Una madre de 50 años queda embarazada… ¡del novio de su hija!

Nunca pensé que a mis cincuenta años estaría sentada en el baño de mi casa, mirando una prueba de embarazo con dos rayitas rosas burlándose de mí. Dos. Rayitas. Rosas.

—¡Mamá! ¿Estás ahí? —la voz de mi hija Valentina atravesó la puerta—. ¡Sebastián viene a cenar esta noche!

Sebastián. Claro. El novio de mi hija. El padre de la criatura que aparentemente estaba creciendo en mi útero menopáusico.

Guardé la prueba en el cajón más profundo del baño, debajo de las toallas viejas que nadie usa, y salí intentando parecer normal.

—Qué… qué lindo, hija —dije, mi voz sonando como si hubiera inhalado helio.

Valentina me miró con el ceño fruncido.

—¿Estás bien? Te ves pálida.

—Perfecta. Nunca mejor. Embarazada del novio de mi hija, pero de maravilla.

—¿Qué dijiste?

—¡Nada! Dije que… haré lasaña. Tu favorita.

Tres semanas antes, había sido la noche más estúpida de mi vida. Valentina había viajado a un retiro de yoga (porque por supuesto, mi hija de 24 años hacía retiros de yoga). Sebastián había venido a dejar unas cosas de ella. Había llovido. Tomamos vino. Demasiado vino. Y bueno… digamos que mi celibato de cinco años terminó de la peor manera posible.

Esa noche, durante la cena, observé a Sebastián cortar su lasaña mientras Valentina le contaba emocionada sobre un ascenso en su trabajo.

—Mamá hace la mejor lasaña del mundo —dijo Sebastián, sonriéndome.

Casi me atraganto con mi agua.

—Sí, bueno, es mi receta secreta —murmuré, evitando su mirada—. Muy secreta. Como un embarazo.

—¿Qué? —preguntaron ambos al unísono.

—¡Ingrediente secreto! Dije ingrediente secreto.

Valentina rió.

—Mamá, últimamente estás rarísima.

Después de la cena, mientras Valentina iba al baño, Sebastián me acorraló en la cocina.

—Tenemos que hablar —susurró.

—No hay nada que hablar —le espeté, fregando un plato con violencia innecesaria.

—Esa noche…

—Fue un error. Imperdonable. Horrible. Y nunca, NUNCA volverá a pasar.

—Estoy de acuerdo, pero…

—Nada de peros, Sebastián. Amas a mi hija. Yo amo a mi hija. Lo que pasó fue… fue…

—¿Increíble?

Lo miré horrorizada.

—¡Era una BROMA! —levantó las manos—. Dios, fue un error. Lo sé. Pero no podemos simplemente ignorarlo.

—Claro que podemos. Mira. —Hice un gesto dramático con las manos—. Ya lo ignoré.

En ese momento, una náusea me golpeó como un camión. Corrí al baño de visitas y vomité ruidosamente. Valentina tocó la puerta.

—¿Mamá? ¿Estás enferma?

—¡No! —grité entre arcadas—. ¡Solo… la lasaña estaba muy condimentada!

—¡Pero tú la hiciste!

Pasaron dos semanas más. Las náuseas empeoraron. Mi ropa empezó a apretarme. Y Valentina, mi dulce e ingenua hija, decidió que era el momento perfecto para darme una noticia.

—Mamá, siéntate —dijo una tarde, tomando mis manos—. Sebastián y yo… nos vamos a casar.

El mundo se detuvo.

—¿Qué?

—¡Nos comprometimos! Mira el anillo. —Extendió su mano, mostrando un modesto pero bonito anillo.

Yo estaba embarazada del futuro esposo de mi hija. Esto no podía estar pasando. ¿Dónde estaban las cámaras ocultas?

—Qué… maravilloso —logré decir—. Felicidades.

Esa noche lloré tanto que mis ojos parecían dos tomates. Tenía que decirle a alguien. Llamé a mi mejor amiga, Patricia.

—Déjame ver si entendí —dijo Patricia después de un largo silencio—. ¿Te acostaste con Sebastián?

—Fue un accidente.

—Los accidentes son chocar el auto, Marta. No montarte al novio de tu hija.

—¡Lo sé! Pero ahora… estoy embarazada.

Patricia soltó una carcajada tan fuerte que tuve que alejar el teléfono de mi oreja.

—¡No te rías! —lloré—. ¿Qué voy a hacer?

—Bueno, primero: ¿estás segura? ¿Fuiste al médico?

—Tengo cita mañana.

—Segundo: tienes que decirle a Valentina.

—¿Estás loca? ¡La mataré!

—Marta, ya la mataste. Ahora tienes que recoger los pedazos.

El doctor confirmó lo inevitable al día siguiente: ocho semanas de embarazo. Saludable. Un bebé perfectamente normal creciendo en mi útero perfectamente traidor.

Salí del consultorio y me encontré cara a cara con Sebastián en el estacionamiento.

—¿Me estás siguiendo? —pregunté.

—Vi tu auto. Marta, necesitamos…

—¡Estoy embarazada! —exploté—. ¿Contento? Embarazada. De ti. A mis cincuenta años. Mientras tú te casas con mi hija.

Sebastián palideció tanto que pensé que se desmayaría.

—Oh, Dios…

—Sí, Él y yo hemos tenido varias conversaciones últimamente.

—¿Qué vamos a hacer?

—Yo no sé qué vas a hacer TÚ, pero YO voy a tener este bebé. Y de alguna manera, voy a decirle a mi hija que su futuro esposo es el padre de su hermano o hermana.

—Esto es una locura.

—¿AHORA te das cuenta?

Esa noche, reuní todo mi coraje. Valentina estaba en la sala, hojeando revistas de novias.

—Hija, necesito hablar contigo.

—Claro, ma. Mira estos centros de mesa. ¿Rosas o peonías?

—Valentina… —me senté a su lado—. Cometí un error terrible.

Ella dejó la revista y me miró preocupada.

—¿Qué pasa?

—Hace dos meses… Sebastián vino aquí. Tú estabas de viaje…

Vi cómo su expresión cambiaba lentamente, de curiosidad a horror.

—No… mamá, no me digas que…

—Tomamos vino. Demasiado. Y yo… nosotros…

Valentina se levantó de un salto.

—¡POR DIOS, MAMÁ! ¿TE ACOSTASTE CON MI NOVIO?

—¡Fue un error!

—¡UN ERROR ES PONERLE SAL AL CAFÉ, NO TIRARTE A MI PROMETIDO!

—¡Espera! Hay más…

—¿MÁS? ¿QUÉ MÁS PUEDE HABER?

Respiré profundo.

—Estoy embarazada.

El silencio que siguió fue tan denso que podría haberlo cortado con cuchillo. Valentina me miró fijamente, su rostro recorriendo todas las etapas del duelo en treinta segundos.

—Estás… embarazada.

—Sí.

—De Sebastián.

—Sí.

—Mi novio.

—Técnicamente, tu prometido.

—¡MAMÁ!

Valentina agarró su bolso y salió como huracán, dando un portazo que hizo temblar las paredes.

Los siguientes días fueron un infierno. Valentina no contestaba mis llamadas. Sebastián apareció dos veces, pidiéndome que hablara con ella. La familia empezó a preguntarme por qué Valentina ya no venía a visitarme.

Finalmente, después de una semana, mi hija apareció en mi puerta. Con Patricia.

—Necesitaba refuerzos —explicó Patricia, dándome un abrazo.

Los tres nos sentamos en la sala. Valentina tenía los ojos rojos de llorar.

—Rompí con Sebastián —dijo simplemente.

—Hija…

—No me interrumpas, mamá. Estoy… furiosa contigo. Herida. Traicionada. Pero también… —hizo una pausa—. También eres mi madre. Y al parecer, vas a tener un bebé. Que será mi… —arrugó la nariz— mi hermano o hermana. Esto es tan, tan raro.

—Lo sé.

—¿Cómo pudiste, mamá?

—No lo sé. Fue estúpido, impulsivo… Llevaba años sola, tomé demasiado, y…

—No quiero excusas —me cortó—. Pero necesito saber… ¿qué vas a hacer?

—Voy a tener este bebé. Con o sin tu apoyo, aunque obviamente prefiero tenerlo CON tu apoyo.

Valentina se frotó la cara.

—Necesito tiempo.

—Todo el que necesites.

Patricia intervino:

—Vale, sé que esto es rarísimo y horrible, pero eventualmente será una historia familiar MUY interesante en las cenas navideñas.

A pesar de todo, las tres nos reímos. Bueno, más bien lloramos y reímos al mismo tiempo.



Han pasado seis meses. Mi pancita de embarazada es ya bastante notoria. Valentina viene a visitarme dos veces por semana y ha empezado a hablarle a su futuro hermano (es niño, por cierto). Está en terapia. Yo también.

Sebastián envía dinero cada mes para el bebé, pero mantiene su distancia. Se mudó a otra ciudad. Es mejor así.

Mi madre de 76 años, cuando finalmente le conté, dijo:

—Bueno, al menos no estás muerta. Pensé que me ibas a decir que tenías cáncer.

—¿Esa es tu reacción, mamá?

—Marta, a tu edad, un escándalo le da sabor a la vida. Además, siempre quise más nietos.

Ayer, Valentina vino con pinturas para decorar el cuarto del bebé.

—¿Qué te parece azul cielo? —preguntó.

—Me parece perfecto.

Mientras pintábamos, ella dijo:

—Sabes, mamá, todavía estoy procesando todo esto. Y probablemente estaré enojada durante mucho tiempo. Pero… no voy a dejar que mi hermanito crezca sin su tía/hermana mayor. Aunque esta situación sea la más bizarra del universo.

La abracé, con lágrimas en los ojos.

—Eres más fuerte de lo que yo jamás podría ser.

—Sí, bueno. Tú dormiste con mi ex. La barra está bastante alta.

Y así, en este caos absoluto que es mi vida, encontré algo de paz. ¿Es perfecto? No. ¿Es normal? Definitivamente no. Pero es mi vida.

Y en cuatro meses más, tendré un bebé. A los cincuenta años.

Patricia dice que debería escribir un libro. Yo digo que nadie me creería.