Marcas profundas de dientes humanos estaban impresas en el cuello de la mujer. Esa imagen siniestra hizo que Pancho Villa y los pocos hombres que le quedaban tras una emboscada, detuvieran su avance. Uno de ellos apuntó instintivamente a la cabeza de la muchacha para acabar con su sufrimiento, pero Villa, con un gesto, ordenó esperar.
Bajó del caballo Siete Leguas con movimientos que no mostraban prisa, pero tampoco perdían tiempo. La figura que se tambaleaba entre los mezquites no era un espejismo del desierto de Chihuahua; era real. Y las heridas que llevaba contaban una historia que helaba la sangre incluso a un hombre curtido en la Revolución.
“Mi general”, murmuró Rodolfo Fierro. “Esa mujer viene del sur”.
Villa no necesitaba que le dijeran de dónde venía. Lo que le importaba era entender qué la había destrozado de esa manera.
La muchacha, que no debía tener más de veinte años, caminaba descalza sobre la arena caliente. Sus pies dejaban rastros de sangre que se secaban casi al instante. Su vestido, alguna vez blanco, era ahora un mapa de violencia escrito en harapos pardos. Cuando los vio, no corrió ni gritó. Simplemente se desplomó, como si su único propósito hubiera sido encontrarlos.
Villa se acercó, seguido por María Luz Corral, que traía el cantil y una expresión que prometía venganza.
“Agua”, susurró la mujer, su voz como papel quemándose.
Villa le acercó el cantil. Cuando el agua tocó sus labios agrietados, ella despertó del todo. Sus ojos se abrieron como los de un animal acorralado e intentó arrastrarse hacia atrás.
“Tranquila, muchacha. Soy Pancho Villa”.
El nombre debió significar algo, porque dejó de retroceder. Lo miró fijamente, evaluando si podía confiar en él. Era la mirada de quien ha perdido la fe en la bondad del mundo.
“¿Cómo te llamas?”
“Bartolomé”, logró decir. “Bartolomé Morales”.
“¿De dónde vienes, Bartolomé?”
Ella señaló al sur con una mano temblorosa. “De la hacienda. De las jaulas”.

Fierro escupió en la arena. Villa ya estaba viendo las marcas en las muñecas de la muchacha: rozaduras profundas, como las que dejan las cadenas. Y esas otras marcas en el cuello y los hombros. Marcas de dientes humanos.
“Cuéntanos”, dijo Villa, con voz que sonaba como promesa de tormenta.
Durante la siguiente hora, Bartolomé contó una historia que oscureció el rostro de los villistas. Habló de la Hacienda San Jerónimo, del patrón Rodrigo Santa María, y de las mujeres en jaulas de madera, tratadas peor que animales, usadas cuando él quería y castigadas cuando lloraban.
“¿Cuántas?”, preguntó Villa.
“Muchas. Veinte, tal vez más. Algunas ya murieron. Las entierran atrás de la casa grande”.
Juventino “el Búho” Ramos, el explorador del grupo, se acercó. “Mi general, conozco esa hacienda. Queda después de la sierra. Santa María es aliado de Carranza, tiene guardia blanca propia”.
Villa masticó la información. Conocía a Santa María de nombre: un hacendado poderoso que siempre se aliaba con el gobierno en turno, un hombre que se creía por encima de cualquier ley.
“¿Cómo escapaste?”, preguntó María Luz.
Bartolomé explicó que había roto una tabla podrida de su jaula durante una tormenta. Había corrido descalza, escondiéndose de día, caminando de madrugada. “Me van a llevar de vuelta”, susurró, agarrando el brazo de Villa. “Van a matarme”.
Villa se puso de pie lentamente. Había algo en sus ojos que Fierro conocía bien: la expresión que significaba que alguien iba a pagar muy caro.
“Fierro”, ordenó, “manda al Búho y a Cara Cortada a hacer reconocimiento. Quiero saber cuántos hombres tiene, dónde guarda las armas, cuántas salidas hay”.
“Mi general”, dijo Fierro con cuidado, “tiene más de cuarenta guardias y estamos en territorio carrancista. Si atacamos…”
“Si atacamos, ¿qué?”, replicó Villa. Fierro supo que era inútil discutir.
“Nada, mi general. ¿Cuándo atacamos?”
Villa sonrió, sin humor. “Mañana, antes del amanecer”.
Esa noche acamparon en una cañada escondida. La historia de Bartolomé había afectado a Villa. No era compasión, era una furia visceral. Él había hecho cosas terribles en la guerra, pero siempre por estrategia o supervivencia. Lo que Santa María hacía era crueldad por placer, y eso no podía tolerarlo.
El Búho y Cara Cortada regresaron confirmando lo peor.
“Las jaulas están ahí, mi general”, dijo el Búho, tragando saliva. “En veinte años siguiéndolo, nunca vi nada igual. Son como corrales de marranos, pero más chicos. Unas quince o veinte. Y hay mujeres adentro, como animales mismito”.
Cara Cortada, un veterano con una cicatriz que le cruzaba el rostro, añadió: “En la parte de atrás está el infierno. Las jaulas, un pozo para darles agua como a bestias, y un montón de cadenas y grilletes en la pared”.
“Vamos a atacar dos horas antes de que salga el sol”, decidió Villa. “Fierro, tú y Cara Cortada entran por el frente, hacen ruido. Búho, tú y tres hombres rodean la casa de los guardias. Yo voy con María Luz y el resto por atrás”.
“¿Y las mujeres de las jaulas?”, preguntó María Luz.
“Primero las liberamos. Después ajustamos cuentas”.
Bartolomé agarró el brazo de Villa. “Mátelo”, dijo con voz ronca de odio. “Mate al desgraciado”.
Villa la miró a los ojos y vio el mismo fuego que ardía en su pecho. “Despacito”, asintió, como quien hace un juramento. “Cuando yo termine con Santa María, va a rogar que lo deje morir”.
La hacienda dormía cuando los primeros disparos resonaron. Fierro y Cara Cortada atacaron la entrada principal con gritos y ráfagas de carabina. Los guardias despertaron en pánico.
Del otro lado, Villa cortó el alambre de la cerca trasera. El olor a desechos humanos era insoportable. Las jaulas estaban ahí, quince estructuras de madera tosca. Dentro, una mujer joven temblaba inconsciente. En la de al lado, una mujer mayor los observaba con ojos vacíos.
“¿Quiénes son ustedes?”, susurró.
“Venimos a liberarlas”, respondió María Luz, rompiendo la traba.
La mujer no se movió. “El patrón dice que si tratamos de huir, mata a nuestras familias”.
Villa se agachó. “El patrón no va a matar a nadie más. Yo lo garantizo”.
La certeza en su voz hizo que la mujer saliera, como un animal que ha olvidado cómo caminar. El grupo liberó a diecinueve mujeres vivas. Tres jaulas estaban vacías, pero manchadas de sangre seca. Algunas lloraban, otras estaban mudas, algunas parecían haber perdido la razón.
“María Luz”, ordenó Villa, “lleva a las mujeres a la cañada. Protéjanlas. Y tú”, dijo a Bartolomé, “voy a platicar con el dueño de la casa”.
Con el grupo de rescate a salvo, Villa se volvió hacia los cinco hombres que quedaban. “Vamos por la casa principal”.
Rodeó la casa mientras los disparos continuaban al frente. Encontró la ventana que buscaba: segundo piso, cortinas rojas de terciopelo. Trepó por la pared con la agilidad de sus días de bandido. Dentro oyó a Santa María gritando órdenes.
Villa rompió el vidrio con la cacha de la pistola y entró como una sombra. El cuarto era lujoso, pero también había chicotes colgados como decoración, grilletes dorados y, sobre una mesa, fotografías. Eran imágenes de las mujeres de las jaulas, decenas de ellas, una colección de sufrimiento.
La puerta se abrió y Santa María entró apurado. Se detuvo en seco al ver a Villa. Era un hombre grande, de barba rojiza y ropa cara.
“Pancho Villa”, escupió el nombre como una maldición.
“Patrón”, respondió Villa, guardando las fotos.
Santa María levantó el rifle, pero Villa fue más rápido. Su machete voló, acertando en el cuello del hacendado, cortando tendones pero evitando la arteria. El rifle cayó.
“Calma, amigo”, dijo Villa, trancando la puerta. “La fiesta apenas está empezando”.
Arrastró a Santa María a una silla y lo amarró con las cortinas rojas.
“Usted no puede hacer esto”, gimió el hacendado. “Tengo amigos en la capital”.
“Y yo tengo amigos en el infierno”, respondió Villa. “Apuesto a que van a estar contentos de conocerlo”.
“¿Sabe por qué estoy aquí?”, preguntó.
“Por las mujeres”, dijo Santa María con desprecio. “Son solo campesinas, nadie las extrañaba”.
La respuesta le valió una bofetada. “Equivocado. Estoy aquí por usted. Hay diferencia entre matar en pelea y convertir seres humanos en animales por placer”.
“¡Usted es un asesino!”, gritó Santa María.
“Cierto. Pero nunca mantuve a nadie en jaula. Nunca coleccioné fotografías de sufrimiento”.
Villa caminó por el cuarto. “Cuénteme de la primera mujer que encerró”.
Los disparos afuera disminuyeron. Villa sonrió; sus hombres estaban ganando. Golpearon la puerta.
“¡Patrón!”, gritó una voz.
“Responda”, ordenó Villa, acercando el machete a la garganta de Santa María.
“¡Estoy bien!”, gritó el hacendado. “¡Sigan peleando!”.
Los pasos se alejaron. Villa tomó una de las fotografías. Una adolescente aterrorizada. “¿Cómo se llamaba?”
“No sé…”
Villa presionó la hoja del machete bajo el ojo derecho del hacendado.
“¡Rosa! ¡Rosa, algo! ¡Murió de fiebre!”.
“Mentira”. La presión aumentó.
“¡Está bien! Trató de huir y tuve que dar un ejemplo. La colgué enfrente de todas”.
El silencio se apoderó de la hacienda. La batalla había terminado.
“Parece que mis muchachos terminaron”, observó Villa. “Fierro”, gritó hacia el patio, “¡vengan acá!”.
Fierro y Cara Cortada entraron. “Diecisiete muertos. El resto huyó”, reportó Fierro.
“Registren toda la casa”, ordenó Villa. “Busquen más fotografías, documentos. Quiero saber cuánto tiempo lleva esto pasando”.
Mientras registraban, Santa María, entre súplicas, reveló la verdad. No era solo él. Era un negocio, una red de hacendados y funcionarios federales. Soltó nombres en Sonora, en Hermosillo, incluso un general carrancista.
Fierro regresó, más sombrío que antes, con una caja y un libro de cuentas. “Mi general, esto es peor. Encontré un sótano secreto. Tiene… instrumentos. Y esto”.
Era un libro de cuentas. Santa María había registrado meticulosamente cada “adquisición”. Nombre, fecha de captura, fecha de muerte, causa de muerte.
Setenta y cuatro mujeres en siete años.
Villa cerró el libro. “Setenta y cuatro”, dijo con voz que sonaba a tierra seca.
“¡Algunas murieron naturalmente!”, balbuceó Santa María.
Villa abrió el libro al azar. “Carmen Vázquez, 17 años. Muerte por desobediencia. Soledad Ramírez, 15 años. Muerte por intento de fuga. María Jiménez, 14 años…”
“¡Mi general!”, gritó Cara Cortada desde afuera. “¡Venga a ver esto!”.
Villa salió al patio. Habían encontrado el cementerio clandestino. No eran tumbas, eran pozos profundos. Habían desenterrado los más recientes. Los restos mostraban tortura extrema: huesos fracturados, cráneos aplastados. En uno, Cara Cortada había encontrado los restos de una mujer joven, con cadenas todavía en los huesos. La habían enterrado viva.
Villa regresó al cuarto. “Las enterrabas vivas”. No fue una pregunta.
“¿Cuántas en total? No las del libro. Todas”.
Santa María hizo cuentas mentales. “Tal vez… tal vez 120, 130”.
Ciento treinta vidas.
“Fierro”, dijo Villa, la voz como sentencia de muerte. “Arrastra a este desgraciado al patio. Es hora de que pague. Y los otros nombres… los buscaremos uno por uno”.
Arrastraron a Santa María al patio, bajo el sol que castigaba sin piedad. Villa ordenó que juntaran a todos los sobrevivientes: empleados, vaqueros, las mujeres de la cocina. Quería testigos.
“Traigan las cadenas”, ordenó. Eran las mismas que Santa María usaba.
“Cara Cortada, trae a una de las mujeres que liberamos. La más fuerte”.
Regresó con una mujer de unos treinta años, delgada, pero con ojos llameantes. Miró a Santa María. “Es él”, dijo con voz firme. “Es el desgraciado que nos encerró”.
“¿Cómo se llama?”
“Mercedes. Mercedes Salazar”.
“Mercedes, quiero que me cuente, delante de todo el mundo, lo que este hombre les hizo”.
Mercedes vaciló, mirando a los empleados que bajaban la vista. Luego, su voz creció en fuerza.
“Mandaba a los muchachos agarrar mujeres solas. Huérfanas que no tenían familia. Nos traía para acá y nos metía en esas jaulas como si fuéramos animales”. Hizo una pausa, su cuerpo temblando de rabia. “Y después… después nos usaba. A todas. Cuando se cansaba de una, o cuando una lloraba mucho, la sacaba al patio. A veces las colgaba, como a Rosa, para darnos un ‘ejemplo’. A otras… a otras se las llevaba al sótano. Esas no volvían”.
El silencio en el patio era absoluto, roto solo por los sollozos de las cocineras.
Villa se volvió hacia Santa María. Sostenía el libro de cuentas.
“Usted dijo”, habló Villa, su voz resonando en el patio, “que era el derecho del más fuerte. Que era el mismo derecho que yo uso para matar y robar”.
Se acercó al hacendado. “Tiene razón. Es el derecho del más fuerte. Y en este momento, el más fuerte aquí soy yo”.
Villa miró las jaulas vacías y luego a sus hombres.
“Fierro. Cara Cortada. Métanlo en una”.
Los dos villistas agarraron a Santa María, que ahora gritaba y suplicaba, luchando inútilmente. Lo arrastraron hasta la jaula más pequeña, la que estaba más sucia de sangre seca, y lo arrojaron dentro.
“¡No! ¡No! ¡Por favor! ¡Tengo dinero! ¡Villa, piedad!”, gritaba.
Fierro cerró la traba de madera y la aseguró con las mismas cadenas que Santa María había usado.
Villa observó al hombre acurrucado, reducido al mismo estado que sus víctimas. Se volvió hacia sus hombres y los empleados aterrorizados.
“Quemen esta hacienda”, ordenó. “Quemen la casa grande y quemen este infierno que tiene atrás. Que no quede piedra sobre piedra”.
Mientras los villistas comenzaban a rociar queroseno, Pancho Villa montó su caballo. Las mujeres rescatadas, envueltas en sarapes, estaban listas para partir.
“Vámonos”, dijo Villa.
El grupo cabalgó alejándose de San Jerónimo. Detrás de ellos, las llamas comenzaron a devorar la casa principal. El fuego se extendió rápidamente a las jaulas de madera. Los gritos de Rodrigo Santa María se alzaron sobre el crepitar del incendio, un último sonido de horror antes de ser silenciado para siempre por el infierno que él mismo había construido.
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