El viento atravesaba el desierto de

Chihuahua con la misma indiferencia con

que arrastraba las noticias de Europa a

través del Atlántico. Corría el año de

1942

y el mundo ardía en llamas que parecían

lejanas, pero que ya comenzaban a tocar

las costas mexicanas. Los submarinos

alemanes habían hundido dos buques

petroleros en el Golfo de México, el

potrero del llano y el faja de oro. La

sangre de marineros mexicanos se había

mezclado con el petróleo en aguas que

México consideraba propias. La respuesta

del gobierno no se hizo esperar. El

presidente Manuel Ávila Camacho, ese

hombre de rostro sereno que había

llegado al poder prometiendo unidad

nacional, declaró la guerra al eje en

mayo de aquel año. Fue una declaración

cautelosa, medida consciente de que

México no era una potencia militar, sino

una nación que apenas salía de la

revolución, que todavía sanaba heridas

internas, que miraba con recelo

cualquier aventura militar que pudiera

recordar las viejas intervenciones

extranjeros. La declaración de guerra

abrió un capítulo complejo en la

historia mexicana. No se trataba

solamente de unirse a los aliados por

principios democráticos o por

solidaridad continental. Existían

razones pragmáticas. La economía

mexicana dependía enormemente de Estados

Unidos y Washington ejercía presiones

diplomáticas constantes. Pero también

existía algo más profundo, algo que

tenía que ver con la dignidad nacional,

con demostrar que México podía ser un

actor respetable en el escenario

mundial. El problema residía en cómo

materializar esa participación.

El ejército mexicano de principios de

los años 40 no estaba preparado para una

guerra moderna. Sus soldados habían sido

forjados en la revolución, en combates

irregulares, en tácticas de guerrilla,

en lealtades regionales y caudillistas

que poco tenían que ver con la

disciplina militar que exigían los

campos de batalla europeos o asiáticos.

Cuando comenzó el proceso de selección

de soldados para una posible

participación directa en la guerra, los

criterios fueron estrictos.

Se buscaban jóvenes con educación

básica, con cierta comprensión del

español escrito, sin problemas de salud

evidentes. Llegaron miles de voluntarios

desde todos los rincones de la

República. Llegaron campesinos de

Jalisco que apenas sabían leer. Obreros

de Monterrey con manos callosas y

miradas directas. estudiantes de la

Ciudad de México con ideales

antifascistas grabados en el pecho,

indígenas, zapotecos y mayas que veían

en el uniforme una oportunidad de

escapar de la pobreza.