Todos se rieron de la hija de la limpiadora hasta que señaló una línea del contrato y el millonario se quedó

helado. El edificio olía a vidrio limpio y a perfume caro. Ese tipo de aroma sin

humanidad, como si hasta el aire estuviera contratado. Las puertas giratorias tragaban y escupían trajes,

tacones, maletines. En el lobby, una fuente artificial repetía la misma caída

de agua una y otra vez, como si el mundo no tuviera derecho a cambiar. En el piso

31, la sala de juntas brillaba como una promesa. Mesa larga, madera oscura,

pantallas encendidas con gráficos en azul, sillas impecables, café servido en tazas que no se usan en casas normales.

Ahí estaba Héctor Valdés, millonario, dueño de medio mundo en papeles. No

parecía nervioso, pero sí impaciente. Tenía el bolígrafo de metal entre los

dedos como si fuera un cetro. Frente a él, un contrato grueso marcado con

separadores y firmas pendientes. A su derecha estaba su asesor principal, Iván

Laredo, traje perfecto, sonrisa calibrada. A un lado, una abogada de la

firma externa, licenciado Paula Serrano, que hablaba con voz suave y segura, como

quien vende tranquilidad. Y al fondo, de pie, como pared, el jefe de seguridad

del edificio, Rogelio Rivas, vigilando la puerta con cara de nadie entra si yo no quiero. Señor Valdés, dijo Paula,

señalando con un dedo impecable, aquí y aquí. Con esto cerramos la operación

hoy. Mañana la prensa lo anuncia como el acuerdo del año. Héctor miró el

documento sin leerlo, no por arrogancia pura, sino porque estaba acostumbrado a

delegar la desconfianza. Para eso pagaba. Iván sonríó. Esto lo

blinda, Héctor, dijo. Es impecable. Es tuyo. Héctor soltó una exhalación

mínima, como si ya estuviera celebrando. Perfecto, dijo. Terminemos. Al otro lado

del vidrio, en el pasillo, una mujer mayor empujaba un carrito de limpieza.

Tenía el uniforme gris, los guantes, el cabello recogido con prisa. Se llamaba

Elena Morales. Su cuerpo llevaba esa fatiga que no se cura con dormir, se

cura con dejar de sobrevivir. A su lado caminaba su hija, joven, delgada, mirada

alerta. No llevaba uniforme, llevaba una mochila gastada y una inquietud que no

cabía en el silencio del piso 31. Lucía Morales miró la puerta de la sala de

juntas como si supiera que detrás había una bala sin disparar. Mamá, susurró.

Ese contrato es hoy, ¿verdad? Elena se tensó. No sé de qué hablas, murmuró sin

mirarla. No te metas. Aquí no se habla de ellos.

Lucía apretó la correa de la mochila. Si firma, lo van a vaciar, dijo. Y van a

decir que fue legal. Elena palideció. ¿De dónde sacas eso?, preguntó asustada.

¿Quién te está metiendo ideas? Lucía tragó saliva. Lo vi, dijo. Lo escuché.

Lo leí sin querer. Elena miró alrededor, aterrada de que alguien las oyera.

Lucía, por Dios, susurró. ¿Quieres que me corran? ¿Quieres que nos metan en

problemas? Lucía miró de nuevo la puerta como si el tiempo ya se estuviera acabando. Peor problema es que firme,

dijo mamá. Si no lo paro hoy, mañana va a ser tarde. Elena apretó el carrito. No

eres nadie aquí, dijo con dolor. Eres la hija de la limpiadora.

Y a la hija de la limpiadora la sacan a empujones. Lucía se quedó quieta un

segundo, luego respiró como quien decide saltar aunque duela. Entonces que me

saquen dijo. Pero hoy no firma. Antes de que Elena pudiera detenerla, Lucía

caminó directo a la puerta. Rogelio Rivas, el de seguridad, la vio venir y

se adelantó con una mano extendida. “Señorita, aquí no puede estar”, dijo

seco. Lucía no retrocedió. Tengo que hablar con el señor Valdés”, dijo. “Es

urgente.” Rogelio soltó una risa breve. “¿Y tú quién eres?” Lucía levantó la

barbilla. “Soy la hija de la limpiadora”, dijo. “Pero eso no cambia

lo que sé.” Rogelio abrió la puerta apenas, lo justo para hablar sin dejarla

pasar. Señor Valdés está ocupado, dijo. Retírate. Lucía alzó la voz rompiendo el

silencio elegante del pasillo. No firme el contrato gritó. La sala de juntas se

quedó congelada. Las pantallas siguieron brillando, pero la gente ya no las veía.

Héctor giró la cabeza sorprendido, irritado. Iván se levantó de golpe. ¿Qué

es esto? murmuró. Rogelio intentó empujar a Lucía hacia atrás, pero ella

metió el brazo por el hueco de la puerta, señalando el documento sobre la mesa. “No firmes”, repitió.

“Hay una línea que te destruye.” En la mesa, alguien soltó una risa nerviosa.

Un directivo al fondo susurró algo como burla. La hija de la limpiadora nos

viene a dar clases. Paula Serrano, la abogada, sonrió con desprecio elegante.

Señor Valdés, esto es un intento de sabotaje. Seguridad, sáquenla. Héctor

estaba a punto de asentirado, cuando Lucía dijo algo distinto. No

insultó, no gritó nombres, solo señaló un lugar exacto del contrato con una

precisión que no era de improvisación. Página 12. dijo cláusula 143, la línea

donde dice cesión total por contingencia. Héctor Parpadeó. Esa frase no era común.

No era algo que una joven cualquiera repitiera al azar. Iván se tensó apenas.

Paula Serrano mantuvo la sonrisa, pero sus ojos cambiaron un milímetro. Héctor

levantó la mano frenando a Rogelio. Un momento, dijo serio. Rogelio se quedó

quieto, sorprendido. Héctor miró a Lucía. ¿Qué dijiste? Preguntó lento.

Lucía tragó saliva, pero sostuvo la mirada. ¿Qué? Ahí está la trampa. Dijo

esa línea hace que si pasa a una contingencia que ustedes mismos pueden provocar, pierdes todo sin poder