El viento del norte golpeaba las ventanas de la casona Soto en San Miguel de Allende, Guanajuato, con una furia que parecía querer arrancar los postigos centenarios de sus bisagras. Era una de esas noches de noviembre donde el frío calaba hasta los huesos, penetrando incluso los muros de cantera rosa de 70 cm de grosor que habían protegido a la familia durante cinco generaciones.

La niebla se arrastraba por las calles empedradas del centro histórico como un presagio silencioso, envolviendo las farolas coloniales en un manto fantasmal que hacía que la ciudad pareciera suspendida en el tiempo, atrapada entre su glorioso pasado colonial y un presente lleno de secretos oscuros. Dentro de aquella mansión de estilo barroco mexicano, Valeria contemplaba su vestido de novia colgado en el armario de caoba. Era una pieza espectacular, confeccionada con encaje español importado, perlas naturales y bordados de hilo de plata que representaban flores de cempasúchil. Una ironía que no se le escapaba a Valeria: llevaba la flor de los muertos en el vestido de su vida.

El encaje brillaba bajo la tenue luz ámbar, pero ella no sentía alegría, solo un vacío profundo. Cada vez que miraba ese vestido, no veía un símbolo de amor, sino un sudario elegante. Mañana era su boda. Mañana caminaría hacia el altar de la parroquia de San Miguel Arcángel del brazo de su padre, don Fermín Soto, un hombre cuya mirada severa había dominado su vida. Mañana sellaría su destino con Roberto Maldonado, un hombre rico y poderoso que su familia había elegido como quien elige una antigüedad valiosa.

Pero Valeria conocía la historia. La maldición de las mujeres Soto. Su tía Carmela, ahogada en la bañera la víspera de su boda. Su prima Elena, calcinada en un accidente automovilístico inexplicable. Su hermana mayor, Sofía, la rebelde, encontrada muerta por una supuesta sobredosis el día de su matrimonio. Todas muertas antes de llegar al altar.

Impulsada por una sospecha que le helaba la sangre, Valeria había decidido investigar esa misma noche. Mientras la casa dormía, bajó al sótano prohibido, el lugar que su padre le había vedado desde la infancia bajo amenaza de castigos terribles. Allí, en la oscuridad subterránea, encontró la verdad: una pared cubierta de fotografías de las mujeres muertas de su familia, vestidas de novia, bajo la etiqueta macabra: “Liberada”.

—Es una galería hermosa, ¿verdad?

Valeria gritó y se dio la vuelta. En la escalera, iluminado desde abajo por la luz de la linterna que se le había caído, estaba su padre, don Fermín Soto. Vestía su bata de seda oscura y en su mano derecha sostenía una pistola.

—Papá… —Valeria retrocedió hasta chocar con la pared de fotografías—. ¿Qué… qué es esto?

Don Fermín descendió los últimos escalones con calma, como si estuvieran teniendo una conversación casual.

—Es nuestro legado, Valeria. La tradición de los Soto. Una tradición que se remonta a más de un siglo.

—Tú… tú las mataste —la voz de Valeria era apenas un susurro ahogado—. Mataste a Sofía. A todas ellas.

—Yo no —respondió su padre, su voz curiosamente tranquila—. Bueno, no a todas. Mi padre mató a algunas. Mi abuelo a otras. Es una carga pesada, hija mía, una que los hombres de esta familia llevamos en silencio para asegurar que el sol siga brillando sobre nuestra casa.

Don Fermín terminó de bajar la escalera y se detuvo a unos metros de ella. La pistola apuntaba al suelo, pero su dedo descansaba peligrosamente cerca del gatillo.

—¿Por qué? —preguntó Valeria, sintiendo que las lágrimas de terror se mezclaban con una náusea violenta—. ¿Por dinero? ¿Por poder?

—Por supervivencia —dijo él, con un fanatismo brillando en sus ojos oscuros—. Crees que la fortuna de los Soto, nuestra influencia, nuestra suerte inquebrantable en los negocios y la política es casualidad? No, Valeria. Todo en esta vida tiene un precio. Hace ciento veinte años, mi bisabuelo hizo un trato. No con el diablo, eso es vulgar folklore, sino con las fuerzas antiguas de esta tierra. La tierra exige sangre virgen y promesas rotas para devolver oro. La vida de una novia, en el umbral de su cambio, es la ofrenda más pura. La energía de la esperanza truncada alimenta nuestra prosperidad.

Valeria miró la foto de Sofía. “Liberada”.

—¿Liberada? —escupió la palabra con asco—. ¿Eso es lo que le dices a tu conciencia?

—Están liberadas de la decepción de la vida, Valeria. Del dolor del parto, de la traición de los maridos, de la vejez. Se convierten en eternas, en santas de nuestra propia religión privada. Y Roberto… él lo entiende.

El estómago de Valeria dio un vuelco. —¿Roberto sabe esto?

—Roberto es un hombre de negocios pragmático. Él no se casa contigo por amor, Valeria. Se casa por la asociación con los Soto. Él sabe que mañana habrá un funeral, no una boda, y que a cambio, sus empresas se fusionarán con las nuestras bajo una estrella de suerte invencible. Él recibirá el dote, y nosotros… nosotros recibiremos la ofrenda.

Fermín levantó el arma lentamente, apuntando al pecho de su hija. —No te dolerá. Es rápido. Sofía ni siquiera despertó. Le di el beso de las buenas noches y una inyección. Contigo… bueno, has sido demasiado curiosa, así que tendrá que ser más directo. Lo haremos parecer un robo que salió mal. Un intruso en la noche. Trágico.

Valeria sintió que el miedo se transformaba en algo frío y duro en su interior. Miró a su alrededor buscando una salida, un arma, algo. A su derecha, en una estantería vieja, había frascos de vidrio polvorientos que contenían líquidos de limpieza industrial y solventes que se usaban antiguamente en la hacienda.

—Mamá lo sabe —dijo Valeria, intentando ganar tiempo.

La máscara de calma de Fermín se agrietó por un segundo. —Tu madre… tu madre prefiere no ver. Ella vive en su jardín, con sus tés y sus nervios. Ella sabe que su comodidad depende de su silencio.

—Te equivocas, Fermín.

La voz resonó desde lo alto de la escalera, firme y cargada de una ira contenida durante décadas. Ambos, padre e hija, alzaron la vista. Doña Patricia estaba allí. No llevaba su bata de dormir, sino un vestido negro, y en sus manos no había una bandeja de té, sino una escopeta de caza de doble cañón, una reliquia que solía colgar sobre la chimenea del estudio.

—Patricia, baja eso —ordenó Fermín, aunque su voz titubeó por primera vez—. No sabes cómo usarla.

—He vivido en esta casa treinta años, Fermín —dijo ella, descendiendo los escalones. Sus manos temblaban, pero no de miedo, sino de adrenalina—. He lavado la sangre de tu ropa. He escuchado tus mentiras. He llorado a mis hijas en silencio porque me hiciste creer que era mi culpa, que mi sangre estaba maldita. Pero esta noche no. No te llevarás a Valeria.

—¡Es necesario! —rugió Fermín, perdiendo la compostura—. ¡Sin el sacrificio, todo se derrumba! ¡Las cuentas, las propiedades, el prestigio! ¿Quieres vivir en la miseria?

—Prefiero vivir en el infierno que pasar un día más contigo —sentenció Patricia.

El estruendo del disparo fue ensordecedor en el espacio cerrado del sótano. Patricia no apuntó a Fermín, sino al techo, a una vieja tubería de gas que corría expuesta a lo largo de las vigas de madera. El plomo perforó el metal y un silbido agudo llenó la habitación. El olor a gas comenzó a inundar el aire instantáneamente.

—¡Estás loca! —gritó Fermín, girándose hacia ella y disparando su pistola.

La bala golpeó a Patricia en el hombro, haciéndola girar y caer sobre los escalones de piedra.

—¡Mamá! —gritó Valeria.

Aprovechando la distracción de su padre, Valeria agarró uno de los pesados frascos de solvente y lo arrojó con todas sus fuerzas. El cristal se rompió contra la pared detrás de Fermín, salpicando su espalda y las fotografías con líquido inflamable.

—¡Corre, Valeria! —gritó Patricia desde el suelo, agarrándose el hombro sangrante—. ¡Sube!

Valeria no lo pensó. Corrió hacia la escalera, empujando a su padre cuando este intentó cortarle el paso. Fermín, resbalando en el solvente derramado y desequilibrado por el pánico del gas que se acumulaba, cayó al suelo. Valeria llegó hasta su madre, la ayudó a ponerse en pie y juntas subieron los escalones restantes a trompicones.

—El gas… —jadeó Patricia—. Una chispa…

Llegaron al pasillo del piso principal y Valeria cerró la puerta del sótano de un golpe, echando el cerrojo. Podían escuchar los gritos de Fermín al otro lado, golpeando la madera maciza.

—¡Abre la puerta! ¡Maldita sea, abre la puerta!

—Vámonos, mamá. Tenemos que salir de la casa.

Corrieron hacia la entrada principal, pero al abrir el portón de madera tallada, se encontraron con una figura bloqueando el umbral. Roberto Maldonado. El novio. Vestía un traje impecable, a pesar de ser las tres de la mañana. Su rostro era una máscara de indiferencia.

—¿A dónde creen que van con tanta prisa, querida? —preguntó Roberto, bloqueando el paso con su cuerpo voluminoso. Detrás de él, dos hombres de seguridad privada esperaban en la penumbra del patio—. Fermín me llamó. Dijo que tenías “pies fríos”. No podemos permitir un escándalo, Valeria.

Valeria comprendió entonces la magnitud de la trampa. No era solo su familia; era el sistema entero, el patriarcado podrido de su círculo social cerrando filas para proteger sus intereses.

—Déjanos pasar, Roberto —dijo Valeria, sosteniendo a su madre—. Se acabó. Hay gas en el sótano. Todo va a explotar.

Roberto soltó una risa seca. —¿Gas? No seas dramática. Entra en la casa y tómate un calmante. Mañana será un gran día. O un gran funeral. De cualquier modo, yo gano.

Roberto avanzó para agarrar el brazo de Valeria. En ese instante, una explosión sorda sacudió los cimientos de la casona. El suelo bajo sus pies vibró como si un terremoto hubiera despertado. Las ventanas del ala este estallaron hacia afuera en una lluvia de cristal y fuego.

El cerrojo de la puerta del sótano no había resistido la presión. La bola de fuego había subido por la escalera, devorando el oxígeno, buscando salida.

Roberto, distraído por la explosión, aflojó su agarre. Valeria reaccionó con el instinto de supervivencia de las cinco generaciones de mujeres que habían muerto antes que ella. No usó la fuerza bruta; usó la sorpresa. Clavó los dedos en los ojos de Roberto y luego le propinó un rodillazo en la ingle con tal violencia que el hombre cayó de rodillas, sin aire.

—¡Corre! —le gritó a su madre de nuevo.

Salieron al patio empedrado mientras las alarmas de incendio comenzaban a aullar y el humo negro empezaba a salir por las ventanas del piso superior. Los guardias de Roberto, confundidos por la explosión y el fuego que se propagaba con una rapidez sobrenatural —alimentado quizás por los viejos químicos, o quizás por la furia de las muertas—, retrocedieron.

Valeria arrastró a su madre hasta el coche de Patricia, un viejo Volvo estacionado en la entrada lateral. Las llaves estaban en el bolsillo de la bata de su madre; Patricia había planeado esto, se dio cuenta Valeria. Quizás no el fuego, pero sí la huida.

Mientras el coche arrancaba y las llantas chirriaban sobre el empedrado de San Miguel, Valeria miró por el espejo retrovisor. La Casona Soto, el monumento al poder y la crueldad de su familia, era ahora una antorcha gigante contra el cielo nocturno. Vio una silueta en la entrada, envuelta en llamas, quizás su padre intentando escapar, o quizás Roberto intentando entrar. No importaba. El fuego purificaba todo.

Condujeron en silencio durante horas, saliendo de Guanajuato, tomando la carretera hacia el norte, lejos, donde el apellido Soto no significaba nada.


Un año después.

El sol del Mediterráneo calentaba la piel de Valeria mientras caminaba por las calles estrechas de un pequeño pueblo costero en España. El aire olía a sal y a pan recién horneado, no a incienso ni a humedad antigua.

Se sentó en una pequeña terraza frente al mar y pidió dos cafés. Minutos después, Patricia se unió a ella. Su madre caminaba con una leve cojera, secuela de la bala en el hombro, pero sus ojos estaban claros, vivos, libres de la neblina de los sedantes.

—Llegó el correo —dijo Patricia, dejando un sobre sobre la mesa. No tenía remitente, pero sabían lo que era. El informe final de los abogados que habían contratado bajo identidades falsas para liquidar lo que quedaba de los activos que no se habían quemado.

La casona había quedado reducida a cenizas. Los cuerpos de Fermín Soto y Roberto Maldonado habían sido encontrados entre los escombros. La policía había cerrado el caso como un accidente trágico provocado por una fuga de gas durante una reunión nocturna previa a la boda. Sin herederos varones vivos, y con la “desaparición” de las mujeres Soto (presuntamente muertas en el incendio, según los rumores locales que ellas no se molestaron en corregir), el imperio se había disuelto. Las deudas ocultas habían salido a la luz, devorando la fortuna manchada de sangre.

Valeria tomó el sobre y, sin abrirlo, sacó un mechero de su bolso. —No necesitamos el dinero —dijo ella.

—No —coincidió Patricia, sonriendo por primera vez con una sinceridad que le quitaba diez años de encima—. Tenemos nuestras manos. Y estamos vivas.

Valeria prendió fuego a la esquina del sobre y lo dejó arder en el cenicero de cerámica. Miró cómo el papel se consumía, convirtiéndose en ceniza gris que el viento del mar se llevó lejos, dispersándola sobre las olas azules.

Pensó en Sofía, en Elena, en Carmela y en todas las demás. Por primera vez, la palabra que su padre había usado con tanta crueldad cobró un nuevo significado, uno verdadero y propio. No eran mártires de una secta familiar. Eran el combustible de su libertad.

Valeria respiró hondo, llenando sus pulmones de aire limpio. —Liberada —susurró, y esta vez, la palabra no sonó a maldición, sino a promesa.

Tomó la mano de su madre y juntas miraron hacia el horizonte, donde el sol brillaba sin sombras, sin secretos, y finalmente, sin miedo.