Mi Esposo Duerme en el Baño Todas las Noches
Me casé pensando que los cuentos de hadas podían ser reales. La boda había sido perfecta: flores blancas, música suave, promesas susurradas entre lágrimas y aplausos. La primera noche juntos fue como vivir dentro de un sueño. Reímos, nos acariciamos, hablamos hasta que el cansancio nos venció. Despertamos con una sonrisa compartida, como si el mundo entero nos perteneciera.
Pero la magia empezó a desvanecerse más rápido de lo que jamás hubiera imaginado.
La segunda noche, lo esperé en la cama. Tenía la luz de la mesita encendida, un libro abierto en las manos y la esperanza de repetir la dulzura del día anterior. Esperé… hasta que el sueño me atrapó. No lo escuché entrar a la habitación. No sentí su cuerpo junto al mío.
A la mañana siguiente, la luz del sol se filtraba tímida por las cortinas. Me estiré, esperando encontrarlo a mi lado, pero el espacio estaba frío y vacío. Entonces, la puerta del baño se abrió y él salió, ya vestido, como si hubiera estado listo para salir desde hacía horas.
—Te levantaste temprano —murmuré, frotándome los ojos.
—Sí —respondió con una sonrisa breve—. Tengo una reunión de negocios.
Le pedí disculpas por haberme quedado dormida sin esperarlo, y él, ajustándose el reloj, dijo que había estado haciendo llamadas para no despertarme. Lo dije en broma, pero le pedí que la próxima vez viniera a la cama. Me besó en la frente y no dijo nada más.
Pensé que era una noche aislada. Me equivoqué.
Comenzó a repetirse. Cada noche, cuando creía que dormía, él se levantaba y se encerraba en el baño. Al principio pensé que quizá se quedaba dormido en el sofá o que simplemente se tomaba su tiempo para relajarse. Pero un par de veces desperté a las dos o tres de la mañana, extendí la mano para tocarlo… y el espacio seguía vacío.
Una noche, decidí comprobarlo. Me levanté sigilosamente y revisé la sala: nada. Cocina: vacía. Volví al cuarto y vi la línea de luz escapando por debajo de la puerta del baño. Toqué suavemente.
—¿Amor, estás bien? —pregunté.
—¡Sí! —contestó con una voz apresurada—. Regresa a dormir, ya salgo.
Pero nunca salía.
En otras ocasiones, la puerta estaba con seguro. Me quedaba ahí, con la mano en el picaporte, sintiendo una mezcla de curiosidad y temor. Volvía a la cama y miraba el techo hasta que amanecía.
La inquietud creció. ¿Me escondía algo? ¿Era algún tipo de adicción? ¿Estaba enfermo? No quería confrontarlo sin pruebas. Fui a casa de mi hermana y le conté. Ella bromeó diciendo que quizá hacía videollamadas secretas, pero yo sabía que no podía ser algo tan simple. No toda la noche.
Entonces, ocurrió.
Una madrugada, olvidó poner el seguro. Escuché el suave murmullo del agua o quizá un roce de telas. Me levanté descalza, el corazón golpeándome el pecho. Empujé la puerta con cuidado.
La escena me cortó la respiración.
Él estaba sentado en el suelo, rodeado de frascos pequeños y botellas, como si fuera un santuario improvisado. En el centro, sobre una toalla, había una caja de madera abierta. Dentro, fotografías: una mujer y un niño que no conocía, recortes de periódico, cartas arrugadas. Él las sostenía con manos temblorosas, murmurando algo apenas audible.
—¿Qué es esto? —pregunté, con la voz rota.
Me miró como si me hubiera sorprendido invadiendo un templo sagrado. Sus ojos estaban rojos, no sabía si de llanto o de furia.
—No es lo que piensas —dijo, pero no ofreció explicación.
Me contó a medias que eran recuerdos de alguien que había perdido antes de conocerme. Una mujer y un niño que habían muerto en un accidente. Dijo que en el baño se sentía protegido, que ahí podía “hablar” con ellos sin que nadie lo viera. Que desde nuestra boda, la culpa y el dolor habían regresado más fuertes.
Me quedé de pie, incapaz de moverme. Sentí compasión… pero también miedo. Él no me había contado nada de ese pasado. Nunca me mencionó que había amado a otra, ni que había sido padre. Habíamos construido nuestro matrimonio sobre un silencio enorme.
Las noches siguientes, intenté que durmiera conmigo. Lo convencí de que no necesitaba ese ritual, que yo podía acompañarlo en su duelo. Pero él se volvió distante. Comía poco, hablaba menos. Y cada vez que yo me dormía, él volvía al baño.
Un mes después, encontré la caja en nuestro clóset, con las fotos extendidas sobre nuestra ropa. Entre ellas, había una nota: “Lo intenté, pero no puedo dejarla ir.” Ya no se refería a mí.
Esa noche, empacó y se fue. No dejó dirección ni promesa de volver. Solo el eco de su dolor… y el vacío en nuestra cama.
Hoy, cuando pienso en él, entiendo que no competía con una amante ni con un secreto sucio, sino con un fantasma. Y contra los fantasmas… nunca se gana.
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