias. “Ese hombre tiene oro de sobra y dicen que presta a los rancheros necesitados. Claro que cobra sus intereses, pero ¿qué otra opción tienes, compadre? La hacienda de Eustaquio Gamboa se alzaba como una fortaleza en medio del desierto, con sus muros de adobe de 3 m de altura y sus torres que vigilaban el horizonte como ojos de halcón.

Gamboa había sido coronel del ejército federal antes de la revolución, un hombre que conocía el precio exacto del miedo y sabía cobrarlo con usura. Ahora era el cacique indiscutible de la región, prestamista, terrateniente y señor de vidas ajenas. Sus pistoleros patrullaban sus tierras con rifles mauser y la arrogancia de quien sabe que la ley la escriben las balas.
Cuando Macario llegó a la hacienda esa tarde de julio, el sol caía a plomo sobre el patio donde unos peones descargaban sacos de maíz que brillaban como oro bajo la luz. El contraste lo golpeó como un puñetazo. Mientras él veía morir su ganado de sed. Gamboa tenía maíz suficiente para alimentar a todo el pueblo durante un año.
La vida, pensó el ranchero, era un juego donde las cartas siempre estaban marcadas. El coronel lo recibió en su despacho, una habitación enorme decorada con trofeos de casa y fotografías de sus días militares. Gamboa era un hombre alto y flaco como un mezquite, con bigote engomado y ojos grises que no parpadeaban nunca.
vestía camisa de lino blanco y pantalones de Casimir, como si el calor del desierto no se atreviera a tocarlo. Cuando Macario le explicó su situación, el coronel lo escuchó con la paciencia de un confesor y la sonrisa de un coyote. “500 pesos de oro”, dijo Gamboa finalmente, tamborileando los dedos sobre el escritorio de Caova.
“Es una suma considerable, compadre Macario, ¿cómo piensas pagarme? Su voz era suave como terciopelo, pero había algo en el fondo que hacía pensar en serpientes deslizándose por la arena. Macario se quitó el sombrero de palma y lo apretó entre las manos. Con la cosecha del año que viene, coronel.
Si Dios quiere que llueva, tendré maíz suficiente para pagarle con creces. Las palabras le salían atropelladas, cargadas de una desesperación que no podía ocultar. Gamboa sonrió y abrió un cajón del escritorio. Sacó un documento escrito en papel oficial, lleno de párrafos en letra pequeña que bailaban ante los ojos de Macario como hormigas negras.
“Esto es un simple pagaré”, explicó el coronel mientras preparaba una pluma de ganszo. Términos claros, 6 meses para pagar. si no puedes saldar la deuda en ese plazo. Se encogió de hombros con fingida tristeza. Bueno, tendremos que llegar a otro arreglo. Macario sabía firmar su nombre, nada más. Las letras del documento eran un misterio indescifrable, pero ¿qué opción tenía? Afuera, en su rancho, Paloma lo esperaba con la confianza ciega de quien cree que su padre puede arreglar cualquier problema. mojó la pluma en el tintero y estampó su firma al final del papel,
sintiendo como si firmara su propia sentencia de muerte. Lo que Macario no pudo leer, lo que no entendió hasta que fue demasiado tarde, era la cláusula escrita en letra diminuta al reverso del documento. En caso de incumplimiento del pago en la fecha estipulada, el acreedor podrá reclamar cualquier bien mueble o inmueble de valor igual.
o superior, existente en la propiedad del deudor, a criterio exclusivo del acreedor. Gamboa le entregó una bolsa de cuero pesada que tintineaba con el sonido de las monedas de oro, 500 pesos que ardían en las manos de Macario como brasas encendidas. “6is meses, repitió el coronel mientras acompañaba al ranchero hasta la puerta. Ni un día más, compadre.
Soy hombre de palabra, pero también de negocios. Durante los meses siguientes, Macario luchó como un condenado por salvar lo que quedaba de su rancho. Los 500 pesos le permitieron comprar forraje suficiente para mantener vivas las tres vacas flacas, pero no mucho más. La lluvia siguió sin llegar.
El maíz se negó a crecer en la tierra reseca y cada día que pasaba era un paso más hacia el precipicio. Paloma cumplió 10 años en diciembre y su padre le regaló una muñeca de trapo que había hecho con retazos de tela. La niña la abrazó como si fuera el tesoro más grande del mundo, sin saber que esa podría ser la última sonrisa que compartieran como padre e hija.
La madrugada del día en que vencía el plazo, Macario no pudo dormir. Se quedó sentado en el portal de su jacal, mirando las estrellas que brillaban como monedas de plata derramadas sobre el terciopelo negro del cielo. En el corral, las tres vacas mascaban pasto seco con la paciencia resignada de los condenados.
Tenía exactamente 12 pesos en el mundo y debía 500 de oro. Las cuentas eran simples y brutales, como un disparo en la nuca. Cuando el sol comenzó a pintar de rosa las montañas del oriente, Macario oyó el rumor que le heló las venas, cascos de caballos aproximándose por el sendero pedregoso que llevaba a su rancho.
Eran muchos caballos y venían despacio, como quien tiene todo el tiempo del mundo, porque sabe que la presa no puede escapar. Eustaquio Gamboa llegó con cinco de sus pistoleros, todos montados en puras sangres brillaban bajo el sol matutino. El coronel vestía su mejor traje de charro con botonadura de plata y sombrero de fieltro adornado con una banda dorada.
Parecía un general que hubiera venido a recibir la rendición de una plaza sitiada. Sus hombres se desplegaron por el patio como lobos que rodean a un ciervo herido, las manos descansando en las culatas de sus pistolas con la tranquilidad de quien sabe que la violencia es solo una formalidad. “Buenos días, compadre Macario, saludó Gamboa desmontando con elegancia calculada.
Espero que tengas preparados mis 500 pesos de oro. Han sido se meses exactos. Ni un día más, ni un día menos. Macario salió del jacal con los hombros vencidos y el sombrero en la mano. A sus espaldas, Paloma aparecía en la puerta con su muñeca de trapo apretada contra el pecho, los ojos grandes y asustados por la presencia de tantos hombres armados.
Coronel, murmuró el ranchero, no tengo el dinero, la sequía, la cosecha. Ah, interrumpió Gamboa con una sonrisa que no llegaba a los ojos. Qué lástima, compadre, pero ya habíamos previsto esta posibilidad. Sacó el pagaré del bolsillo de su chaqueta y lo desdobló como quien abre una trampa perfectamente construida. ¿Recuerdas lo que firmaste? En caso de incumplimiento, puedo tomar cualquier bien de valor igual o superior.
Los ojos grises del coronel se posaron en paloma que se había refugiado detrás de las faldas de su padre. La niña llevaba su vestido de los domingos, azul como el cielo antes de la tormenta, y sus trenzas negras le caían sobre los hombros como cascadas de medianoche. Gamboa la estudió con la misma frialdad con que examinaría una yegua. en el mercado de ganado.
Esa niña, dijo finalmente, vale mucho más que 500 pesos de oro. Las palabras cayeron en el patio como piedras en un pozo seco. Macario sintió que se le vaciaban los pulmones, que la tierra se abría bajo sus pies para tragárselo entero. Coronel logró articular con voz quebrada, por la Virgen de Guadalupe es solo una criatura. La ley es la ley, compadre. replicó Gamboa con la paciencia exasperante de quien explica algo obvio.
Y yo represento la ley en estas tierras. La niña viene conmigo hoy mismo. Hizo una seña a dos de sus pistoleros que avanzaron hacia Paloma con la eficiencia mecánica de quienes cumplen órdenes sin hacer preguntas. No! gritó Macario, arrojándose entre los hombres armados y su hija.
“Llévense todo, las vacas, la tierra, mi vida, si quieren, pero dejen a la niña.” Gamboa negó con la cabeza como un maestro que se decepciona de un alumno lento. Tres vacas flacas y un pedazo de tierra sin agua no valen ni 50 pesos, Macario, pero una niña joven y bonita dejó la frase colgando en el aire como una amenaza envuelta en tercio pelo.
Digamos que es una inversión a futuro. Paloma comenzó a llorar. Un llanto silencioso que le partía el alma a su padre más que todos los gritos del mundo. Se aferró a la camisa de Macario con sus manitas pequeñas, sin entender completamente lo que pasaba, pero sintiendo el peligro como los animales sienten los temblores de tierra.
Hasta el mediodía”, declaró Gamboa consultando el reloj de oro que llevaba en el chaleco. “Te doy hasta que el sol esté en lo alto para que decidas. O me traes los 500 pesos de oro o la niña se viene conmigo. No hay tercera opción, compadre.” Los pistoleros retrocedieron, pero sus ojos siguieron fijos en paloma como buitres que esperan su momento.
Gamboa montó su caballo con la elegancia de un torero y se alejó del jacal seguido por sus hombres, dejando tras de sí una nube de polvo y el eco de sus palabras como látigos en el aire. Macario abrazó a su hija contra su pecho, sintiendo como temblaba como una paloma herida. 500 pesos de oro en 4 horas, podría vender su alma al y no conseguiría ni la décima parte.
Los vecinos más próximos estaban tan pobres como él, arruinados por la misma sequía que había devastado toda la región. El pueblo más cercano quedaba a dos días de camino y aunque consiguiera llegar, ¿quién le prestaría una fortuna a un ranchero desconocido sin más garantía que su palabra? Fue entonces cuando recordó las historias que contaban los arrieros en las noches de luna llena, leyendas que corrían de boca en boca por todos los senderos del desierto.
Pancho Villa, el centauro del norte, el hombre que había convertido la injusticia en combustible para su revolución, que protegía a los pobres y castigaba a los poderosos con la furia de un huracán desatado. Dicen que Villa nunca rechazaba ayudar a quien lo necesitaba de verdad, que su justicia era más rápida que sus balas y más certera que sus rifles.
Paloma! Susurró Macario, separándose de su hija para mirarla a los ojos. Papá va a salir un momento. Quédate con la comadre refugio y no salgas de su casa hasta que yo vuelva. La niña asintió sin entender, limpiándose las lágrimas con el dorso de la mano. “¿Vas a conseguir el dinero, papá?” Macario le acarició la cara con ternura infinita, memorizando cada detalle de su rostro como si fuera la última vez que lo viera. “Voy a conseguir algo mejor que dinero, hijita.
Voy a conseguir justicia”, ensilló su caballo más flaco, un alazán colorado que había conocido días mejores, pero que aún conservaba el orgullo de su raza. Metió en las alforjas un pedazo de carne seca, una cantimplora de agua y la pistola oxidada que había pertenecido a su padre. No era mucho, pero tendría que bastar para lo que se avecinaba.
El compadre Evaristo, el herrero, lo vio pasar galopando como alma que lleva el por la calle principal del pueblo. “Macario, ¿a dónde vas con esa prisa?” “A buscar a Pancho Villa!”, gritó el ranchero sin detenerse. “Si Dios me ayuda antes de que el sol se meta, Gamboa va a saber lo que es enfrentarse a un hombre de verdad.” Evaristo se persignó y murmuró una oración.
En el norte de México, buscar a villa podía significar la salvación o la muerte, pero nunca la indiferencia. El herrero había oído decir que el revolucionario andaba por los cañones de Santa Clara con su escolta de dorados, pero también sabía que encontrar a Villa cuando él no quería ser encontrado era más difícil que hallar agua en el desierto.
Macario espoleó su caballo hacia las montañas, que se alzaban como dientes de piedra contra el cielo azul cobalto. El tiempo corría como arena entre sus dedos y cada minuto que pasaba era un minuto menos para salvar a Paloma. El sol ya estaba alto cuando llegó al primer cañón, donde un arroyo seco serpenteaba entre rocas rojizas que ardían como brasas.
Fue allí donde lo encontraron. Tres jinetes emergieron de detrás de unas peñas como apariciones del desierto, rifles Winchester apuntando al corazón de Macario. El ranchero alzó las manos despacio, sintiendo cómo se le secaba la boca al ver las cananas cruzadas en los pechos de los hombres, los sombreros de palma adornados con monedas de plata, las miradas duras como pedernal.
¿A dónde vas con tanta prisa, hermano? preguntó el que parecía mandar. Un hombre joven de bigote negro y ojos que habían visto demasiada guerra para su edad. Su voz tenía el acento cantado del norte, pero también la dureza de quien ha aprendido a desconfiar de todo y de todos. “Busco a Pancho Villa”, respondió Macario, manteniendo las manos en alto, pero clavando la mirada en los ojos del jefe.
“Tengo un asunto urgente que solo él puede resolver. Los tres revolucionarios intercambiaron miradas. El más joven, un muchacho que no podía tener más de 20 años, se rió con una carcajada seca. Todo el mundo busca al general Villa, compadre. Unos para matarlo, otros para unírsele, algunos para pedirle favores.
¿Tú en cuál grupo andas? En el de los que necesitan justicia. replicó Macario con una firmeza que lo sorprendió a él mismo. Un coronel ladrón quiere llevarse a mi hija de 10 años como pago de una deuda. El silencio que siguió fue más pesado que el calor del mediodía. Los revolucionarios bajaron lentamente sus rifles, pero no los apartaron del todo.
El jefe escupió en la tierra reseca y estudió a Macario con ojos entrecerrados. ¿Cómo te llamas? Macario Galván para servirle. Yo soy Martín López, dijo el jefe. Y estos son mis hermanos Nicolás Fernández y Pablo López. Somos de la escolta personal del general Villa.
Su voz se había vuelto más grave, cargada de una autoridad que no necesitaba gritos. Cuéntanos esa historia desde el principio, compadre, y que sea la verdad, porque el general odia las mentiras más que a los federales. Macario se bajó del caballo y, de pie, bajo el sol implacable del desierto, les contó todo. La sequía, la desesperación, el préstamo de Gamboa, el pagaré trampa, la cláusula oculta, la amenaza contra Paloma.
Habló con la urgencia de quien ve correr el tiempo como agua en el desierto, pero también con la precisión de quien sabe que cada palabra podía significar la diferencia entre la vida y la muerte de su hija. Cuando terminó, Martín López se quitó el sombrero y se pasó la mano por el cabello negro. Coronel Eustaquio Gamboa murmuró como si pronunciara una maldición.
Conocemos a ese hijo de la chingada, exfederal, usurero, abusivo, miró a sus compañeros y algo pasó entre ellos sin necesidad de palabras. Síguenos, compadre Macario. El general va a querer oír esta historia. El campamento de Villa estaba escondido en un cañón profundo donde las rocas formaban muros naturales de 30 m de altura. Una docena de caballos pastaban junto a un manantial que brotaba de las piedras como un milagro, y los dorados se movían entre las sombras con la eficiencia silenciosa de lobos experimentados.
Algunos limpiaban sus rifles, otros preparaban café negro en ollas ennegrecidas por el fuego, todos con ese aire de peligro contenido que caracterizaba a los hombres que habían hecho de la guerra su profesión. y de la revolución, su religión. En el centro del campamento, sentado en una roca plana, como si fuera un trono natural, estaba el hombre que había puesto a temblar a todo el norte de México.
Francisco Villa era más bajo de lo que Macario había imaginado, pero su presencia llenaba el cañón como el eco de un trueno. Vestía camisa de algodón blanco, pantalones de cuero y botas altas que llegaban hasta las rodillas. Su sombrero de palma estaba adornado con una banda de monedas de oro y en el pecho llevaba cruzadas dos cananas que brillaban como serpientes de bronce bajo el sol.
Pero lo que más impresionó a Macario fueron sus ojos, negros como pozos de petróleo, duros como diamantes, con esa mezcla de inteligencia animal y furia contenida que caracterizaba a los grandes depredadores. Villa estaba limpiando meticulosamente una pistola Colt put 45, revisando cada pieza con la concentración de un relojero.
Cuando Martín López se acercó para informarle, ni siquiera levantó la vista del arma. “Mi general”, dijo López quitándose el sombrero. “Este hombre tiene algo que contarle. Es sobre el coronel Gamboa.” Solo entonces Villa alzó los ojos y Macario sintió que esa mirada lo desnudaba hasta el alma. Evaluando su valía como un comprador de caballos evalúa un potro. Gamboa.
La voz del revolucionario era grave y pausada con un acento norteño que convertía cada palabra en una pequeña sentencia. Ese cabrón me debe unas cuentas desde hace tiempo. Villa hizo un gesto para que Macario se acercara sin dejar de manipular su pistola. Habla, compadre, y que sea rápido, porque el tiempo vale oro y nosotros andamos cortos de los dos.
Por segunda vez en esa mañana que parecía eterna, Macario contó su historia, pero esta vez fue diferente. Cada palabra que salía de su boca parecía caer sobre villa como gotas de ácido y el ranchero podía ver como la mandíbula del revolucionario se tensaba progresivamente.
Cuando llegó a la parte donde Gamboa había mirado a Paloma con ojos de coyote, Villa cerró el tambor de su pistola con un chasquido seco que sonó como un hueso quebrándose. Una niña de 10 años. Villa se puso de pie lentamente, guardando la colt en su funda con un movimiento que era pura gracia letal. Ese hijo de su madre quiere llevarse a una criatura. El silencio en el campamento se volvió absoluto.
Incluso los caballos parecían haber dejado de masticar. Los dorados conocían esa voz. Sabían lo que significaba cuando su jefe hablaba con esa calma mortal que precedía a la tormenta. Villa se acercó a Macario hasta quedar a pocos centímetros de su cara. El ranchero pudo oler el tabaco de mascar y la pólvora que impregnaban la ropa del revolucionario.
Pudo ver las pequeñas cicatrices que marcaban sus manos como mapas de batallas pasadas. “En mi México”, dijo Villa con voz que parecía salir de las profundidades de la tierra. Los hombres que tocan a las criaturas terminan alimentando a los coyotes. ¿Me entiendes, compadre? Macario asintió incapaz de hablar.
Villa se alejó y empezó a caminar en círculos, las esporas tintineando contra las piedras del suelo. De pronto se detuvo y gritó a sus hombres, “En los caballos, nos vamos a cobrar una deuda.” El campamento se transformó en un hervidero de actividad. Los dorados recogieron sus pertrechos con la eficiencia de soldados veteranos.
Revisaron municiones, ajustaron cinchas, verificaron que cada rifle estuviera cargado y listo. Villa se acercó a su caballo, un alazán tordillo que relinchó al sentir las manos de su jinete. “¿Cuánto falta para el mediodía?”, preguntó Villa mirando el sol. Macario calculó mentalmente. Como dos horas, mi general.
Villa sonríó y esa sonrisa no tenía nada de alegre. Era la sonrisa de un tiburón que huele sangre en el agua. Perfecto. Vamos a llegar justo a tiempo para la cita. Montó de un salto y espoleó su caballo. Vámonos, muchachos. Hoy vamos a enseñarle a un coronel cómo se respeta a las familias mexicanas. La cabalgata que salió del cañón parecía una visión del apocalipsis.
villa al frente, seguido por ocho de sus dorados más fieles, todos montados en caballos que habían corrido más batallas que años tenían. Macario cabalgaba junto al grupo, su corazón latiendo como tambor de guerra, sintiendo cómo renacía la esperanza en su pecho.
Detrás de ellos se alzaba una nube de polvo dorado que se veía desde kilómetros de distancia, anunciando que la justicia del norte de México venía en camino. El sol se acercaba a su senénit cuando llegaron al rancho de Macario. A lo lejos, el ranchero pudo ver que el coronel Gamboa ya había regresado y esta vez había traído más hombres.
Una docena de pistoleros se movían por el patio como buitres esperando su festín, mientras Gamboa permanecía sentado bajo la sombra de un mesquite consultando su reloj de oro con la paciencia de quien sabe que tiene todas las cartas ganadoras. Villa levantó la mano y el grupo se detuvo en una loma desde donde se dominaba todo el valle. El revolucionario sacó unos binoculares y estudió la escena durante largos minutos, contando hombres, evaluando posiciones, calculando distancias como un general que planea una batalla.
“1 hombres”, murmuró Villa guardando los binoculares. “No está mal para un cobarde.” Se volvió hacia sus dorados. Martín, tú y Pablo rodean por la izquierda, Nicolás y Teodoro por la derecha, el resto conmigo por el frente. Sus órdenes eran precisas como acuchilladas. Nadie dispara hasta que yo lo diga.
Pero si alguien hace ademán de tocar a la niña. No terminó la frase, pero no hizo falta. Cuando Eustaquio Gamboa vio la polvareda que se acercaba por el sendero principal, su primera reacción fue de fastidio. ¿Quién diablos podía ser a esas horas? Luego, cuando distinguió los sombreros de palma y las cananas cruzadas, sintió que se le helaba la sangre en las venas.
“Mierda!”, gritó poniéndose de pie de un salto. “Es Villa, Pancho. Villa viene para acá.” El pánico se extendió entre sus pistoleros como fuego en pasto seco. Algunos corrieron hacia sus caballos, otros simplemente se quedaron paralizados. Enfrentarse a Villa no era como pelear contra federales o rancheros desarmados.
Era como enfrentarse a la muerte misma con sombrero de palma y rifle Winchester. Villa llegó al galope y se detuvo a 20 m del grupo de Gamboa, levantando una nube de polvo que envolvió la escena como cortina de teatro. Cuando el aire se aclaró, el revolucionario estaba de pie junto a su caballo, rifle en mano, con esa sonrisa de lobo que había hecho temblar a generales federales.
“Coronel Eustaquio Gamboa!”, gritó Villa con voz que resonó por todo el valle. Vengo a saldar una cuenta pendiente. Gamboa trató de mantener la compostura, pero sus manos temblaban como hojas en la tormenta. Villa logró articular con voz ronca. Esto es un asunto privado. No te metas donde no te llaman. Villa soltó una carcajada que sonó como ladrido de coyote. Privado.
Robarle una niña a su padre es asunto privado. Avanzó despacio, el rifle balanceándose en sus manos con familiaridad mortal. En mi México, quien toca a una criatura se las ve conmigo. Los pistoleros de Gamboa miraban nerviosos a su patrón, esperando órdenes que no llegaban.
Sabían que atacar a Villa era suicidio, pero tampoco podían huir sin quedar como cobardes. El coronel se encontraba atrapado entre su arrogancia y su instinto de supervivencia. “Saca ese papel”, ordenó Villa señalando a Gamboa con el cañón de su rifle. “Ese pagaré que tanto te gusta enseñar.” Con manos temblorosas, Gamboa extrajo el documento del bolsillo interior de su chaqueta.
Villa se lo arrebató y lo examinó con ojos entrecerrados. Aunque todos sabían que el revolucionario apenas sabía leer. Lo importante no era lo que decía el papel, sino lo que representaba. 500 pesos por una criatura. Villa rasgó el documento por la mitad, luego en cuartos, hasta convertirlo en confeti que esparció el viento. Esa es tu aritmética, coronel.
Gamboa abrió y cerró la boca como pez fuera del agua. Era legal, Villa. Estaba firmado. Esta es mi ley ahora. Interrumpió Villa desenfundando su colt con un movimiento más rápido que el parpadeo. Y mi ley dice que los cobardes que abusan de niños no merecen ni el aire que respiran.
En ese momento, Paloma apareció en la puerta del jacal de la comadre refugio, sus ojitos negros brillando de alegría. al ver a su padre montado junto al hombre del que tanto había oído hablar. La niña corrió hacia Macario con su muñeca de trapo apretada contra el pecho, sin entender completamente la tensión que electrizaba el aire como antes de una tormenta. Villa observó la escena y algo se suavizó en su rostro curtido por el sol y la guerra.
Por un instante, el revolucionario temido por medio México se convirtió en un hombre que recordaba su propia infancia, sus propias hermanas, el peso sagrado de proteger a los inocentes. “Así debe ser”, murmuró Villa sin apartar los ojos de padre e hija, los niños con sus padres, no con los buitres.
Luego se volvió hacia Gamboa con una frialdad que hizo que varios pistoleros retrocedieran instintivamente. Ahora vas a pagar lo que debes, coronel, no en oro, sino en humillación. Vila hizo una seña a sus dorados, que inmediatamente rodearon a los hombres de Gamboa. La superioridad numérica del coronel se había evaporado cuando la mitad de sus pistoleros decidieron que villa daba más miedo que cualquier patrón.
Quítenle todo, ordenó Villa con la tranquilidad de quien da instrucciones para preparar café. Oro, joyas, caballos, armas, todo. No puedes hacer esto, protestó Gamboa mientras los dorados lo despojaban de su reloj de oro, sus anillos, su pistola con cachas de nar. Soy coronel del ejército. Eras coronel, corrigió Villa masticando un palillo de mezquite.
Ahora eres solo un ladrón de niños sin uniforme, escupió el palillo a los pies de Gamboa. Y los ladrones de niños en mi territorio terminan como los coyotes rabiosos con una bala en la cabeza. El color desapareció del rostro de Gamboa. Villa, por favor, ¿podemos llegar a un arreglo? Ya llegamos. interrumpió el revolucionario.
Tú te largas de estas tierras hoy mismo y si vuelvo a saber de ti molestando a familias pobres, te voy a hundir tan hondo que ni el te va a encontrar. Los dorados habían reunido un botín considerable, tres sacos de monedas de oro, joyas, relojes, armas finas. Villa tomó uno de los sacos y se lo entregó a Macario para que plantes maíz sin deber nada a nadie, compadre.
Macario recibió el saco con manos temblorosas, sintiendo el peso del oro que representaba años de trabajo. Mi general, yo no sé cómo agradecerle. No me agradezcas nada, cortó Villa. En la revolución no cobramos por hacer justicia. miró hacia el horizonte donde el sol comenzaba su descenso. Cuida bien a esa niña. Los hijos son lo único que vale la pena en este mundo de Villa montó su caballo y hizo una última advertencia a Gamboa, que temblaba como vara verde junto a un burro flaco que le habían dejado como único transporte. Tienes hasta que se ponga el sol para desaparecer de mi vista. Si mañana
amaneces en Chihuahua, amaneces muerto. El excoronel no necesitó más invitación. Montó el burro con la poca dignidad que le quedaba y se alejó hacia el sur, seguido por los dos pistoleros que aún le guardaban lealtad. Los demás habían optado por unirse a Villa cambiando la tiranía por la revolución con la pragmática sabiduría de quienes entienden cuándo las tornas han cambiado definitivamente.
Villa observó alejarse a Gamboa hasta que se convirtió en un punto negro en el horizonte dorado. Luego repartió el resto del oro entre los vecinos del pueblo, que habían llegado atraídos por el ruido. familias pobres que no habían comido carne en meses y que recibieron las monedas como si fueran milagros caídos del cielo. “Así es como se hace justicia en el norte”, declaró Villa mientras sus dorados preparaban los caballos para partir.
“Los ricos que roban a los pobres pagan con lo único que entienden, perdiendo lo que más aman.
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