El Abismo de la Cantera: La Justicia de la Gravedad

El pie del capataz Sebastião se elevó en el aire, una guadaña de carne y cuero lista para segar. Su pesada bota ganaba velocidad con un propósito singular: destrozar las costillas del niño que temblaba ante él. Mateus, con apenas nueve años de vida y de sufrimiento, estaba a escasos centímetros del borde del precipicio. Sus ojos, inmensos platos de terror absoluto, miraban fijamente a su verdugo, mientras sus manos se alzaban en un gesto de protección tan instintivo como inútil.

A sus espaldas, la caída era de doce metros. Un descenso vertical que terminaba en un cementerio de rocas afiladas, un lugar maldito en la hacienda que ya se había cobrado la vida de dos esclavos en accidentes pasados. Nadie sobrevivía a esa caída; la gravedad y la piedra no conocían la misericordia.

—Nadie va a aprender a no robar comida, maldita peste —bramó Sebastião.

Su voz retumbó en las paredes de la cantera abandonada, amplificada por el eco de la soledad del lugar donde habían terminado tras una persecución implacable. La patada llegó fuerte, brutal, calculada para lanzar el pequeño y desnutrido cuerpo de Mateus directamente a los brazos de la muerte. Pero en ese microsegundo donde el destino se decide, algo salió mal. O quizás, algo salió exactamente como el universo lo requería.

En el último instante, antes del impacto, movido por un impulso primario que antecede al pensamiento racional, Mateus no intentó bloquear el golpe. En lugar de eso, agarró. Sus manos pequeñas, callosas por el trabajo prematuro, se cerraron alrededor del tobillo de Sebastião con la fuerza desesperada de quien sabe que va a morir. No lo hizo para salvarse, sino por un terror atávico a morir solo.

La física hizo el resto. El peso del niño, combinado con el impulso agresivo de la patada y el ángulo imposible del terreno, conspiraron en una danza fatal. Sebastião sintió que su pie quedaba anclado, sintió cómo su centro de gravedad lo traicionaba y el equilibrio se disolvía en el aire. Sus brazos giraron como aspas de molino buscando algo sólido que no existía. Y entonces, cayó. El cuerpo macizo de cuarenta y dos años se precipitó hacia adelante, arrastrado por el niño que aún se aferraba a su pierna como un grillete viviente.

Doce metros. Es una distancia curiosa; parece corta en el papel, pero en el aire es una eternidad. Fue tiempo suficiente para que Sebastião comprendiera que iba a morir. Tiempo suficiente para ver las rocas acercándose con una velocidad nauseabunda. Y tiempo suficiente para sentir cómo el peso de Mateus giraba en el aire, posicionándose macabramente sobre él.

El sonido del impacto fue múltiple y terrible. Huesos que se quiebran, carne que se desgarra y la piedra, impasible, que no cede ni un milímetro.

Pero antes de revelar el desenlace de esos cuerpos rotos al fondo del abismo, permíteme preguntarte algo: ¿Crees en la justicia? No me refiero a la justicia de los tribunales, de los jueces con pelucas o martillos, sino a la justicia del universo, del karma, de esa energía que va y vuelve. Porque esta historia es la prueba de que, a veces, el destino tiene un sentido de la ironía cruel, y que la maldad puede volverse contra quien la practica de la forma más inesperada posible. Si alguna vez te has preguntado hasta dónde llega la crueldad humana y hasta dónde alcanza la suerte, acompáñame al pasado, porque para entender por qué terminamos en este acantilado, necesitamos volver a cuando Mateus era solo una cifra más en el inventario de una hacienda en el interior de Minas Gerais.

Corría el año 1795. La Hacienda São José das Pedras se ubicaba en la región de Ouro Preto, una tierra que había visto días de gloria cuando el oro brotaba fácil de los ríos. Pero esos días habían pasado. Ahora el metal era escaso y las haciendas se habían volcado a la agricultura de subsistencia: mandioca, frijoles, maíz y cerdos. Era una propiedad mediana, con cuarenta y seis esclavos y doscientos alqueires de tierra difícil, montañosa y pedregosa.

El dueño, el Coronel Inácio Ferreira Bragança, era un hombre de sesenta y tres años que administraba la herencia de su padre con una brutalidad desinteresada. No era un sádico por placer, pero carecía de toda compasión. Para él, los esclavos eran herramientas caras; debían durar lo máximo posible produciendo al límite. Cuando se rompían, se descartaban.

Para mantener el orden, Inácio tenía tres capataces. El principal era Sebastião Lopes, un mulato libre que había conseguido su posición a través de años de demostrar una lealtad canina y violenta hacia su señor. Alto, fuerte y con una cicatriz horrible que le cruzaba el rostro —regalo de un esclavo que intentó defenderse y pagó con su vida—, Sebastião era impredecible. Podía pasar semanas en una calma tensa y, de repente, estallar en una violencia súbita por infracciones mínimas.

Entre los esclavos estaba Mateus. Hijo de Joana, una mujer que murió cuando él tenía siete años por una fiebre que barrió la senzala, Mateus no conocía a su padre. Era un niño demasiado delgado, incluso para los estándares de la esclavitud. Sus costillas eran contables a simple vista y sus brazos parecían ramas secas. Trabajaba en la huerta doce horas al día bajo el sol abrasador, alimentándose de harina de mandioca y frijoles aguados una vez al día.

La hambruna era su compañera constante, un dolor sordo en el estómago que nunca desaparecía. Y fue esa hambre la que desencadenó la tragedia.

Era una tarde de agosto, en un invierno seco que agrietaba la piel y la tierra. Mateus regresaba de la huerta cuando el aroma lo golpeó: gallina asada, arroz condimentado y dulce de calabaza salían de las ventanas abiertas de la casa grande. Su estómago rugió con violencia. Solo había comido tres cucharadas de harina esa mañana. Aprovechando un descuido de la cocinera Rita, se deslizó como una sombra hacia la cocina. Allí, sobre una mesa, vio pan blanco. Pan de trigo importado.

Sabía que el castigo sería terrible, pero el hambre era más fuerte que el miedo. Tomó un pedazo, lo escondió bajo su camisa sucia, tomó otro… y entonces oyó los pasos. Rita entró, vio el pan faltante y el bulto en la camisa del niño.

—¡Muchacho, has robado comida! —gritó ella.

Mateus corrió. No pensó, solo sus piernas se movieron. Salió al patio y corrió hacia el bosque. Pero detrás de los gritos de Rita, surgió una voz que helaba la sangre:

—¡Yo lo atrapo!

Era Sebastião.

Mateus corrió con el corazón explotando en su pecho, adentrándose en el bosque, saltando raíces y piedras. Sebastião, más pesado pero incansable, lo seguía como un depredador oliendo la sangre. El niño, desorientado por el pánico, no se dio cuenta de hacia dónde se dirigía hasta que fue demasiado tarde: la pedrera abandonada.

Frenó en seco, derrapando en la tierra suelta justo en el borde. Se giró y vio a Sebastião a cinco metros, con el látigo en la mano y una sonrisa torva.

—Llegaste al final de la línea, ladronzuelo. —Perdón, señor capataz. Tenía hambre. No quería robar, lo juro —suplicó Mateus, atropellando las palabras. —¿Hambre? Comes todos los días. ¿Quieres comer como gente blanca? —El látigo chasqueó, cortando la piel del hombro de Mateus. El niño gritó. —¡No decides qué es suficiente! ¡Robar al señor es escupirle en la cara! —Otro latigazo, esta vez en la espalda.

Mateus retrocedió, y las piedras cayeron al vacío detrás de él. Sebastião vio el abismo y una idea oscura cruzó su mente. Estaba cansado de esos “moleques” inútiles.

—La hacienda tiene demasiados esclavos. Uno menos no hará diferencia —dijo mientras guardaba el látigo—. Al menos tu muerte servirá de ejemplo.

Entonces, Sebastião preparó la patada. Y ocurrió lo impensable. El agarre. El desequilibrio. La caída conjunta.

Abajo, en el fondo del abismo, el silencio regresó tras el estruendo de los cuerpos impactando. Sebastião yacía muerto instantáneamente; su columna se había hecho añicos, las costillas perforaron sus pulmones y su cráneo se partió contra una roca prominente. Pero Mateus había caído encima de él. El cuerpo del capataz actuó como un amortiguador macabro, absorbiendo la mayor parte del impacto letal.

Sin embargo, el niño no salió ileso. Sus piernas golpearon las piedras lateralmente. La tibia izquierda se quebró en dos lugares, el hueso perforando la piel. La pierna derecha se astilló, quedando convertida en una bolsa de fragmentos de hueso y piel. El dolor fue tan intenso que la mente de Mateus simplemente se apagó.

Los encontraron una hora después. Dos esclavos bajaron con cuerdas bajo la mirada impasible del Coronel Inácio. —El Sebastião está muerto, señor. Reventado. Pero el chico… el chico respira. —Sáquenlo —ordenó Inácio—. Si se puede salvar, que se salve. Es propiedad.

Mateus fue llevado a la senzala y puesto al cuidado de Doña Benedita, la curandera de setenta años. Ella alineó los huesos como pudo, entablilló las piernas destrozadas y aplicó cataplasmas para la infección. —Si sobrevive a la fiebre, nunca volverá a caminar bien —advirtió Benedita. —Que haga lo que pueda. Si vive alejado, servirá para trabajos manuales —sentenció el Coronel.

Mateus sobrevivió. La fiebre lo consumió durante una semana, pero su cuerpo joven se aferró a la vida con la misma tenacidad con la que se aferró al tobillo del capataz. Cuatro meses después, podía ponerse de pie con muletas improvisadas. Sus piernas habían sanado, pero deformes. La izquierda era más corta; la derecha, frágil e irregular. Ya no servía para el campo.

Irónicamente, el accidente que lo lisió también lo salvó del trabajo brutal de la lavoura bajo el sol. Inácio lo trasladó a la casa grande para ayudar en la cocina, pelando legumbres y lavando platos, trabajando sentado. Allí se reencontró con Rita, quien le pidió perdón por haber gritado aquel día. —No fue su culpa —respondió Mateus, con una sabiduría que superaba su edad—. Yo robé. Las consecuencias son mías.

Pasaron los años. Mateus creció viendo la intimidad de sus amos, aprendiendo que la maldad y la humanidad a veces coexisten en las mismas personas. Vio morir a Inácio de un infarto y vio a su hijo, João, heredar la hacienda con ideas más modernas. João comenzó a liberar esclavos por eficiencia económica, y Mateus, por su condición física, fue de los primeros en recibir su carta de alforría a los dieciséis años.

Ya era libre. Libre, pero cojo y pobre. Sin embargo, se quedó trabajando por un salario real, ahorrando centavo a centavo. Vio llegar la abolición en 1888, aunque para él la libertad había llegado mucho antes, comprada con el precio de sus piernas.

Con sus ahorros compró tres alqueires de tierra. Se casó con María y tuvo tres hijos que nacieron libres. A ellos les contaba la historia de la caída, no como un cuento de venganza, sino como una lección sobre la fragilidad de la vida. —¿Fue suerte o mala suerte, papá? —le preguntaban. —Fueron ambas —respondía Mateus, frotándose la pierna que le dolía con la lluvia—. La vida no es una cosa u otra. Es aprender a vivir con lo que sucede.

Mateus murió a los cincuenta y siete años, rodeado de su familia, en su propia tierra. En su lecho de muerte, alguien le preguntó si perdonaba a Sebastião. —¿Perdonar qué? —susurró—. Él murió intentando matarme. Yo viví a pesar de él. No hay nada que perdonar, solo una vida que vivir.

La historia de Mateus y Sebastião perduró en la región. No como una leyenda de héroes y villanos, sino como un recordatorio brutal de que la violencia es un bumerán, y que a veces, en el borde del abismo, la víctima y el verdugo están atados por el mismo destino.

Y así termina esta historia, dejándonos una verdad incómoda: la justicia del universo no siempre es bonita, ni limpia, pero es implacable. Mateus perdió sus piernas, pero ganó su vida y su futuro. Sebastião apostó su humanidad y perdió todo en una caída de doce metros.

Si esta historia te ha hecho reflexionar sobre la delgada línea entre la desgracia y el milagro, y sobre cómo el destino se escribe en segundos, entonces ha cumplido su propósito. Porque la vida es más extraña que cualquier ficción, y el final… el final es algo que, como Sebastião descubrió demasiado tarde, nunca podemos predecir del todo.