Las Flores de la Eternidad: La Venganza de San Diego

El amanecer en Quito siempre ha tenido un filo helado, una mordida de frío que desciende desde las nieves perpetuas del Pichincha y se cuela hasta en los huesos de los vivos. Pero en aquel octubre de 1905, el frío traía consigo un aroma que no pertenecía a la estación, ni siquiera a este mundo. Era un perfume embriagador y denso, una mezcla de tierra mojada, incienso de iglesia antigua y la dulzura enfermiza de unas flores que se negaban a morir.

Todo comenzó en el cementerio de San Diego. Los primeros rayos del sol iluminaron un espectáculo que heló la sangre de los sepultureros: sobre cada tumba, dispuestas con una simetría maniática y una perfección antinatural, descansaban flores frescas. Rosas blancas inmaculadas, claveles de un rojo arterial y lirios que goteaban un rocío espeso. Sin embargo, no había llovido esa noche, y la escarcha de la madrugada no tenía esa textura viscosa y oscura.

La ciudad, atrapada en la tensión de la Revolución Liberal, donde las beatas rezaban contra el laicismo de Eloy Alfaro y los liberales brindaban por la modernidad, se detuvo ante el misterio. Pero el terror no provino de las flores en sí, sino de la mano que las vendía.

En las esquinas empedradas, cerca de la Plaza de San Francisco y bajo la sombra de las iglesias coloniales, apareció ella. Una mujer menuda, envuelta en un chal negro que parecía absorber la luz a su alrededor. Sus manos, prematuramente arrugadas por el trabajo y el frío del río Machángara, sostenían ramos que desafiaban la botánica y el tiempo.

Aquellos que se acercaban, atraídos por la belleza hipnótica de los claveles, sentían un escalofrío al ver su rostro. Era un rostro devastado por el luto, con ojos que contenían una tristeza infinita, abismos oscuros donde no se reflejaba la vida. Cuando los compradores, inquietos por la familiaridad de sus rasgos, le preguntaban su nombre, ella solo sonreía levemente y respondía con una voz que sonaba como hojas secas arrastradas por el viento:

—Soy la que vende lo que los muertos ya no necesitan.

La gente comenzó a susurrar. Los más viejos se persignaban. Porque esa mujer no era una desconocida. Era Mercedes Villavicencio, y Mercedes Villavicencio llevaba tres años enterrada bajo la tierra fría de San Diego.

I. La Semilla de la Violencia (1898-1902)

Para entender el horror de 1905, es necesario desenterrar la tragedia de 1898. Mercedes tenía veinticinco años cuando su padre, un comerciante arruinado, la entregó en matrimonio a Cornelio Andrade. Cornelio no era un buen hombre. Con cuarenta y dos años, trabajaba como sepulturero en San Diego, un oficio que había endurecido su alma tanto como sus manos.

La pareja se instaló en el barrio de San Roque. Desde la primera semana, los muros de adobe de su pequeña casa se convirtieron en testigos mudos de un infierno doméstico. Cornelio, con el rostro perpetuamente enrojecido por el aguardiente y la ira, gobernaba su hogar con el puño. Mercedes, callada y de pasos suaves, aprendió a hacerse invisible, a cubrir sus moratones con mangas largas y a lavar su sangre en las aguas del río.

Su único consuelo eran las flores. Con el permiso tácito de su marido, Mercedes recolectaba las flores abandonadas en el cementerio antes del amanecer. Tenía un don extraño; bajo su cuidado, los ramos descartados revivían. Hablaba con los muertos mientras cortaba los tallos, susurrando disculpas y oraciones. Quizás, en esa soledad compartida, los muertos comenzaron a escucharla.

El final llegó la noche del 13 de agosto de 1902. Cornelio regresó de la chichería de doña Clemencia, humillado por deudas de juego y consumido por los celos infundados hacia un comerciante, Don Sebastián Morales, quien trataba a Mercedes con la amabilidad que él le negaba. Al encontrar a su esposa tejiendo una corona fúnebre para el funeral de Morales, la locura se apoderó de él.

Los gritos duraron una hora. Luego, un silencio absoluto cayó sobre la casa, más aterrador que cualquier alarido.

Al día siguiente, Cornelio declaró que Mercedes había caído por las escaleras. Fue una mentira torpe, pero suficiente para una sociedad que prefería mirar hacia otro lado. El Dr. Ramiro Cárdenas, médico municipal, vio las marcas de estrangulación en el cuello de la mujer, vio las costillas rotas de palizas anteriores, pero aceptó el dinero de Cornelio y firmó el certificado: “Accidente doméstico”. El comisario Jacinto Sevilla archivó el caso sin hacer preguntas. Los vecinos, como Doña Francisca Romero, que habían escuchado los gritos, cerraron sus ventanas y sus bocas.

Cornelio enterró a su esposa en la sección más pobre, sin una sola flor, burlándose de su oficio en vida.

—Ahora sí te vas a quedar quieta —susurró mientras la tierra cubría el ataúd de madera sin pulir.

Pero la tierra tiene memoria, y la sangre derramada injustamente no se seca; espera.

II. La Cosecha (Octubre, 1905)

Tres años pasaron. Cornelio se convirtió en una sombra, acosado por visiones y sonidos en el cementerio. Hasta que la noche del 28 de septiembre de 1905, desapareció. Solo encontraron su farol encendido junto a la tumba de Mercedes y marcas de uñas en la tierra, como si algo lo hubiera arrastrado hacia abajo, hacia las profundidades.

Una semana después, la vendedora de flores apareció. Y con ella, la muerte.

No era una muerte aleatoria. Era una ejecución quirúrgica y sobrenatural. Los clientes de la vendedora misteriosa tenían algo en común: todos habían sido cómplices, por acción o por omisión, del destino de Mercedes.

La primera fue Doña Rosario Maldonado, una vecina que solía criticar a Mercedes por “provocar” a su marido. Compró un ramo de rosas blancas. Durante tres noches soñó con Mercedes sentada a los pies de su cama. La tercera noche, su corazón se detuvo. Al amanecer, las rosas blancas se habían vuelto negras, como carbonizadas desde el interior.

Luego cayó Don Arturo Vázquez, quien había presenciado las golpizas en la calle y nunca intervino. Murió delirando con fiebre, gritando que el agua bendita le quemaba la piel.

El pánico se apoderó de Quito. El Dr. Cárdenas, el hombre que vendió su ética por unas monedas, intentó huir. Pero una noche, encerrado en su consultorio, la culpa y el terror pudieron más. Lo encontraron desangrado, con un bisturí en la mano. En la pared, escrita con su propia sangre, una súplica: Perdóname, Mercedes. Sobre su escritorio, un ramo de lirios frescos que nadie había puesto allí perfumaba la escena del suicidio.

El Comisario Sevilla, al ver las flores que él mismo había comprado marchitarse y sangrar un líquido oscuro en su oficina, huyó a Guayaquil, perseguido por sombras hasta el fin de sus días.

III. El Exorcismo de la Justicia

La Iglesia no podía permanecer impasible. El Arzobispo González Suárez envió al padre Gregorio Salazar, un joven sacerdote con estudios en Roma, a investigar. Gregorio encontró a la vendedora una madrugada frente a la iglesia del Sagrario.

—¿Eres tú, Mercedes? —preguntó el sacerdote, aferrando su crucifijo.

La mujer alzó la vista. No había odio en sus ojos, solo una justicia fría e implacable, antigua como las montañas.

—Soy la que vende lo que los muertos ya no necesitan —repitió su mantra.

Cuando el padre intentó iniciar el rito de exorcismo, las palabras se le atragantaron. La mujer sonrió con tristeza.

—No puedes exorcizar la justicia, padre. Solo puedes arrepentirte.

Y se desvaneció en el aire, dejando tras de sí un ramo de rosas negras.

Desesperado, el Arzobispo ordenó la exhumación del cuerpo. El 23 de octubre, bajo la luz gris del alba, abrieron la tumba de Mercedes Villavicencio. El silencio que siguió al levantamiento de la tapa del ataúd fue sepulcral.

Estaba vacío.

No había huesos, ni ropa, ni restos humanos. Solo tierra negra, húmeda y fértil. Y en la madera interior de la tapa, grabadas profundamente como si hubieran sido talladas con uñas desesperadas, se leían unas palabras: “Los que siembran violencia cosecharán terror”.

IV. El Secreto de la Tierra

Fue una anciana llamada Dolores Sánchez quien, años después, arrojó luz sobre el misterio. En su lecho de muerte, confesó al padre Gregorio que Mercedes, sabiendo que su marido la mataría, había recurrido a la sabiduría de su abuela indígena. Había realizado un pacto con la Pachamama, con la tierra misma. Había enterrado mechones de su cabello y gotas de su sangre en puntos cardinales de la ciudad, invocando una antigua ley de retribución: Si mi sangre es derramada sin justicia, que la tierra la recuerde. Que mis manos muertas tejan coronas de venganza.

Mercedes no era un fantasma. Era la memoria de la violencia hecha carne, una entidad creada por el dolor y la tierra para equilibrar la balanza.

V. Epílogo: La Última Flor

Tras la muerte del Dr. Cárdenas, las apariciones cesaron. La ciudad, poco a poco, volvió a su rutina, aunque nadie se atrevía a comprar flores a desconocidas en las madrugadas de niebla. El caso fue oficialmente olvidado, enterrado bajo capas de burocracia y miedo.

Sin embargo, la leyenda persistió. Se decía que la tumba vacía de Mercedes en San Diego nunca carecía de flores. Mujeres maltratadas acudían en secreto a dejar ofrendas, pidiendo protección. Y se decía que sus plegarias eran escuchadas; maridos violentos sufrían accidentes inexplicables, caídas, enfermedades repentinas que frenaban sus puños.

El tiempo pasó, borrando los nombres y las fechas para la mayoría, pero no para todos.

Treinta años después, en 1935, un joven periodista caminaba cerca del cementerio de San Diego en una noche de lluvia torrencial. Vio a una mujer solitaria bajo un farol, con un chal negro cubriendo su cabeza, protegiendo un cesto de flores que brillaban con luz propia.

El joven, desconociendo la historia antigua, se acercó con la intención de comprar una flor para su prometida.

—Buenas noches, señora —dijo él—. ¿Cuánto por una rosa blanca?

La mujer levantó el rostro. A pesar de las décadas transcurridas, no había envejecido un solo día desde 1905. Sus ojos lo escrutaron, leyendo su alma, buscando cualquier rastro de violencia o maldad. Al no encontrar nada más que amor inocente en el corazón del muchacho, ella negó suavemente con la cabeza.

—Estas flores no son para ti, hijo —dijo con una voz que sonaba a despedida—. Tú tienes vida por delante. Cuídala. Cuídala a ella.

La mujer le entregó una sola rosa blanca, sin cobrarle.

—Es un regalo. Pero recuerda: el amor debe ser agua que nutre, nunca mano que golpea.

El joven parpadeó, confundido por la intensidad de la advertencia. Cuando bajó la vista para oler la fragancia imposible de la rosa y volvió a levantarla para agradecer, la calle estaba vacía. Solo quedaba la lluvia golpeando los adoquines y, a lo lejos, el sonido del viento silbando entre las tumbas del cementerio, como un suspiro final de descanso.

Mercedes Villavicencio había dejado de vender. Su deuda estaba saldada, pero su memoria permanecía vigilante, eterna como las montañas, fresca como las flores que nunca mueren.

FIN