Lima, Perú. 28 de julio de 2022. Día de

la independencia. Las calles están desiertas, las familias encerradas en

sus hogares celebrando con parrillas y cerveza helada. El cielo nocturno se

ilumina ocasionalmente con fuegos artificiales que estallan sobre los

cerros de San Juan de Lurigancho. Son las 11 de la noche y Omar Castillo lleva

22 horas seguidas al volante de su taxi tico, ese pequeño auto blanco con rayas

rojas que ha sido su compañero fiel durante 22 años de lucha diaria en las

calles implacables de esta ciudad de 10 millones de almas. Omar tiene 47 años,

pero su rostro refleja 60. Las ojeras profundas, como cañones bajo sus ojos

cafés, cuentan la historia de un hombre que ha olvidado lo que significa dormir

más de 3 horas. Sus manos curtidas y agrietadas aferran el volante con la

desesperación de quien sabe que soltar significaría hundirse. El taxi tico es

una reliquia ambulante, el tablero está agrietado, el asiento del conductor

remendado con cinta adhesiva gris. El motor tose como un anciano con neumonía

cada vez que sube una pendiente, pero es lo único que tiene. Es su herramienta de

supervivencia. 180 soles murmura Omar mirando el fajo

arrugado de billetes sobre el asiento del copiloto. 22 horas manejando por 180

miserables soles. Gastó 100 en gasolina. Le quedan 80. 80 soles para alimentar a

cuatro hijos. 80 soles cuando necesita 82,000 para

salvar la vida de Beatriz, su esposa, su corazón, la mujer que lo ha acompañado

durante 25 años de matrimonio. Beatriz tiene 46 años y cáncer de mama en

estadio 4. La quimioterapia dejó de funcionar hace 3 meses. Los médicos del

hospital Revagliati fueron claros. Sin inmunoterapia experimental le quedan 6

semanas de vida. 6 semanas. 42 días para

despedirse de sus hijos. Lucía, de 19 años, estudiante becada de enfermería

que llora en silencio cada noche. Roberto de 16, quien dejó de sonreír un

año. Las gemelas Sofía y Camila de 13, que aún no comprenden que su madre puede

no estar en Navidad. El costo de la inmunoterapia, 120,000 soles, 32,000.

Una fortuna imposible para un taxista. Omar vendió todo. Primero la casa que

habían comprado con tanto esfuerzo en Villa El Salvador. Esa casita de dos pisos con jardincito donde Beatriz

cultivaba geranios rojos. Ahora rentan un cuarto de 4 m por cu en San Juan de

Miraflores. Los seis duermen ahí. Omar y Beatriz en una cama, las gemelas en

otra, Lucía en un colchón en el piso, Roberto en el sofá desvencijado. Vendió

los muebles, la refrigeradora, la lavadora que tanto le costó comprar, la

televisión, las bicicletas de los niños. vendió su ropa, dejó solo tres camisas y

dos pantalones. Vendió hasta su anillo de matrimonio, esa argolla de oro simple

que Beatriz le colocó temblando en el dedo hace 25 años en la iglesia San

Martín de Porres. En 18 meses de vender su vida pedazo por pedazo, juntó 38,000

soles. Faltan 82,000. Imposibles, inalcanzables como las estrellas que

brillan burlonamente sobre Lima esta noche de fiesta nacional. El indicador

de gasolina marca vacío. La aguja está tan hundida que parece haberse rendido.

Omar sabe que le queda combustible para una carrera más, máximo 10 km. Después

de eso, el tico se apagará y no podrá trabajar mañana. Mañana necesita

trabajar. Mañana Beatriz necesita sus medicamentos para el dolor. 600 soles en

morfina que apenas calman su agonía. Uno más, susurra Omar. Una carrera más y me

voy a dormir. Pero dormir dónde no puede llegar al cuarto en San Juan de

Miraflores. No tiene gasolina para cruzar la ciudad. Dormirá en el taxi,

como ha hecho las últimas 14 noches, reclinando el asiento, abrazándose a sí

mismo mientras el frío de la madrugada limeña se filtra por las ventanas rotas.

Omar circula lentamente por la avenida Venezuela, cerca del hospital Rebagliati.

Las calles están fantasmagóricas. Un perro callejero urga en una bolsa de

basura. Dos policías beben café en una esquina. Los fuegos artificiales

continúan estallando en la distancia, celebrando una independencia que Omar no

siente. Él es esclavo, esclavo de la necesidad, de la desesperación, de un

sistema de salud que le cobra $2,000 por el derecho de su esposa a seguir

respirando. Dios mío, ora en voz alta, lágrimas

rodando por sus mejillas demacradas. Sé que te he pedido tanto. Sé que tal

vez no merezco más milagros, pero Beatriz, ella es buena, Señor. Ella

nunca le ha hecho daño a nadie. ¿Por qué ella? ¿Por qué el cáncer eligió su

cuerpo para destruirlo? El motor del tico tose, una tos seca, amenazante, se

está quedando sin gasolina. Y entonces la ve, una mujer joven, no más de 25

años, parada bajo la única farola que funciona frente a la entrada de emergencias del hospital Revagliati.

Agita los brazos desesperada. En sus brazos sostiene un bulto envuelto en una

manta celeste, un bebé. Omar ve el pánico en su rostro, incluso desde 50 m

de distancia. Señor taxista, señor taxista, grita la

mujer corriendo hacia el tico cuando Omar se acerca. Omar frena. El motor

tose de nuevo, suplicando por gasolina que no existe. La mujer llega a la