El Banquete de los Pecados: La Herencia de Madeleine Fournier

Cuando Madeleine Fournier sirvió a su primer cliente en aquella gélida mañana de enero, bajo un cielo del color de los moratones viejos, no sabía aún que acababa de condenar a un hombre a llorar la sangre de sus antepasados.

La lluvia golpeaba los adoquines de la Rue Mercière con una insistencia rítmica, casi marcial, que recordaba a los tambores que anunciaban las ejecuciones en la plaza. Lyon, antaño la joya próspera de los sederos y los banqueros, se había transformado bajo el peso de la Revolución en un laberinto de sospechas. Era una ciudad de fantasmas donde cada sombra podía ocultar a un espía y cada sonrisa disimulaba una delación.

El taller culinario de Madeleine no era más que una modesta y oscura tienda encajonada entre la imprenta de un panfletista jacobino y una cerería abandonada. Los muros de piedra rezumaban la humedad del río Saona, que corría cerca, negro y rápido. La única ventana daba a un callejón estrecho donde las ratas, gordas y audaces, disputaban a los mendigos los desperdicios arrojados desde los pisos superiores.

Sin embargo, apenas despuntaba el alba, una fila discreta y silenciosa se formaba ante su puerta estrecha. Eran espectros de la vieja sociedad: burgueses decaídos que ocultaban sus finas ropas de seda bajo abrigos raídos, artesanos arruinados por las requisas militares, viudas cuyos maridos habían desaparecido en las fauces de las prisiones del Terror. Todos acudían por la misma razón, una razón que no se atrevían a decir en voz alta.

Los platos de Madeleine poseían un poder inexplicable.

Una simple sopa de cebada y raíces amargas podía hacer surgir recuerdos tan vivaces que uno creía sentir el perfume de una madre fallecida veinte años atrás. Un guiso de carne gris y verduras marchitas provocaba lágrimas incontrolables, una nostalgia desgarradora por momentos que uno jamás había vivido. Los clientes se marchaban con el vientre lleno, ciertamente, pero sobre todo con el alma turbada, como si algo en su interior hubiera sido removido, desplazado y brutalmente despertado.

Madeleine jamás comía lo que preparaba. Jamais. Esa era la regla.

Aquella mañana, el hombre que inauguró el día era un individuo de unos cincuenta años, de rostro demacrado y un abrigo agujereado que alguna vez debió ser elegante. Sus manos temblaban al depositar tres monedas sobre el mostrador manchado de grasa. No dijo nada. Madeleine tampoco. Ella hundió su cucharón en el caldero humeante y vertió una porción generosa en un cuenco de estaño abollado.

El hombre llevó la primera cucharada a sus labios y se congeló. Su mirada se vidrió, sus dedos se crisparon sobre el mango de la cuchara hasta que los nudillos se pusieron blancos. Luego, sin mediar palabra, comenzó a llorar. No eran sollozos ordinarios; era una lamentación sorda, animal, que parecía subir desde las profundidades geológicas de su ser. Otros clientes desviaron la mirada, incómodos. Algunos conocían esa sensación: ese dolor sin nombre que te tomaba por la garganta tras el primer bocado.

Madeleine observaba, inmóvil detrás de su mostrador, con sus manos de uñas rotas posadas sobre la madera gastada. Había aprendido a no decir nada, a no explicar. Su abuela, Agnès, le había enseñado que el silencio era la primera regla. La segunda era no probar nunca la comida. La tercera… la tercera no la había comprendido hasta mucho más tarde.

El hombre terminó por levantarse, tambaleándose como un borracho, y salió bajo la lluvia sin mirar atrás. Madeleine lo vio alejarse a través del vidrio turbio. Sabía que volvería. Todos volvían. Algunos al día siguiente, otros una semana después. Algunos meses más tarde, con el rostro excavado por la obsesión, incapaces de explicar por qué debían regresar a esa tienda miserable al borde del río.

Volvían porque habían probado. Y probar significaba aceptar.

El Peso de la Historia

La jornada prosiguió en una rutina mecánica. Madeleine servía sin hablar, cobraba las pocas piezas, limpiaba los cuencos y ponía agua a calentar. El aire del taller estaba saturado de olores complejos: el tomillo salvaje que secaba en ramilletes en el techo, la grasa rancia que reciclaba indefinidamente, el pan mohoso que transformaba en pan rallado y, por encima de todo, esa esencia indefinible que parecía rezumar de los propios muros. Era un olor a cava antigua, a tierra removida, a algo muy viejo que se niega a pudrirse completamente.

Hacia el mediodía, cuando el último cliente acababa de partir, golpearon a la puerta de servicio. Tres golpes secos, un silencio, luego dos más. Madeleine sintió que su estómago se anudaba. Conocía el código.

Abrió y se encontró con una mujer vestida de negro, con el rostro disimulado bajo una capucha. Sin decir palabra, la visitante deslizó una bolsa de cuero en la mano de Madeleine y le tendió un trozo de papel plegado. Madeleine cerró la puerta y leyó el contenido. La escritura era cuidada, demasiado para estos tiempos en los que la alfabetización era sospechosa.

«Augustin Renard, diputado de la Convención. Mañana noche, 20h. Comida para ocho personas.»

Madeleine arrugó el papel y lo arrojó al fuego. Las “commandes spéciales” (pedidos especiales) eran la parte de su comercio que más detestaba, pero también la que mejor pagaba. Y, sobre todo, era la que mantenía viva la maldición. “Nutrir la deuda”. Porque de eso se trataba: una deuda ancestral que cada mujer de su linaje debía honrar.

Su abuela se lo había explicado por fragmentos en las últimas semanas antes de morir, cuando la fiebre soltaba su lengua. Todo había comenzado en 1347, durante otra epidemia, la Peste Negra. Una antepasada llamada Jeanne trabajaba en las cocinas de un monasterio cerca de Vienne. Cuando la muerte comenzó a segar a los monjes por decenas, Jeanne hizo algo imperdonable. Para salvar a su propia familia de la hambruna, robó comida destinada a los enfermos: pan bendito, raciones sagradas de los moribundos.

Pero no fue el robo lo que desencadenó la maldición, sino lo que hizo después. Aterrorizada, Jeanne cocinó las provisiones robadas y las sirvió a su familia. Siete bocas hambrientas que no sabían que ingerían el pan de los muertos. Esa noche, Jeanne soñó con cientos de rostros suplicantes reclamando lo que se les había quitado. Despertó con sangre en la boca y una certeza fría: había contraído una deuda que no podría ser reembolsada en una sola vida.

La maldición se transmitió de madre a hija. ¿El pago? Nutrir a los hambrientos transfiriendo la culpabilidad. Los platos de las mujeres Fournier no solo alimentaban el cuerpo; transmitían memorias, pecados y fragmentos de almas antiguas. Al comer, los clientes heredaban una culpa que no les pertenecía, diluyendo así el veneno original.

El Ritual y la Caída

Madeleine pasó la tarde preparando la cena para el diputado Renard. Bajó a la reserva secreta en el sótano. Eligió hierbas recogidas a medianoche en el cementerio de Loyasse, harina molida con granos recuperados cerca de las horcas, vino conservado en botellas que habían contenido agua bendita. Mientras cocinaba, murmuraba nombres de muertos, fechas de ejecuciones, lugares de sufrimiento. Tejía estos fragmentos en la masa, en la salsa, en la costra dorada del paté.

El resultado era visualmente magnífico, pero espiritualmente tóxico.

Esa noche, entregó la comida en la mansión de la Rue de la Charité. Tuvo un encuentro breve y perturbador con una doméstica cuyo hermano había enloquecido tras comer en su tienda. —¿Es brujería? —le había preguntado la sirvienta con terror. —No —respondió Madeleine—. La brujería se puede romper. Una deuda se paga.

Al día siguiente, el caos se desató. Los rumores volaron por Lyon. El diputado Renard y sus invitados habían caído en un delirio colectivo, hablando en lenguas muertas y viendo fantasmas. Esto atrajo la atención de Étienne Lavigne, un agente del Comité de Seguridad Pública, quien la confrontó en su tienda.

Lavigne, escéptico pero asustado (pues él mismo había comido allí y sufría pesadillas), la arrestó. Pero antes de ser llevada, Madeleine tuvo una noche para revisar los registros de sus ancestros y descubrió la verdad devastadora que cambiaría su destino.

Al leer el diario final de su abuela Agnès, descubrió que Agnès era en realidad su madre. Y más importante aún: Madeleine no era hija única. Tenía una hermana mayor, dada en adopción, cuya hija vivía en Lyon. Su nombre era Sophie Marchand, de 24 años.

La carta de Agnès revelaba la única forma de romper la maldición: «La maldición debe retornar a su fuente. Alguien de la sangre debe comer toda la deuda, los cuatrocientos años de culpa en una sola comida. Esa persona morirá, pero la deuda quedará saldada. No puede ser la cocinera, porque si la cocinera come, la deuda simplemente salta a la siguiente generación con más fuerza. Debe ser alguien de la sangre que sea inocente. Tu sobrina, Sophie.»

La Prisión

Y así llegamos al momento presente. Madeleine se encontraba en la celda húmeda de la prisión del antiguo convento, dejando que el hambre la consumiera. Llevaba tres días sin comer, negándose a tocar el pan mohoso que le daban. Sabía que si no cocinaba, la “fome” de la maldición comenzaría a devorarla a ella.

La puerta de la celda se abrió con un chirrido oxidado. —Tienes visita —gruñó el guardia, empujando a alguien hacia el interior antes de volver a cerrar.

Una mujer entró. Iba vestida con sencillez, pero con una limpieza que desentonaba en aquel agujero infecto. Tenía unos veinticinco años, el cabello castaño recogido bajo una cofia blanca y unos ojos grandes, de un color avellana que Madeleine reconoció al instante. Eran los ojos de Agnès.

Madeleine se incorporó con dificultad desde su rincón. El hambre le provocaba alucinaciones, pero esto era real. —¿Quién es usted? —preguntó Madeleine, aunque su corazón ya martilleaba la respuesta.

La joven se mantuvo cerca de la puerta, nerviosa, apretando una pequeña cesta contra su pecho. —Me llamo Sophie —dijo con voz suave—. Sophie Marchand. Pertenezco a una asociación de caridad que trae comida a los prisioneros olvidados. Me dijeron que había una mujer aquí que se dejaba morir de hambre.

Madeleine sintió un vértigo. El destino tenía un sentido del humor macabro. Su sobrina, la víctima propiciatoria que su madre había designado, había venido a ella voluntariamente, trayendo comida.

Sophie se acercó un paso, venciendo su repulsión por el olor de la celda. —Le he traído pan fresco y un poco de queso. Por favor, debe comer. Dicen que usted era cocinera… que alimentaba a mucha gente. No es justo que muera de hambre.

Madeleine miró el pan en las manos de Sophie. Luego miró el rostro de la chica. Era inocente. No había sombras en su mirada, no había “deuda”. Si Madeleine le contaba la verdad, si la convencía de comer una última comida preparada con la intención correcta (incluso una comida mental, pues la intención era la llave), Sophie moriría agonizando, gritando con las voces de mil muertos, pero Madeleine sería libre. La maldición terminaría.

El “Hambre” en el interior de Madeleine rugió. «Dáselo. Pásaselo. Ella es de la sangre. Ella puede llevar la carga. Tú estás cansada, Madeleine. Descansa.»

Sophie partió un trozo de pan y se lo tendió. —Tome, por favor.

Madeleine extendió la mano. Sus dedos rozaron los de Sophie. En ese contacto, sintió la vitalidad de la joven, una vida sin pesadillas, sin culpa. Y sintió también la oscuridad agazapada en su propia sangre, lista para saltar como una pulga de un perro moribundo a uno sano.

Agnès, su madre, había sido una cobarde. Había preferido morir antes que sacrificar a su nieta. ¿Tenía Madeleine el coraje que le faltó a Agnès? ¿O tenía una clase diferente de coraje?

Madeleine retiró la mano bruscamente, como si el pan quemara. —¡Vete! —graznó.

Sophie parpadeó, confundida. —Pero… solo quiero ayudar. —¡No quiero tu pan! ¡No quiero tu ayuda! —gritó Madeleine, poniéndose de pie con las últimas fuerzas que le quedaban—. ¡Sal de aquí! ¡Si te acercas a mí, te maldeciré! ¡Soy una bruja, ¿no has oído los rumores?!

Sophie retrocedió, asustada por la ferocidad en los ojos de la prisionera. —Señora, por favor… —¡Lárgate! —aulló Madeleine, lanzándose hacia ella fingiendo un ataque de locura—. ¡Fuera!

El guardia, al oír los gritos, abrió la puerta y agarró a Sophie del brazo. —Ya le dije que esta estaba loca, ciudadana. Vámonos.

Sophie miró a Madeleine una última vez, con los ojos llenos de lástima y confusión, antes de ser arrastrada fuera. La puerta se cerró de golpe, sumiendo la celda en la oscuridad de nuevo.

Madeleine cayó de rodillas, jadeando. El Hambre estaba furiosa. Se retorcía en sus entrañas, exigiendo sustento, exigiendo transferencia. —No —susurró Madeleine a la oscuridad—. Se acaba conmigo.

Se acurrucó en el suelo de piedra. Decidió que no comería. No transferiría. Dejaría que la maldición se consumiera a sí misma al no encontrar salida. Moriría con la deuda dentro, conteniendo cuatrocientos años de historia en su cuerpo esquelético hasta que su corazón se detuviera.

Pasaron dos días más. La fiebre llegó, trayendo consigo a los fantasmas. Jeanne estaba allí, ofreciéndole pan negro. Agnès estaba allí, llorando en un rincón. El diputado Renard gritaba en latín. Madeleine no se movió. Soportó la agonía de mil culpas quemándole las venas.

Finalmente, en la hora más oscura antes del amanecer, el corazón de Madeleine Fournier dio un último vuelco irregular y se detuvo.

El silencio llenó la celda. El cuerpo de la última cocinera yacía inerte, frío, un envase vacío.

Pero en el rincón de la celda, algo se agitó. Una sombra más densa que la oscuridad circundante se desprendió del cadáver de Madeleine. No tenía forma, solo una presencia pesada, antigua y hambrienta. La maldición, privada de su anfitrión y rechazada por la muerte, buscaba desesperadamente.

Se deslizó por el suelo de piedra, inmaterial y fluida como el humo. Pasó por debajo de la puerta de hierro de la celda. Recorrió los pasillos húmedos de la prisión, ignorando a los otros presos, guiada por un rastro invisible pero potente: el rastro de la sangre.

La sombra salió a la calle, bajo la lluvia de Lyon. Se movió rápido, cruzando el puente sobre el Saona, subiendo por las calles empinadas hacia el barrio de la Croix-Rousse.

Llegó a una pequeña casa con las ventanas iluminadas. Dentro, Sophie Marchand preparaba la cena para su marido. Sophie se detuvo un momento, con el cuchillo en la mano, sintiendo un repentino escalofrío. Una sensación de vacío inmenso se abrió en su estómago, un hambre que no se parecía a nada que hubiera sentido antes.

La sombra se filtró por las rendijas de la ventana y se enroscó alrededor de los tobillos de Sophie, subiendo, invisible e implacable.

Sophie soltó el cuchillo. Se llevó la mano a la boca, sintiendo un sabor metálico, a sangre antigua y ceniza. —Tengo hambre —susurró Sophie, con una voz que no parecía la suya.

Se giró hacia los ingredientes sobre la mesa. Sus manos, ahora temblorosas, empezaron a moverse con una destreza que ella nunca había aprendido, picando, mezclando, murmurando palabras que no conocía.

La deuda no se había pagado. La deuda simplemente había cambiado de dueña. Y en Lyon, la noche se hizo un poco más oscura.