El Necrogán de Durango: Los Archivos Clasificados de la Iglesia sobre el Sepulturero que Casó a Nueve Viudas Muertas
En el árido y aislado terreno al norte de Durango, México, existe una comunidad olvidada llamada Santo Domingo del Parral. Un pequeño punto en el mapa, era un lugar donde la vida era dura y la muerte una necesidad sin sentimentalismos. Pero entre 1979 y 1982, este tranquilo pueblo se convirtió, sin quererlo, en el escenario de un horror real que desafió la lógica, puso a prueba la fe y obligó a la Iglesia Católica a un doloroso encubrimiento.
Este es el relato de Evaristo Montes, el sepulturero local que pasaba sus días cavando tumbas para los muertos y sus noches oficiando elaboradas y terroríficas ceremonias nupciales. Sus novias siempre eran viudas. Siempre vestían de negro. Y ninguna respiraba.
El hombre que se hizo amigo de los muertos (1979)
Evaristo Montes llegó a Parral en marzo de 1979. Era un hombre de unos treinta años, con manos enormes y una calvicie prematura que le daba un aire de experiencia. Aceptó de inmediato el despreciado trabajo de sepulturero y solo pidió una cosa: vivir en la choza de adobe abandonada dentro del cementerio.
El párroco local, el padre Sebastián Urdiales, de la iglesia de San José, consideraba a Evaristo extraño pero confiable. Cavaba tumbas rápidamente, mantenía el cementerio limpio y nunca pedía más dinero. Sin embargo, la aversión de Evaristo hacia los vivos era notable. Como consta en los archivos parroquiales, anotado por la cocinera del sacerdote, Luz María Esparza, Evaristo afirmó en una ocasión: «Los muertos son mejor compañía que los vivos. No juzgan».

El silencio habitual se rompió en agosto de 1979 con la muerte de Doña Refugio Campos, una viuda solitaria sin familia que llorara su pérdida. Evaristo cavó rápidamente su tumba en el sector oeste del cementerio. Lo que ocurrió en las horas previas a su entierro marcó el inicio del horror.
La primera boda y las flores de azahar
La noche del 23 de agosto de 1979, un campesino local, Don Hilario Montes, juró haber visto la luz de una vela en el cementerio, acompañada de un sonido inquietante: «música, una canción de boda». Sonaba como una marcha nupcial, pero, según él, parecía emanar de las profundidades de la tierra.
Cuando llegó el cortejo fúnebre a la mañana siguiente, encontraron el ataúd abierto y vuelto a sellar. El cuerpo de Doña Refugio, en su interior, había sido preparado de forma perturbadora: sus labios estaban manchados de negro, una cinta nupcial blanca le cruzaba el pecho y en su mano derecha sostenía un ramo de flores de azahar secas (flores de naranjo, tradicionalmente usadas en bodas), una flor que no se veía en Parral desde hacía décadas.
Al encontrarse con el sacerdote visiblemente afectado, hallaron a Evaristo limpio y tranquilo en su choza, con una navaja de afeitar, un peine y, crucialmente, un libro de oraciones abierto para el sacramento del matrimonio a su lado.
“Ya me casé, padre”, dijo Evaristo, según se cuenta. “Anoche”.
Más tarde esa tarde, el padre Urdiales encontró una escalofriante anotación en el registro oficial de matrimonios de la parroquia, fechada el 23 de agosto de 1979, escrita con la letra temblorosa de Evaristo: “Evaristo Montes contrae matrimonio con Refugio Campos ante Dios y los santos. Testigos: las almas del cementerio de San José”.
El voto de misericordia y el silencio de la Iglesia
La confesión de Evaristo al sacerdote no fue de malicia, sino de una devoción retorcida. “Refugio estaba sola”, le dijo al sacerdote. “Nadie la acompañó en vida. Solo le di lo que merecía, un esposo que la recibiera en el más allá”. Juró que no había profanado el cuerpo; Él simplemente ofició la ceremonia, le entregó el velo y el ramo, y recitó las palabras sagradas.
Temiendo un escándalo público que destruiría la parroquia, el padre Urdiales tomó una decisión fatídica: le prohibió a Evaristo volver a tocar los cuerpos, le ordenó confesarse semanalmente, pero no denunció el crimen.
Este silencio fue catastrófico. Durante los siguientes tres años (1980-1982), Evaristo Montes se casó con siete viudas más, cada una abandonada por su marido. A cada funeral le seguía rápidamente la aparición de atuendos nupciales en la tumba: velos, flores y toscas cruces de madera talladas con la inscripción: «[Nombre] Rivas de Montes, Amada Esposa».
Don Hilario seguía oyendo la música: a veces una marcha nupcial, a veces voces masculinas cantando un coro desde el cementerio por la noche. La comunidad estaba presa del miedo, creyendo que los muertos hablaban.
La Voz de la Tumba
Impulsado por la duda, el padre Urdiales finalmente se escondió cerca del cementerio una noche de marzo de 1980 para presenciar el ritual de Evaristo. Observó al sepulturero, vestido con un traje negro, leyendo en voz alta un viejo cuaderno encuadernado en cuero; no un libro de oraciones de la iglesia, sino un texto ritual. Evaristo habló, hizo una pausa y extendió la mano como si sostuviera la de otro.
Cuando Evaristo alzó un anillo, lo besó y lo dejó caer sobre la tierra fresca de la tumba, el sacerdote quedó paralizado. Entonces, lo oyó: la voz de una mujer, débil pero clara, que surgía del interior de la tumba sellada. «Sí, acepto».
El sacerdote huyó. Al día siguiente, encontró la tierra de la tumba removida.
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