El pulso me latía con fuerza cuando lo toqué… y lo que vi en la pantalla no era una página de un hotel o un sitio de reseñas de restaurantes. Era una pantalla de inicio de sesión. No había logotipos, ni marcas. Solo dos campos vacíos: “Usuario” y “Contraseña”, y debajo, una línea de texto en un tipo de letra minúsculo y frío: “Proyecto Lázaro: Autenticación de Unidad de Campo”.
Mi mente se negó a procesarlo. ¿Unidad de campo? ¿Qué clase de broma era esta? Volví a la foto, acercándome al tatuaje de código de barras, como si al examinarlo más de cerca, su significado se revelaría como algo banal. Pero solo vi la misma geometría implacable. Me sentía tan mareada que tuve que sentarme en el suelo, la espalda apoyada contra el frío mármol de la chimenea. La habitación estaba en silencio, solo rota por el suave zumbido del aire acondicionado y la respiración regular y profunda de mi esposo, el hombre que no conocía.
Intenté la única cosa lógica que se me ocurrió. Probé con su nombre de usuario. Probé con la fecha de nuestro aniversario. Probé con mi nombre. Cada intento fallido era un clavo más en el ataúd de mi matrimonio, y cada mensaje de error era una bofetada helada. “Acceso denegado. Código de la Unidad no reconocido”. El mensaje repetía la misma frase, una y otra vez.
El hombre que amaba, el padre de mi futuro hijo, era un “código de la unidad” en alguna base de datos corporativa. La frialdad del lenguaje me hizo temblar. El hombre que se había presentado ante mí, que me había propuesto matrimonio, que me había jurado amor eterno… ¿era solo un número en un sistema? Un miedo primordial se apoderó de mí, un terror que no tenía forma ni nombre, pero que se sentía tan real como el latido de mi propio corazón.
La Confesión y el Velo Rasgado
El sol de la mañana se coló por las persianas, pintando rayas doradas en el suelo. Alex seguía durmiendo, su rostro sereno, ajeno al huracán que rugía en mi interior. Apreté el teléfono contra mi pecho, una fuente de calor que no era mi esposo. Mi decisión fue inmediata. No podía vivir con esta mentira. Yo había amado a este hombre, había compartido mi vida con él, y ahora esperaba un hijo suyo. Tenía derecho a saber.
Cuando se despertó, con un bostezo y una sonrisa que me rompió el alma, sentí que me iba a desmayar. Se sentó en la cama, se estiró y me miró.
—Buenos días, mi amor —dijo, su voz ronca por el sueño—. ¿Estás bien? Te ves pálida.
No pude decir nada. El nudo en mi garganta era una piedra. Le entregué el teléfono.
—¿Qué es esto? —preguntó, su voz suave, con un toque de confusión.
—Escaneé el tatuaje de tu espalda —dije, mis palabras saliendo como un suspiro—. El tatuaje de código de barras. El que nunca me contaste que tenías.
El color se le fue del rostro. Sus ojos se abrieron de par en par, una mirada de terror que nunca había visto en él. Se levantó de la cama, me miró, y luego miró el teléfono, como si el objeto fuera una bomba a punto de estallar.
—Elena, yo… —comenzó, su voz temblando.
—¿Qué significa “Proyecto Lázaro”? —le pregunté, mi voz subiendo un poco, una nota de dolor—. ¿Qué significa “Unidad de Campo”?
Se sentó en el borde de la cama, la cabeza entre las manos, su cuerpo un manojo de tensión. La calma que siempre lo había caracterizado había desaparecido, reemplazada por un pánico palpable. Y entonces, con un suspiro que pareció salir de lo más profundo de su ser, comenzó a hablar.
Me contó una historia que desafiaba toda lógica, una historia tan extraña que sonaba a ciencia ficción. Me habló de una organización sombría, conocida como “La Sombra”, que había estado trabajando en un proyecto secreto para crear la “perfección” humana. Me contó que no había nacido, que había sido creado. Diseñado en un laboratorio. El código de barras era su número de serie, su identificación como un producto, un resultado, una unidad.
Las “unidades de campo” eran como él. Hombres y mujeres genéticamente modificados para ser más fuertes, más inteligentes, más resistentes. No tenían defectos, ni enfermedades, ni vulnerabilidades. No sentían, no amaban, no tenían miedo. Eran el futuro de la humanidad, o eso les habían dicho. Eran las armas, los científicos, los líderes que salvarían al mundo de la mediocridad.
—Mi nombre es Alex —dijo, su voz una nota de dolor—. Pero es un nombre que me di a mí mismo. Mi verdadero nombre es 734.
El aire de la habitación se hizo más pesado. El hombre que amaba, mi esposo, no era un hombre. Era un experimento.
Un Pasado Oculto y el Secreto de la Ausencia
Le pregunté por sus padres, por su infancia, por sus recuerdos. Y él me contó que no tenía recuerdos. Su memoria era un borrón, una programación, un guión. Lo que me había contado sobre su infancia en un internado, sobre sus viajes de negocios, eran mentiras elaboradas. Las “vacaciones” con su “familia” eran sesiones de entrenamiento, pruebas, actualizaciones. Me contó que cada vez que se sentía demasiado humano, demasiado conectado con el mundo, los llamaban.
—Me dijeron que era una falla en el sistema. Que mis emociones eran un error —dijo, sus ojos llenos de una tristeza que me partió el alma—. Que mi amor por ti… era una anomalía.
Y el bebé. El bebé en mi vientre. Era el mayor error de todos. Un ser humano, no diseñado, no programado, no controlado. Un ser humano con un alma. El bebé era un “glitch” en su perfección.
—Querían que te dejara —me dijo, su voz un susurro—. Querían que te olvidara, que olvidara al bebé. Pero no pude.
No pude creer lo que estaba escuchando. ¿Mi esposo era una máquina? ¿Una máquina que había aprendido a amar? No. No era una máquina. Era un hombre. Un hombre que había sido creado en un laboratorio, pero que había encontrado la humanidad en mi amor.
Le pregunté por sus viajes. Me dijo que sus viajes de negocios eran para reunirse con otros como él, para buscar una forma de escapar, para encontrar una manera de ser libre. Me dijo que se sentía como un fantasma en su propia vida.
—Estaba tratando de protegerte —me dijo, sus ojos llenos de una tristeza que nunca olvidaré—. Estaba tratando de encontrar una manera de alejarme, para que La Sombra no te encontrara. Pero fallé.
El pulso me latía con fuerza. El miedo primordial que había sentido al ver el tatuaje había desaparecido. Ahora sentía una profunda tristeza y una profunda compasión.
—¿Qué hacemos ahora? —le pregunté, mi voz temblando.
—Tenemos que irnos —dijo, con una nota de pánico en la voz—. Nos van a encontrar. Saben que has escaneado el código de barras. Saben que sabes la verdad.
La Persecución y el Vuelo a la Libertad
No había tiempo para empacar, para pensar, para planear. Alex me tomó de la mano y me llevó por la puerta trasera de nuestra casa. Su cuerpo, que siempre había sido una fuente de fuerza y de seguridad, ahora era una fuente de pánico. Nos metimos en un coche que había robado, un coche sin matrícula, y nos dirigimos a la carretera. El mundo exterior parecía un lienzo de arte, los coches, las casas, las personas. Pero para mí, era una prisión, un lugar del que teníamos que escapar.
El coche se movía con una velocidad que me hacía sentir náuseas. Alex conducía con una concentración que nunca había visto en él. Sus ojos estaban fijos en la carretera, su cuerpo tenso, como si estuviera a punto de estallar.
—¿A dónde vamos? —le pregunté.
—A un lugar que no existe —me dijo, sin mirarme.
El lugar era una cabaña en las montañas, una cabaña que había sido construida por un hombre de La Sombra que había desertado. Era un refugio, un lugar de seguridad. La cabaña era un santuario, un lugar donde podríamos ser libres, donde nuestro hijo podría ser libre.
Llegamos a la cabaña después de un viaje de diez horas. Era un lugar remoto, escondido en las montañas, un lugar que parecía sacado de un libro de cuentos. La cabaña era pequeña, de madera, con una chimenea de piedra y una vista que se perdía en el horizonte. Era el lugar perfecto.
Pero la paz no duró. A las pocas horas de nuestra llegada, vimos un coche, un coche negro, acercándose a la cabaña. El miedo se apoderó de mí. Alex me tomó de la mano y me dijo que me escondiera.
—Esto es mi culpa —me dijo, sus ojos llenos de una tristeza que me partió el alma—. Yo te puse en peligro.
No le creí. No era su culpa. Era la culpa de La Sombra, la culpa de los hombres y mujeres que habían jugado a ser dioses.
—No me voy a ir sin ti —le dije, mi voz temblando.
Él me abrazó con una fuerza que me hizo temblar.
—Te amo, Elena —dijo, sus palabras un suspiro—. Te amo más que a mi propia vida.
Luego, se dio la vuelta y se fue, corriendo hacia el bosque, alejándose del coche negro. Lo vi, un fantasma en la oscuridad, un hombre que no era un hombre, pero que había encontrado la humanidad en su corazón.
Un Sacrificio, una Promesa y la Libertad
Esperé. Esperé un día. Esperé dos días. El coche negro se fue. Pero Alex no regresó. No comí, no bebí, no dormí. Solo esperaba, esperando un milagro. Al tercer día, encontré una nota en la chimenea, escrita en un trozo de papel.
“Te amo, Elena. Te amo más de lo que jamás he amado a nada en este mundo. Te di mi corazón, mi alma, mi vida. Ahora, te doy tu libertad. Por favor, sé feliz. Cuida de nuestro hijo. Enséñale a ser un hombre. Enséñale a amar. Dale el amor que yo nunca tuve.”
Las palabras eran un cuchillo que me partía el alma. Me senté en el suelo y lloré. Lloré por el hombre que había amado, el hombre que había sacrificado su vida por mí, por nuestro hijo.
Dos meses después, di a luz a un niño. Un niño sano, fuerte, con los ojos de su padre. Lo llamé Alex. Un nombre que me recordaba la vida que habíamos compartido, el amor que habíamos encontrado en la miseria. Y al mirar a mi hijo, vi a su padre. Vi sus ojos, su sonrisa, su alma. Y supe que Alex no había desaparecido. Él estaba en su hijo.
El código de barras, el símbolo de su pasado, era ahora el símbolo de su sacrificio. Un recordatorio de que un hombre, sin importar de dónde venga, sin importar cómo haya sido creado, puede encontrar su humanidad en el amor. Y el amor, a veces, es la única cosa que puede hacer que un hombre sea libre.
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