Las Flores de la Venganza: La Historia de Dona y Lia

El calor de agosto aplastaba el patio de subastas en Vila Rica, Minas Gerais, como un peso de hierro fundido. Era el año 1798, y el aire no olía a la tierra roja de Brasil, sino a sudor rancio, estiércol y un miedo tan denso que se podía saborear en la parte posterior de la garganta. Las moscas, gordas y perezosas, zumbaban alrededor de la plataforma de madera donde los seres humanos eran exhibidos y vendidos como ganado.

En medio de aquel infierno, el martillo del subastador descendió con un estalo seco y definitivo. ¡Crack!

Dona, de apenas dieciséis años, permanecía en el tablado apretando la mano de su hermana menor, Lia, con tanta fuerza que sus nudillos estaban blancos. Lia, con catorce años y la inocencia temblando en sus ojos oscuros, intentaba hacerse pequeña, desaparecer. Pero no había dónde esconderse de los ojos fríos y calculadores del Coronel Vicente Coutinho.

El Coronel, un hombre cuya reputación de crueldad recorría el Valle del Paraíba como una plaga, las recorría con la mirada como quien examina los dientes de un caballo. Pagó el triple del precio inicial sin pestañear. Mil quinientos reales. Una fortuna.

—Envuélvanlas —dijo Coutinho a su feitor, un hombre con cicatrices llamado Tibúrcio—. Las quiero en mis aposentos esta noche. Bañadas.

Lo que el Coronel no sabía, lo que su arrogancia le impedía ver, era que esas muchachas ya lo conocían. Lo habían visto seis meses atrás, en la Hacienda del Araguaia, cuando él, borracho y violento, había asesinado a su madre. Dona recordaba cada detalle: la resistencia de su madre, los arañazos en la cara del Coronel y la cuerda que siguió. En la oscuridad de su mente, Dona no era una víctima; era un verdugo esperando su turno.

La Jaula de Oro

El viaje hacia la mansión del Coronel fue un tránsito silencioso hacia la boca del lobo. La casa grande se erguía imponente, con columnas blancas que brillaban bajo el sol poniente y robles antiguos cubiertos de musgo español. Para el mundo exterior, era un monumento a la riqueza del café y el oro; para Dona, era un escenario de crímenes impunes.

Tibúrcio las empujó brutalmente hacia la entrada de servicio. —Pórtense bien. Una mirada equivocada y desearán estar muertas. Rosa las preparará.

Rosa, la jefa de las esclavas domésticas, era una mujer de unos cincuenta años con la mirada vacía de quien ha visto demasiado y ha sentido muy poco durante demasiado tiempo. Las llevó a un baño en el piso superior, un lujo impensable para ellas.

—Lávense. Vistan lo que hay en la silla —ordenó Rosa con voz plana—. El Coronel las espera a las nueve. No le hagan esperar.

Cuando Rosa salió, el dique de contención de Lia se rompió. —No puedo, Dona —sollozó, aferrándose al vestido de su hermana—. Prefiero morir antes de que me toque.

Dona acunó el rostro de su hermana. Sus ojos, secos y duros como el pedernal, se clavaron en los de Lia. —Escúchame bien. Esta noche no será lo que piensas. ¿Recuerdas lo que mamá nos enseñó sobre la adelfa?

Lia parpadeó, confundida. —¿El veneno? —He estado recolectando hojas de adelfa durante seis meses —susurró Dona, sacando una minúscula bolsita de tela cosida en el dobladillo de su enagua—. Las sequé y las molí hasta hacerlas polvo. Esta noche, el Coronel beberá su último trago.

—Nos matarán —gimió Lia. —No si somos inteligentes. Los hombres como él, viejos y borrachos, mueren todo el tiempo. Será el corazón, dirán. Pero necesito que seas fuerte. Tienes que actuar. Tienes que fingir terror, no culpa.

La Cena de la Muerte

A las nueve en punto, entraron en la suite del Coronel. El lujo era obsceno: terciopelo, cristal y caoba. Coutinho estaba allí, aflojándose el cuello de la camisa, con el rostro enrojecido por el alcohol y la lujuria anticipada.

—¿No son perfectas? —murmuró, mirándolas con una sonrisa depredadora—. Sírvanme una cachaça. Quiero que nos conozcamos.

Dona se acercó a la licorera. Sus manos, entrenadas por el odio, no temblaron. Sirvió tres vasos. En el de la derecha, dejó caer el polvo invisible de la adelfa y lo disolvió con un movimiento rápido del dedo. —Aquí tiene, señor.

El Coronel tomó el vaso envenenado. Dona contuvo el aliento mientras el líquido bajaba por su garganta. Fue un trago largo, ansioso. —Siéntense —ordenó él, señalando las sillas frente a él—. Beban conmigo.

El tiempo se dilató. Minutos que parecían horas. El Coronel hablaba, burlándose de la memoria de su madre, jactándose de su poder. Dona bebía su propia copa, limpia, asintiendo sumisamente, mientras contaba los latidos de su propio corazón.

De repente, la cara del Coronel cambió. Se llevó una mano a la sien. —Qué demonios… —balbuceó. Intentó levantarse, pero sus piernas fallaron. La adelfa, potente y despiadada, estaba atacando su sistema nervioso, cortando los cables entre su cerebro y sus músculos.

—¿Señor? —preguntó Dona, fingiendo preocupación—. ¿Debo llamar al médico? —¡No! —gruñó él, respirando con dificultad—. Es solo… el calor. Trae… trae mi medicina.

Intentó dar un paso y se desplomó, arrastrando consigo una mesa auxiliar. El estruendo resonó en toda la habitación. —¡Ahora, Lia! —susurró Dona.

Ambas hermanas comenzaron a gritar, una actuación digna del mejor teatro de Río de Janeiro. —¡Socorro! ¡Ayuda! ¡El señor se muere!

Cuando Rosa, Tibúrcio y la esposa del Coronel, Doña Eleonora, irrumpieron en la habitación, encontraron al Coronel Vicente Coutinho convulsionando en la alfombra persa, con espuma en los labios, y a dos niñas aterrorizadas tratando inútilmente de ayudarlo. Minutos después, el silencio cayó sobre la habitación. El monstruo estaba muerto. Causa oficial: insuficiencia cardíaca provocada por el exceso de alcohol.

El Fantasma de la Escritura

Los días siguientes fueron una bruma de luto fingido en la hacienda. Dona y Lia esperaban ser vendidas de nuevo, pero el destino, o quizás la inteligencia de Dona, intervino. Doña Eleonora, la viuda, descubrió que Dona sabía leer y escribir, una habilidad rara y valiosa.

—Organizarás los papeles de mi marido —ordenó la viuda—. Era un desastre con las cuentas.

Fue en la soledad del despacho del Coronel donde Dona encontró la trampa póstuma. Un testamento. Una cláusula final escrita hacía apenas dos meses: “En caso de mi muerte repentina antes de los 60 años, ordeno una investigación completa de todos los esclavos adquiridos recientemente. Sospecho de traición.”

El frío recorrió la espalda de Dona. Si los abogados leían eso, las investigarían. Encontrarían restos del polvo, o quizás torturarían a Lia hasta que confesara. Tenía que destruir esa página. Fue Rosa quien la encontró mirando el documento con pánico. Rosa, quien había visto crecer y morir a su propia hija bajo el yugo de ese hombre.

—Sé lo que hiciste —dijo Rosa suavemente, cerrando la puerta—. Y sé cómo salvarte.

Rosa le enseñó a envejecer el papel con té negro y a secarlo al sol para que crujiera como un documento antiguo. Dona pasó noches enteras practicando la caligrafía del Coronel, cada curva, cada firma, hasta que su mano dolía. Falsificó una nueva página final, una que omitía la investigación y simplemente dejaba todo a la viuda. Quemaron el original en la chimenea, viendo cómo las palabras del Coronel se convertían en ceniza, igual que su vida.

El Precio de la Libertad

Dos meses después, la viuda Eleonora mandó llamar a Dona. El abogado, el Dr. Azevedo, estaba presente. La tensión en la sala era palpable. La hacienda estaba en bancarrota; las deudas de juego y los vicios del Coronel habían vaciado las arcas.

—Dona —dijo Eleonora, con una voz que carecía de calidez pero rebosaba pragmatismo—. Has hecho un trabajo impecable organizando este caos. Has encontrado activos que no sabíamos que existían. El Dr. Azevedo sugiere un arreglo.

El abogado se ajustó los anteojos. —La ley permite la manumisión bajo circunstancias especiales. La Señora Coutinho necesita liquidar la hacienda para pagar a los acreedores. Venderá la tierra y la mayoría de los esclavos. Sin embargo… tú conoces los libros mejor que nadie. Sabes dónde están escondidas las cuentas por cobrar.

—Te propongo un trato —interrumpió Eleonora—. Trabaja para mí durante un año más. Ayúdame a limpiar las finanzas, a cobrar cada centavo que se le debía a mi marido y a preparar la venta de la propiedad. Si al final de ese año logras que yo salga de esto con suficiente dinero para retirarme a la ciudad… te daré tu carta de libertad. A ti y a tu hermana.

El corazón de Dona dio un vuelco. Un año más en la boca del lobo. Un año más fingiendo. Pero la recompensa era la vida misma. —¿Tengo su palabra, señora? —preguntó Dona, audazmente. —Tienes mi palabra ante Dios y este abogado —respondió la viuda—. Y además, te daré un pequeño estipendio para que no empieces tu vida con las manos vacías.

El Desenlace

El año siguiente fue el más duro de sus vidas, no por el trabajo físico, sino por la carga mental. Dona se convirtió en la sombra de la administración de la hacienda. Fue implacable revisando libros, descubriendo fraudes de antiguos feitores y recuperando dinero. Lia, por su parte, trabajó en la casa, madurando de una niña asustada a una joven estoica.

Finalmente, el día llegó. La hacienda fue vendida a un barón del café de São Paulo. Las maletas de Doña Eleonora estaban listas. En el vestíbulo vacío de la casa grande, la viuda entregó dos sobres de pergamino grueso a Dona. —Cumpliste tu parte —dijo Eleonora—. Aquí están. Sus cartas de alforria, registradas y selladas. Son libres.

Dona tomó los papeles. Pesaban menos que el aire, pero valían más que todo el oro de Minas Gerais. —Gracias, señora. —Váyanse antes de que cambie de opinión o antes de que el nuevo dueño llegue —dijo Eleonora, girándose para no mirarlas.

Dona y Lia salieron por la puerta principal esta vez. No por la de servicio. Caminaron por la larga avenida de robles bajo el sol de la mañana. Tibúrcio las miró desde el establo, escupiendo al suelo, pero no pudo tocarlas. Ya no eran propiedad. Eran ciudadanas.

Caminaron hasta llegar a la carretera principal que llevaba a Ouro Preto. Solo cuando la mansión desapareció tras una colina, se detuvieron. Lia comenzó a llorar, pero esta vez eran lágrimas de alivio, limpias y brillantes.

—¿A dónde iremos? —preguntó Lia. —Lejos —respondió Dona, mirando el horizonte—. Tenemos nuestras manos, tenemos nuestras mentes y nos tenemos la una a la otra.

Con el dinero del estipendio, viajaron hacia el sur. Se establecieron años después en una pequeña villa costera. Dona usó sus habilidades administrativas para ayudar en un comercio local, y eventualmente, abrieron su propia tienda de telas.

Jamás se casaron, pero criaron a muchos niños huérfanos como si fueran propios. En el jardín trasero de su pequeña casa blanca, Dona plantó un solo arbusto. Un arbusto de flores hermosas, rosadas y mortales: una adelfa.

No como un arma, sino como un recordatorio. Un monumento viviente a la madre que perdieron y a la noche en que dos hermanas jóvenes se negaron a romperse, tomando el destino en sus propias manos para reescribir su historia con tinta, sangre y veneno.

Fin.