Me adoptaron para ser la sirvienta…
Nunca me gustó hablar de mi infancia. Cada vez que alguien me preguntaba si era hija única o cómo era mi familia, yo sonreía para no explicar demasiado. Porque mi historia no tiene nada de cuento de hadas.
Tenía ocho años cuando me adoptaron. Recuerdo el día como si fuera ayer: llegamos a esa casa enorme, con un jardín lleno de rosas que parecían de revista. La señora me abrazó frente a todos, incluso frente a los vecinos curiosos que habían salido a mirar.
—Ahora eres nuestra hija —me susurró al oído.
Yo lloraba de alegría. Creí que por fin tendría una familia. Por fin alguien me querría de verdad.
Esa primera noche dormí en una cama que parecía de princesa. Tenía sábanas limpias y suaves, algo que nunca había tenido en el hogar donde vivía antes. Me sentí afortunada.
Pero la ilusión duró poco.
Al día siguiente, muy temprano, la señora me llamó a la cocina.
—Lava los platos y después ayuda a vestir a Julián —me dijo.
—¿Y mis cosas? —pregunté, todavía medio dormida.
—Tus cosas… después vemos. Lo importante ahora es Julián.
Al principio pensé que era normal, que todos los hijos ayudan en la casa. Me repetía a mí misma que era cuestión de adaptarme. Pero con el paso de los días lo entendí: yo no era una hija, yo era una sirvienta.
Julián, su hijo biológico, tenía parálisis cerebral. No podía moverse solo. Al principio me gustaba ayudarlo: darle de comer, leerle cuentos, cantarle para que se durmiera. Pero pronto las tareas dejaron de ser un gesto de cariño y se convirtieron en obligaciones.
—Tienes que levantarlo tú, que eres más joven.
—Báñalo y cámbiale la ropa.
—Hazle los ejercicios que el médico indicó.
Una y otra vez, como un mantra.
Y mientras más crecía Julián, más crecían también mis responsabilidades. Yo ya no tenía tiempo para jugar, ni para estudiar tranquila. Mi vida giraba alrededor de él.
Un día, con apenas doce años, me armé de valor y pregunté:
—¿Por qué me adoptaron?
La señora me miró fijo, como si hubiera dicho una ofensa.
—Para que Julián no estuviera solo. Tú eres sus manos, sus pies… su hermana.
—¿Y yo? —balbuceé, con un nudo en la garganta—. ¿Quién soy yo para ustedes?
Hubo un silencio largo. El señor bajó la vista y, con voz seca, dijo:
—Tú eres la ayuda que él necesita.
Sentí que el piso desaparecía debajo de mí. Ese día entendí todo. Nunca me adoptaron para quererme. Nunca fui hija. Yo era solo la cuidadora gratis, la sirvienta disfrazada de hija adoptiva.
Lo irónico es que a Julián sí lo quise. Porque él no tenía la culpa. Él reía cuando le leía cuentos, me apretaba la mano fuerte cuando tenía miedo, me miraba con ternura. Pero a ellos… a ellos los recuerdo con el frío de cada abrazo falso que me dieron solo cuando había gente mirando.
A los quince, la escuela me ofreció una beca. Era la primera vez que alguien veía algo en mí. Cuando les dije que quería aceptarla, la señora se enfureció.
—¿Y quién cuidará de Julián mientras estudias? —gritó.
—Yo no pedí esto —contesté temblando—. Yo también merezco una vida.
Su respuesta fue como un cuchillo:
—No seas desagradecida. Nosotros te “salvamos”.
Ese “salvamos” aún me quema en la memoria.
Me fui de esa casa a los diecisiete. Fue difícil, me sentí rota, sola, con miedo de no ser suficiente en ningún lugar. Pero preferí empezar de cero que seguir siendo invisible en un lugar donde solo me querían por lo que hacía, no por lo que era.
Hoy, de adulta, cuento mi historia no por lástima, sino para que nadie confunda la adopción con egoísmo disfrazado de amor. Adoptar es dar una familia, no buscar una sirvienta.
Porque yo nunca fui la hija que ellos prometieron que sería.
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