Esto es lo que conduces para venir a mi edificio la risa de Victoria Mendoza cortó el

silencio del estacionamiento subterráneo como un cuchillo. Ocho ejecutivos

vestidos de Armani se congelaron detrás de ella, sus portafolios de cuero italiano colgando incómodos mientras

observaban la escena. Ninguno se atrevió a moverse. El Mustang del 87 tosió su

último aliento frente a la entrada de servicio del edificio diagonal Mar, el

más exclusivo de Barcelona. Aceite goteaba sobre el concreto pulido como sangre fresca. El capó humeaba y

Marcos Viñals, con su uniforme azul de mecánico manchado de grasa, simplemente

cerró los ojos y apretó el volante hasta que sus nudillos se pusieron blancos.

“Señora, por favor”, intentó decir el guardia de seguridad. “Cállate,

Roberto.” Victoria se acercó al coche con sus tacones Lubután, resonando como

sentencias. se inclinó hacia la ventanilla sucia, su perfume Chanel, chocando obscenamente

con el olor a motor quemado. ¿Sabes cuánto cuesta mi plaza de parking? ¿Sabes quién soy? Marcos abrió

la puerta despacio, muy despacio. Tenía que llegar a su turno de noche en el

taller mecánico del sótano antes de las 10. Ya eran las 9:40.

Si llegaba tarde, una vez más, lo despedirían. Y si lo despedirían, no

habría dinero para el alquiler. Y si no pagaba el alquiler, la asistente social

vendría de nuevo a evaluar si podía quedarse con custodia de su hija.

Disculpe, señora. El coche se averió justo aquí. Voy a moverlo inmediatamente.

Victoria retrocedió como si Marcos fuera contagioso. Moverlo, moverlo.

Su voz subió 3 octavas. Esto es una vergüenza. Roberto, llama a la grúa.

Quiero esta basura fuera de mi vista en 5 minutos.

Señora Mendoza, el señor Viñals trabaja en el edificio. Roberto intentó

explicar, pero sus palabras murieron cuando Victoria lo fulminó con la mirada. Trabaja aquí. Victoria giró

hacia sus ejecutivos. ¿Escucharon eso? Un mecánico que conduce esto, trabaja en

mi edificio. Las risas nerviosas de los ejecutivos llenaron el estacionamiento.

Es como contratar a un dentista sin dientes. Marcos sintió el calor subirle

por el cuello. No de vergüenza, de rabia contenida. esa rabia que había estado

guardando desde que Sandra lo dejó con una niña de 4 años y una nota que decía:

“No firmé para esta vida de pobreza.” Esa rabia que tragaba cada vez que los

otros padres en el colegio de Ema miraban su ropa remendada, esa rabia que

transformaba en dulzura cada noche cuando su hija le preguntaba por qué mamá no volvía.

El Mustang era de mi padre”, dijo Marcos, su voz peligrosamente calmada.

“Murió hace tres años arreglándolo. Es lo único que me queda de él.” Victoria

se ríó. Realmente se ríó. “¡Qué conmovedor! ¿Y qué quieres que haga?

¿Que llor? Esto no es una película de Hollywood mecánico. Esto es Barcelona.

Esto es el mundo real. Y en el mundo real, la gente exitosa conduce coches

que funcionan. Algo se rompió en el rostro de Marcos. No fue dramático, fue sutil, como una

grieta microscópica en un cristal que aún no sabe que va a hacerse pedazos.

Tiene razón, señora, dijo, y por primera vez en la conversación sonríó.

tiene toda la razón del mundo. Se volteó hacia su Mustang, pasó la mano por el

capó abollado con una ternura que ninguno de los presentes había mostrado jamás hacia sus porches y Mercedes.

Abrió el maletero y sacó su caja de herramientas. La misma caja que su padre

había usado durante 30 años. La misma caja que había alimentado a una familia

de cinco. La misma caja que ahora apenas alcanzaba para alimentar a una niña y

sus sueños de ser veterinaria. ¿Qué haces?, preguntó Victoria con impaciencia. La grúa viene en camino. Lo

sé. Marcos se arrodilló junto al motor. Sus manos se movieron con la precisión

de un cirujano. Aflojó algo aquí. Ajustó algo allá. El mundo desapareció. Solo

existían él y el último regalo de su padre. Uno de los ejecutivos, un hombre

joven con gafas de diseñador, se acercó curioso. ¿Qué está haciendo?

No lo sé y no me importa, espetó Victoria. Tenemos una junta con inversores japoneses en 15 minutos o

prefieres quedarte viendo al mecánico jugar con su chatarra. Pero el ejecutivo no se movió. Luego

otro se acercó y otro más. Había algo hipnótico en la forma en que Marcos

trabajaba. No había duda en sus movimientos. No había vacilación, solo

conocimiento puro convertido en acción. 5 minutos después, Marcos cerró el capó,

se limpió las manos en su uniforme, ya irremediablemente sucio, y se metió en el coche. Esto va a ser patético murmuró

Victoria. Marcos giró la llave. El motor rugió. No tosió. No tartamudeó. Rugió. El sonido

llenó el estacionamiento subterráneo como un trueno contenido. Las luces parpadearon, los sistemas de ventilación

vibraron. Y por un segundo, solo por un segundo, ese Mustang del 87 sonó

exactamente como lo que era, un depredador americano de pura potencia bruta. El silencio que siguió fue

ensordecedor. “Imposible”, susurró uno de los ejecutivos. Marcos apagó el motor y

salió del coche. No miró a Victoria, no necesitaba hacerlo. Recogió su caja de

herramientas, cerró con llave su Mustang y caminó hacia la entrada de servicio.

Espera. La voz de Victoria sonó diferente ahora, menos aguda, más

calculadora. ¿Cómo hiciste eso? Marcos se detuvo, pero no se volteó. Acerqué,

señora. El motor estaba muerto. Yo sé de coches. Ese motor estaba muerto. No estaba

muerto, respondió Marcos sobre su hombro. Solo necesitaba a alguien que lo

escuchara. Victoria dio dos pasos hacia él. Sus ejecutivos la miraron como si