Las ruedas oxidadas de la bicicleta chirriaban en la madrugada costarricense,

cada pedaleo una agonía que atravesaba el abdomen consumido de don Aurelio

Campos. 76 años de vida, 58 de ellos montado en

esa misma bicicleta repartiendo leche por los caminos polvorientos de Cartago.

Pero esta madrugada del 15 de agosto, día de la Virgen de los Ángeles, patrona

de Costa Rica, cada movimiento era una batalla contra la muerte que ya había

comprado boleto de ida en su cuerpo. El cáncer de próstata en estadio 3 lo había

convertido en un esqueleto viviente, 48 kg de piel estirada sobre huesos que

alguna vez sostuvieron a un hombre robusto, orgulloso de su trabajo honesto. Los médicos habían sido claros

8 meses atrás. Don Aurelio necesita tratamiento urgente, 8 millones de

colones. Sin eso le quedan 8 meses, tal vez menos, 8 millones de colones.

000 estadounidenses. Una fortuna inalcanzable para un hombre

que ganaba 12,000 colones diarios vendiendo los 15 L que producían sus dos

vacas ancianas. Al día apenas suficiente para alimentar

a las vacas y comprar las pastillas que hacían el dolor más llevadero, aunque

nunca lo eliminaban. Señor, tosía don Aurelio mientras

pedaleaba en la oscuridad previa al amanecer. Si hoy es mi último día, que al menos

pueda repartir esta leche, la gente necesita hacer sus desayunos especiales

por la Virgen. La sangre manchó su pañuelo cuando tosió de nuevo. No

importaba. Nada importaba ya, excepto seguir pedaleando, porque detenerse

significaba rendirse y don Aurelio Campos nunca se había rendido, ni cuando

su esposa María Elena, murió hace 22 años de un infarto fulminante, dejándolo

solo con cuatro hijos adolescentes, ni cuando esos mismos hijos, ya adultos,

emigraron a Estados Unidos hace 15 años y lo borraron de sus vidas, como se

borra un error de una pizarra. Roberto, el mayor de 43 años, trabajaba

en construcción en Texas. Marta, de 41, era enfermera en California. Los

gemelos, Carlos y Luis, de 38, tenían un restaurante en Florida. Prósperos,

exitosos, ausentes. En 15 años ni una llamada, ni un dólar enviado, ni un

¿Cómo está, papá? Solo mensajes esporádicos en Navidad diciendo, “Venda

la finca, papá, ya está viejo. Reparta el dinero entre nosotros y váyase a un

asilo, no sea terco.” La finca, 3 haáreas de tierra verde,

donde su abuelo sembró café en 1890, donde su padre crió vacas desde 1920,

donde él mismo nació en 1949, la tierra que sus hijos veían solo como

billetes, pero que para él era raíces, historia, sangre. Moriré aquí, repetía

cada vez que insistían, esta tierra es de mi padre y de mi abuelo, no la vendo. Así que dejaron de

insistir y dejaron de llamar. Lo abandonaron. cuatro hijos que alguna vez

montó en esa misma bicicleta para llevarlos al doctor cuando tenían fiebre, que abrazó cuando lloraban, que

alimentó con el sudor de su frente. Ahora lo consideraban un estorbo, un

viejo terco que se interponía entre ellos y su herencia. El camino ascendía

hacia la montaña. Don Aurelio tosió sangre de nuevo, pero sus piernas

seguían pedaleando. Los bidones de aluminio tintineaban en el portaequipajes.

15 L, ocho clientes regulares, 800 colones por litro, 12,000 colones que

debían durar todo el día. alimento para las vacas, un poco de arroz y frijoles

para él, las pastillas contra el dolor. Las 5 de la mañana, el cielo comenzaba a

teñirse de violeta sobre las montañas. A lo lejos, las campanas de la basílica de

los ángeles repicaban llamando a la primera misa. Miles de peregrinos

llegarían hoy a Cartago para honrar a la Virgen negrita. Era día festivo, día de

familia, día de abundancia para quienes tenían familia. Don Aurelio pedaleaba

solo. El dolor en su abdomen era como vidrios molidos. El tumor en su próstata

había crecido tanto que apenas podía orinar. Los médicos le habían dicho que

eventualmente el cáncer bloquearía completamente su sistema. muerte lenta,

agonizante. Pero él había elegido morir pedaleando, morir trabajando, morir con dignidad,

aunque fuera solo. Virgen santísima susurraba mientras las lágrimas rodaban

por sus mejillas hundidas. No pido curación. Ya sé que mi tiempo terminó.

Solo pido, solo pido no morir completamente solo, que aunque sea mis

vacas, mi manchada y mi canela, estén conmigo cuando me vaya, que alguien, que

alguien cierre mis ojos. Ni siquiera pedía por sus hijos. Ese dolor era más

profundo que el cáncer. El abandono de un hijo duele más que cualquier tumor,

porque el cáncer ataca el cuerpo, pero el rechazo de la sangre propia destroza el alma. tenía nueve nietos que nunca

había conocido. Roberto tenía tres hijos, Marta dos, Carlos y Luis, dos

cada uno. Nueve rostros que solo había visto en fotografías viejas que sus

hijos enviaron años atrás, antes de que el silencio se volviera permanente.

nueve niños que probablemente ni sabían que tenían un abuelo en Costa Rica, un

abuelo que los amaba sin conocerlos, que oraba por ellos cada noche, aunque sus

padres lo hubieran borrado de la historia familiar. La bicicleta avanzaba lentamente.

Don Aurelio se detuvo un momento jadeando. El mundo giraba, las fuerzas lo abandonaban. se aferró al manubrio

para no caer. Solo un poco más, Aurelio, se dijo así mismo, solo entrega la leche