Aquella mañana de sol abrasador, cuando el canto del sabiá aún resonaba en los cafetales de Vassouras, el destino de Domingos estaba sellado sin que él lo supiera. Hacía tiempo que Sinhá Mariana, la esposa del coronel, había puesto los ojos en él con un hambre que ninguna oración del padre Honório podría aplacar.

Domingos era un hombre negro, alto y fuerte, de unos 30 años. Había trabajado en la casa grande desde que el coronel Jacinto de Albuquerque lo trajo del Recôncavo bahiano siendo un niño. Su madre, Zefa, se había quedado atrás, y él jamás la volvió a ver.

En la casa de los Albuquerque, Domingos aprendió a leer a escondidas. La hija mayor del coronel, la niña Isaura, de corazón manso, le enseñaba las letras cuando su padre no estaba. Pero Isaura creció y se fue a vivir a São Paulo con un juez rico. Domingos se quedó solo, con sus libros escondidos bajo el colchón de paja.

El coronel Jacinto era un hombre de trato duro, pero justo dentro de lo que permitía la época. Sin embargo, su esposa, Sinhá Mariana, era de otra índole. Había llegado de Río de Janeiro a los 18 años, una joven hermosa de ojos felinos, casada con Jacinto —un viudo 20 años mayor que ella— por un acuerdo entre familias. Desde el primer día, sintió el peso del tedio y la soledad en aquella hacienda perdida entre montañas.

Mariana pasaba los días bordando en la galería, leyendo novelas francesas y observando a los esclavos trabajar. Fue así como comenzó a fijarse en Domingos: en cómo cargaba los sacos de café sobre su ancha espalda, en el sudor que le corría por el pecho y en los músculos que se dibujaban bajo su piel oscura.

El deseo que nació en ella era prohibido por todas las leyes divinas y humanas. Pero Mariana no era mujer que se doblegara fácilmente a los mandamientos.

El coronel Jacinto pasaba largas temporadas en la ciudad tratando de negocios. Eran en esas ausencias cuando Mariana sentía crecer la tentación. Una noche de luna llena, cuando el coronel llevaba quince días fuera, Mariana mandó llamar a Domingos a la casa grande. La excusa fue que la ventana de su cuarto no cerraba bien.

Domingos subió las escaleras con el corazón apretado; él mismo había revisado todas las cerraduras la semana anterior y sabía que no había ninguna ventana rota.

Cuando entró, la encontró en camisón blanco, con el cabello suelto sobre los hombros. “Domingos, arregla esta ventana”, dijo con voz suave, señalando una ventana que funcionaba perfectamente.

Él se acercó, fingiendo examinar la cerradura con manos temblorosas. Fue entonces cuando sintió la mano de ella tocar su espalda, subiendo lentamente por su camisa.

“Sinhá, esto no está bien”, murmuró él, sin volverse.

Mariana rio por lo bajo, una risa dulce y cruel. “¿Quién eres tú para decir lo que está bien, Domingos? Eres mío, así como todo en esta hacienda es mío”.

Él se giró y vio en sus ojos una mezcla de deseo y poder que le heló la sangre. Entendió en ese instante que no tenía elección. Si se negaba, podría ser vendido, azotado o algo peor. Ella tenía sobre él el poder de vida o muerte.

Esa noche, Domingos hizo lo que ella le ordenó. Mientras la poseía, sintió que estaba perdiendo algo de sí mismo, un pedazo de su alma que jamás recuperaría. No había placer en aquello, solo vergüenza y asco de sí propio, como si estuviera traicionando todo lo que su madre Zefa le había enseñado sobre dignidad y honra. Mariana, sin embargo, sintió el placer embriagador del poder, de haber doblegado a aquel hombre fuerte a su voluntad.

Después de esa primera noche, lo llamó otras veces, siempre cuando el coronel estaba fuera. Domingos iba porque no tenía alternativa, pero sentía que moría un poco por dentro cada vez que subía aquellas escaleras.

En la senzala, los otros esclavos comenzaron a percibirlo. Maria das Dores, que lavaba la ropa de la casa grande, vio a la Sinhá mirando a Domingos “con ojos de cobra”. Benedito, que trabajaba en el molino, notó cómo Domingos se volvía callado y triste, sin comer ni conversar.

Una tarde, Benedito lo encaró. “Mano Domingos, ¿qué te está comiendo por dentro?”. Domingos no respondió, solo bajó los ojos. Pero Benedito entendió todo en ese silencio. Pronto, todos en la senzala supieron lo que estaba pasando.

Lo peor vino cuando el coronel Jacinto regresó. Sinhá Mariana continuó llamando a Domingos, ahora con más cuidado, eligiendo las horas en que su marido estaba en el cafetal o en la villa. Domingos vivía en pánico constante, imaginando qué pasaría si fueran descubiertos. Sabía que, aunque él era la víctima, sería él el castigado.

Pensó en huir, en desaparecer por el bosque hacia los quilombos de la Serra da Mantiqueira, pero sabía que los capitães do mato (cazadores de esclavos) lo encontrarían y lo traerían de vuelta para ser azotado hasta que la carne se abriera.

Una noche, después de que Mariana lo despidiera, Domingos se quedó en la galería, pidiendo a los orixás de su madre que le dieran fuerza. Fue entonces cuando oyó una voz. Era Joaquim do Rosário, un esclavo viejo y sabio que cuidaba de los caballos.

“Hijo mío”, dijo Joaquim con voz pausada. “Sé lo que te está pasando y sé que no tienes la culpa. Pero necesitas tener cuidado, porque el destino está tramando una desgracia grande para ti”.

“¿Cómo lo sabe?”, preguntó Domingos, asustado.

“Tengo 70 años, niño. He visto mucho. Y sé que esto no va a terminar bien”. Domingos sintió las lágrimas venir. “No quiero esto, Seu Joaquim, pero ¿cómo puedo decirle que no?”

“No puedes, hijo”, respondió el anciano, poniendo una mano en su hombro. “Porque eres hombre, pero no eres tratado como hombre. Eres tratado como cosa. Reza, hijo, reza a tus ancestros para que te protejan, porque una tormenta grande está viniendo”.

Y tenía razón. Tres semanas después, Sinhá Mariana descubrió que estaba embarazada.

Aunque el coronel Jacinto aún visitaba el lecho de su esposa de vez en cuando y creía que el hijo era suyo, Mariana sabía la verdad en el fondo de su corazón. Sabía que aquel niño podría nacer con rasgos que lo denunciarían todo.

El miedo la consumió. Dejó de llamar a Domingos, pasó a evitarlo e incluso pensó en venderlo lejos. Domingos sintió un alivio inmenso, como si hubiera sido liberado. Pero el alivio duró poco.

Una tarde, el coronel Jacinto lo llamó a su despacho. Por el semblante serio del patrón, supo que algo terrible iba a suceder.

“Domingos”, dijo el coronel con voz fría. “Me contaron unas historias sobre ti y mi esposa. Historias que no quiero creer, pero que necesito investigar”.

Domingos sintió que el suelo desaparecía. “Señor, yo nunca le falté el respeto a la Sinhá. Lo juro por el alma de mi madre”.

“Entonces, ¿por qué Maria das Dores te vio saliendo de su cuarto de noche?”

Domingos no supo qué responder. Cualquier palabra podría ser su sentencia de muerte. En un arranque de desesperación, decidió contarlo todo. Habló de cómo la Sinhá lo llamaba, de cómo no podía negarse, de cómo sufría cada vez que subía aquellas escaleras. Mientras hablaba, las lágrimas descendían por su rostro.

El coronel Jacinto escuchó todo en silencio, su rostro enrojeciendo, las manos apretando el látigo con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos.

Cuando Domingos terminó, el coronel dijo solamente: “Sal de aquí. Vete a la senzala y no salgas de allí hasta que yo decida qué hacer”.

Esa noche, la hacienda entera quedó en un silencio tenso. En la casa grande se oyeron voces; Sinhá Mariana gritó; el coronel gritó más alto. Se oyeron platos rompiéndose y puertas golpeando. De madrugada, un solo tiro ecoó por la hacienda, haciendo que todos se despertaran asustados.

Temprano en la mañana, el capataz vino a la senzala y le ordenó a Domingos que se preparara. El coronel iba a venderlo a un comprador de esclavos que estaba de paso. Un hombre que llevaba negros al sur, al Rio Grande, para las charqueadas (factorías de carne seca), donde la vida era aún más dura.

Domingos juntó sus pocas cosas: el libro que Isaura le había dado y la imagen de Nuestra Señora que su madre le colgó del cuello cuando era niño. Se despidió de sus compañeros. Benedito lloró. Maria das Dores hizo la señal de la cruz. Joaquim do Rosário solo dijo: “Que los ancestros te acompañen, hijo mío, dondequiera que vayas”.

Antes de partir, Domingos miró una última vez hacia la casa grande. Vio a Sinhá Mariana en la ventana de su cuarto, con la mano en el vientre ya levemente redondeado, los ojos rojos de tanto llorar.

En ese momento, él no sintió odio ni pena por ella. Sintió apenas un vacío inmenso, porque entendió que ambos eran víctimas de un sistema cruel que transformaba a seres humanos en objetos, en propiedades, en cosas sin voluntad propia.

La carreta que se lo llevaría estaba esperando. Domingos subió, encadenado junto a otros cinco esclavos que también habían sido vendidos. Y mientras la hacienda se quedaba atrás, pensó en su madre Zefa, a quien nunca más vio; en la niña Isaura que le enseñó las letras; en el viejo Joaquim y sus sabios consejos. Y pensó también en aquel niño que quizás nacería con sus ojos, y que crecería sin saber nunca quién fue su padre verdadero.

La historia de Domingos se perdió en los caminos del Brasil esclavista, como tantas otras historias de hombres y mujeres que fueron usados, abusados y descartados. Pero su dolor resonó a través de los tiempos: un grito silencioso de todos aquellos que no pudieron decir no, que cargaron no solo el peso del trabajo forzado, sino también la violencia íntima que ocurría en las sombras de las casas grandes, un recordatorio de que la dignidad es el bien más precioso que un ser humano puede tener.