El Secreto de los Ojos de Miel

 

I. La Sombra del Retrato

El sol de la tarde se filtraba perezosamente entre las celosías de madera labrada, proyectando rayas doradas y polvorientas sobre el piso de baldosas rojas de la casona colonial. En la Ciudad de los Reyes, en aquel año de gracia de 1789, la mansión de doña Ana Francisca de Mendoza y Salazar se erguía inmutable, un bastión de respetabilidad y silencio entre las familias más distinguidas del virreinato del Perú.

Sus muros, de un blanco de cal cegador bajo el sol del mediodía, sostenían balcones de intrincada carpintería morisca, desde los cuales se podía espiar el mundo sin ser visto. En su interior, los patios perfumados con azahares, jazmines y el húmedo olor de los helechos, testimoniaban la inmensa fortuna que su difunto esposo, don Rodrigo de Salazar, había acumulado mediante el comercio de plata con la metrópoli española. Sin embargo, dentro de aquellas paredes que respiraban opulencia y un decoro asfixiante, se guardaba un secreto que carcomía el alma de doña Ana con la misma persistencia con la que la humedad de Lima devoraba las maderas nobles.

—Madre, ¿por qué debo rezar cada noche frente al retrato de tía Catalina? —preguntó Elena.

La niña, de apenas once años, jugueteaba nerviosa con el rosario de nácar que pendía de su cuello. Su voz resonó con una inocencia que hirió el aire denso de la sala de costura. Doña Ana levantó la vista del bordado que ocupaba sus manos. A sus treinta y ocho años, conservaba una belleza severa, casi marmórea, similar a las vírgenes dolorosas que poblaban los altares de las iglesias limeñas; una belleza congelada en el tiempo por el luto y la penitencia.

Su rostro pálido, enmarcado por el sempiterno velo negro de viuda, mostraba pómulos altos y una boca pequeña que había olvidado el gesto de la sonrisa. Pero eran sus ojos —oscuros, profundos, perpetuamente velados por una tristeza antigua— los que revelaban el verdadero peso de los años.

—Porque es tu deber, hija mía —respondió con voz pausada, sin levantar la mirada del tejido, temiendo que sus ojos la traicionaran—. Tu tía Catalina fue una santa mujer que partió a los brazos del Señor antes de que tú nacieras. Falleció en el parto de un niño que tampoco sobrevivió. Es nuestra obligación mantener viva su memoria y rogar por su alma.

Elena contempló el retrato que dominaba la pared del oratorio privado de la casa. La pintura, obra de algún artista mediano contratado con prisas, mostraba a una mujer joven de rasgos delicados, con el cabello castaño recogido en un moño elaborado y un vestido de terciopelo verde oscuro con encajes flamencos. Pero lo que hipnotizaba a la niña no era el vestido ni la técnica, eran los ojos de la retratada: grandes, expresivos, del mismo tono miel líquido que ella misma veía cada mañana en el espejo. Todo lo demás en Elena —su cabello negro azabache, su piel de porcelana, la forma de su nariz— era idéntico a su madre, doña Ana. Pero aquellos ojos…

—Madre —insistió la niña, con esa intuición afilada que tienen los niños solitarios—, ¿por qué mis ojos son iguales a los de tía Catalina si todos dicen que me parezco a usted?

La aguja de bordar se detuvo bruscamente en el aire. Un silencio denso, casi palpable, llenó la sala, sofocando el canto de los pájaros en el jardín. Doña Ana sintió cómo se le secaba la garganta, como si hubiera tragado polvo del desierto.

—Los ojos son el reflejo del alma, Elena. Tu tía era mi hermana menor, sangre de mi sangre. Es natural que compartan ciertos rasgos —su voz sonó más áspera de lo que pretendía, teñida de un miedo repentino—. Ahora ve a prepararte para la cena. El padre Sebastián vendrá esta noche.

La niña hizo una reverencia y salió del salón con pasos ligeros, pero la pregunta quedó flotando en el aire, ardiendo como una brasa invisible. Doña Ana esperó hasta que los pasos de su hija se perdieron en las profundidades de la casona antes de permitir que sus manos temblaran. Dejó caer el bordado y se llevó los dedos a las sienes, sintiendo el inicio de uno de aquellos dolores de cabeza que la atormentaban desde hacía años.

Se levantó con dificultad, arrastrando el peso de sus faldas y de su historia, y caminó hasta el retrato. Allí, en la penumbra dorada del atardecer limeño, contempló aquella pintura que había sido su tormento y su salvación durante más de una década.

—Perdóname —susurró al óleo con una voz tan quebrada que apenas era audible—. Perdóname, Catalina, pero no exististe nunca.

II. La Confesión de la Carne y el Espíritu

La noche cayó sobre Lima con la rapidez característica del trópico, cubriendo la ciudad con un manto de estrellas y humedad. Las calles empedradas se llenaron del sonido de las campanadas llamando al rosario vespertino, y los faroles de aceite comenzaron a encenderse, proyectando sombras inquietas sobre los muros encalados.

Cuando el padre Sebastián llegó, traído por su esclavo en una silla de manos, doña Ana ya lo esperaba en el salón principal. El sacerdote, un hombre de sesenta años con el rostro curtido por el sol del altiplano y una mirada que había presenciado demasiadas miserias humanas para sorprenderse, notó de inmediato la tensión en la dama.

—Doña Ana, que Dios la bendiga —saludó, besando el anillo protocolario—. Me ha mandado llamar con urgencia. ¿Se encuentra mal la niña?

—Elena está bien, padre. Pero mi conciencia no lo está.

El sacerdote asintió gravemente, aceptó una copa de vino dulce y se sentó, esperando pacientemente.

—Padre, hace doce años que cargo con un pecado que me consume —comenzó Ana, con la voz temblorosa pero decidida—. La mentira crece como un tumor maligno. El retrato del oratorio… la mujer que mi hija conoce como su tía Catalina… nunca existió. Yo nunca tuve una hermana. Soy hija única. Catalina de Mendoza y Salazar es una invención, un fantasma creado para ocultar una verdad que nos habría destruido.

El padre Sebastián no mostró sorpresa; las inconsistencias en los relatos familiares siempre le habían resultado sospechosas. —¿Y quién es la mujer del retrato?

Doña Ana cerró los ojos y dejó que las lágrimas, contenidas por años, fluyeran libremente. —Es ella, padre. Es la verdadera madre de Elena. La mujer que amé y perdí. La mujer por la cual mi alma está condenada.

El silencio fue absoluto. El sacerdote se llevó la mano a la cruz de su pecho. Doña Ana procedió a narrar la historia, transportándose al año 1776. Relató su viudez temprana, su soledad, y la llegada de Catalina Herrera y Montesinos, una dama de compañía culta, lectora de filosofía y poesía, que había huido de la Inquisición española.

—No fue súbito, padre. Fue gradual, como el amanecer —explicó Ana, con una luz extraña en la mirada al recordar—. Me enamoré de su mente, y luego, inevitablemente, de todo su ser. Vivimos dos años de un amor prohibido, encerradas en esta casa, creando un paraíso secreto mientras Lima dormía.

Pero el paraíso tenía fecha de caducidad. Don Miguel de Avendaño, el cruel oidor y primo de su difunto esposo, descubrió el romance. El chantaje fue brutal: matrimonio con él para legitimar su control sobre la fortuna de Ana, y el exilio de Catalina a un convento en Panamá, o la hoguera de la Inquisición para ambas.

—Tuvimos una semana de gracia antes de separarnos —dijo Ana entre sollozos—. Y en esa semana, nos amamos con la desesperación de los condenados. Luego ella partió. Yo me casé con don Miguel. Pero entonces… descubrí que estaba embarazada.

El padre Sebastián palideció. —¿Cómo es posible? Don Miguel era…

—Estéril. Lo sabía él y lo sabía yo. Y hacía años que no yacía con nadie más. Elena, padre, es hija de Catalina y mía. Sé que es imposible para la ciencia de los hombres, pero para el misterio de Dios… Habíamos amado tan profundamente, en cuerpo y alma, que creo que nuestra unión dio fruto. Elena tiene mis rasgos, pero tiene los ojos de Catalina. Es un milagro, o quizás una maldición.

Ana explicó cómo inventó la historia de la “Tía Catalina” para justificar el parecido de la niña y ocultar su origen imposible. Don Miguel murió en un accidente oportuno poco después del nacimiento, dejando a Ana rica y libre para criar a la niña, aunque atrapada en una red de mentiras.

—El amor nunca es pecado, hija mía —dijo finalmente el sacerdote, conmovido por la magnitud del sacrificio—. Lo que ustedes sintieron… y el fruto de ese amor, esa niña, es un milagro. Su misión es protegerla. Dios escribe recto con renglones torcidos.

III. La Revelación

Pasaron tres años. El calendario marcaba 1792 y los vientos de cambio soplaban desde Francia, trayendo rumores de revolución y derechos humanos que se filtraban incluso en la conservadora Lima. Elena, ahora con catorce años, había florecido en una joven de inteligencia aguda y belleza inquietante.

La curiosidad, reprimida durante la infancia, estalló en la adolescencia. Aprovechando una ausencia de su madre, Elena forzó la cerradura de un cofre antiguo que doña Ana guardaba celosamente. Dentro, envueltas en seda, encontró las cartas.

Eran docenas. Todas firmadas por Catalina. “Para Ana, mi único amor…” “Aunque los muros de este convento sean mi tumba, mi alma vuela a tu alcoba cada noche…” “¿Es verdad el milagro? ¿Llevas en tu vientre un hijo nuestro? Cuídala, ámala por las dos…”

El mundo de Elena se detuvo. Las letras bailaban ante sus ojos miel, reordenando el universo. No era sobrina de una muerta. No era hija de un padre ausente. Era la hija del amor prohibido entre dos mujeres. La “tía” del retrato era su madre, y doña Ana, su madre de crianza, era el amor de su vida.

Un grito de confusión y epifanía se le escapó. Corrió al oratorio, con las cartas en la mano, y se enfrentó al retrato. Ahora, los ojos pintados no la miraban con distancia, sino con una intimidad avasalladora.

—¿Quién eres de verdad? —le gritó al lienzo—. ¿Por qué me dejaron sola?

Cuando doña Ana regresó y encontró a su hija rodeada de las cartas, supo que el tiempo de las mentiras había terminado. No hubo gritos de reproche por parte de Elena, solo una demanda silenciosa y feroz de la verdad absoluta.

Y esa noche, madre e hija hablaron hasta el amanecer. Ana desnudó su alma, narrando cada detalle, cada miedo, cada instante de felicidad robada. Elena escuchó, creciendo años en horas, perdiendo la inocencia para ganar su identidad.

IV. La Decisión

Los meses siguientes fueron un calvario de emociones. Elena oscilaba entre la rabia por el engaño y la fascinación por su origen. Doña Ana vivía en el terror de perder el amor de su hija. Pero el secreto compartido, en lugar de separarlas, comenzó a tejer un vínculo indestructible entre ellas. Eran las únicas dos personas en el mundo que conocían la verdad de su existencia.

Sin embargo, Lima se había vuelto pequeña. Las miradas de la sociedad, las preguntas sobre el futuro matrimonio de Elena, la hipocresía de los salones… todo asfixiaba a la joven que ahora sabía que su mera existencia desafiaba las leyes de aquel mundo.

Una tarde, mientras paseaban por el jardín, Elena tomó la mano de su madre. Sus ojos miel brillaban con una determinación nueva.

—Madre, no podemos quedarnos aquí —dijo con firmeza—. Esta casa está llena de fantasmas. Y yo no quiero vivir escondiendo quién soy, ni quiero que tú sigas viviendo de rodillas pidiendo perdón por haber amado.

—¿Y a dónde iríamos, hija? Mi vida está aquí, mis recuerdos…

—Tus recuerdos son de dolor. Catalina murió en Panamá, pero nosotras estamos vivas. Vámonos a España, o a Italia. Lejos de este virreinato donde cada piedra conoce tu apellido. Tengo la fortuna de don Rodrigo y de don Miguel. Usémosla para ser libres.

Doña Ana miró a su hija y vio en ella el espíritu indomable de Catalina. Vio la misma pasión por la libertad que había condenado a su amante.

V. Epílogo: Un Horizonte Nuevo

Seis meses después, la casona de Lima fue cerrada y puesta a cargo de un administrador. La sociedad limeña comentó durante semanas la repentina partida de la viuda de Mendoza y su hija hacia Europa, alegando motivos de salud y educación.

En la cubierta del galeón “Santa Bárbara”, mientras el puerto del Callao se convertía en una línea borrosa en el horizonte, doña Ana y Elena observaban el mar. El viento salado golpeaba sus rostros, llevándose los últimos vestigios del olor a incienso y encierro.

Elena sostenía en su regazo una pequeña caja de madera. Dentro, viajaba el lienzo recortado del retrato de Catalina. Ya no colgaba en un oratorio oscuro para ser venerado como una santa falsa; ahora viajaba hacia la luz, hacia el mundo.

—¿Crees que ella estaría feliz? —preguntó doña Ana, sintiendo por primera vez en años que podía respirar sin un peso en el pecho.

Elena sonrió, y en esa sonrisa, Ana vio la resurrección de su amada.

—Ella escribió que el amor verdadero es la única libertad —respondió Elena, apretando la mano de su madre—. Creo que, por primera vez, vamos a cumplir su deseo. No somos un pecado, madre. Somos una historia que aún no ha terminado de escribirse.

El sol se puso sobre el Pacífico, tiñendo el agua de colores violeta y oro, idénticos al terciopelo y a los marcos dorados de una vida que dejaban atrás. Mientras el barco cortaba las olas hacia el norte, madre e hija permanecieron juntas, no como guardiana y protegida, sino como compañeras de un destino elegido.

En sus corazones, y en los ojos color miel de Elena, Catalina finalmente descansaba en paz, viva para siempre en la libertad de las dos mujeres que más había amado.