El Pozo y la Lección de Vida

El maestro era un hombre de mirada clara y pasos pausados. Había dedicado su vida a enseñar filosofía en la pequeña aldea. No necesitaba mucho: un techo sencillo, algunos libros, y aquel pozo que le daba agua fresca cada mañana.

Una tarde, un joven abogado, que en algún momento había sido su alumno, regresó al pueblo. Venía vestido con traje elegante, zapatos brillantes y la sonrisa de quien se cree más listo que los demás.

—Maestro, le vendí el pozo… —dijo con seguridad, mientras lo observaba como quien revela una trampa bien hecha—. Pero el agua que está dentro todavía es mía. Si quiere usarla tendrá que pagar un poco más.

El silencio se extendió unos segundos. El abogado esperaba ver al anciano alterarse, enojarse, protestar. Pero el maestro solo lo miró con calma, como si ya hubiera visto esa astucia muchas veces antes.

Con voz serena respondió:

—Qué curioso. Justo iba a buscarlo para decirle que debe retirar su agua de mi pozo. Porque si mañana sigue ahí… tendré que cobrarle un pequeño alquiler.

La sonrisa del abogado se quebró. Sus labios temblaron antes de soltar una risa nerviosa.

—Jajaja… tranquilo, maestro. Era solo una broma.

El maestro asintió con suavidad.
—Lo sé. Por eso personas como usted terminan siendo abogados, después de estudiar con nosotros.


Los días siguientes

El abogado no pudo dormir aquella noche. Lo que había sido un simple juego de palabras en su mente, se transformó en una piedra en su conciencia. ¿Por qué el maestro no se había enfadado? ¿Por qué una respuesta tan simple lo había dejado en ridículo?

Trató de olvidarlo, pero cada vez que veía su reflejo en los espejos de su oficina, recordaba la calma del maestro. El joven, que solía reírse de los ingenuos clientes que caían en sus trampas legales, comenzó a sentir un vacío. Había ganado dinero, prestigio, pero ¿qué quedaba de la dignidad que un día tuvo como estudiante?


El abogado

Con el tiempo, el joven comprendió que podía seguir dos caminos: el de la astucia vacía o el de la sabiduría verdadera. Al principio luchó con su ego, pero aquella frase del maestro se convirtió en una brújula. Decidió cambiar la forma de ejercer su profesión. Aprendió a defender a los débiles, a usar las leyes para proteger en lugar de oprimir. Sus colegas lo criticaban, lo llamaban “idealista”, pero él sabía que ya no podía traicionar lo que había aprendido en silencio, junto al pozo.

El abogado no se volvió rico como soñaba, pero sí respetado. En el pueblo, la gente ya no lo recordaba como el muchacho burlón, sino como un hombre que supo rectificar su camino.


El maestro

El maestro, en cambio, siguió su vida como siempre: regando su huerto, compartiendo historias con los vecinos, y observando cómo la vida enseñaba más que cualquier libro. Nunca buscó crédito por la transformación de su antiguo alumno. Sabía que los verdaderos maestros no necesitan aplausos: basta con sembrar una semilla, aunque tarde años en florecer.


Epílogo

El pozo siguió siendo del maestro. El agua, como la sabiduría, corrió limpia para todos los que se acercaban con respeto.

Y el joven abogado, que un día intentó adueñarse del agua con un truco, terminó entendiendo que la dignidad es la fuente que nunca se seca.