El sol caía como plomo derretido sobre las tierras resecas de la hacienda Villarreal. Las montañas en el horizonte se recortaban contra un cielo que prometía otra noche sin lluvia, mientras el viento arrastraba el polvo rojizo que se metía en los ojos, en la boca, en el alma misma de quienes habitaban esas tierras olvidadas por Dios y disputadas por los hombres. La guerra de Reforma había convertido a México en un campo de batalla donde liberales y conservadores se mataban en nombre de ideas que los peones analfabetos apenas comprendían.

Don Sebastián Villarreal observaba desde el balcón de su casona el movimiento de sus trabajadores. A sus 52 años, el hacendado había construido un imperio de plata y sudor ajeno. Su figura alta y enjuta, vestida siempre de negro riguroso, era conocida en toda la región. Viudo desde hacía 10 años cuando su esposa murió al dar a luz a un niño que tampoco sobrevivió. Don Sebastián había canalizado su dolor en dos devociones: la explotación implacable de sus minas y una religiosidad que rayaba en el fanatismo. Cada domingo acudía a misa en la capilla privada de su hacienda, donde el padre Anselmo celebraba el servicio exclusivamente para él y su servidumbre.

Esa tarde de octubre, mientras el capataz Fermín dirigía la descarga de mineral en las carretas, dos figuras aparecieron en el camino polvoriento que conducía a la hacienda. Don Sebastián entrecerró los ojos. Eran caminantes, probablemente más desplazados por la guerra, que buscaban trabajo o limosna. Nada inusual en aquellos tiempos convulsos, pero había algo en aquellas siluetas que le produjo una extraña inquietud.

Cuando los forasteros se acercaron lo suficiente, don Sebastián pudo distinguir sus rostros. Eran dos jóvenes, quizás de veinti pocos años, con rasgos tan similares que solo podían ser hermanos. Ambos llevaban ropas de viaje polvorientas y sombreros de ala ancha que proyectaban sombras sobre sus caras. Lo que perturbó profundamente a don Sebastián fue la belleza ambigua de aquellos rostros. No podía determinar con certeza si miraba a dos hombres, dos mujeres o algo que desafiaba esa clasificación elemental. Sus facciones delicadas contrastaban con cuerpos de proporciones enigmáticas, ocultas bajo las ropas holgadas.

“Don Sebastián”, llamó Fermín desde el patio, “Hay unos forasteros pidiendo hablar con usted. Dicen que buscan trabajo.”

El hacendado bajó las escaleras con paso medido. Su bastón de ébano golpeaba cada peldaño con autoridad. Cuando llegó al patio, los dos hermanos se quitaron los sombreros en señal de respeto. Don Sebastián sintió que el suelo se movía ligeramente bajo sus pies. Nunca había visto criaturas como aquellas.

“Buenas tardes, patrón”, dijo el que parecía de mayor edad. Su voz era suave, pero no femenina, más bien neutra, como el murmullo de un arroyo. “Mi nombre es Remedios y este es mi hermano Refugio. Venimos desde San Luis Potosí, huyendo de la guerra. Somos trabajadores honestos y no pedimos más que un techo y algo de comer a cambio de nuestro trabajo.”

Don Sebastián los estudió en silencio. La piel de ambos era del color del barro cocido. Sus ojos negros como el carbón brillaban con una mezcla de esperanza y temor. Remedios, el que había hablado, parecía ser quien protegía a Refugio, cuya mirada esquiva delataba una timidez casi infantil.

“¿Qué saben hacer?”, preguntó don Sebastián con voz ronca.

“De todo un poco, patrón. Trabajo de campo, cuidado de animales, reparaciones. Refugio es muy bueno con las manos, hace trabajos finos de carpintería. Yo tengo conocimientos de hierbas medicinales. Aprendí del curandero de mi pueblo.”

Algo oscuro y antiguo se removió en el pecho de don Sebastián. Una sensación que no experimentaba desde hacía años, desde antes de que la muerte de su esposa congelara algo fundamental en su interior. No era simple atracción carnal, era fascinación, curiosidad morbosa, el instinto del coleccionista que descubre una pieza única y perturbadora.

“Fermín”, ordenó sin quitar los ojos de los hermanos. “Llévalos al ala sur, las habitaciones del fondo, las que dan al jardín cerrado. Que Jacinta les prepare algo de comer.”

El capataz frunció el ceño sorprendido. El ala sur llevaba años sin usarse desde que la señora había muerto. Eran las habitaciones más lujosas de la hacienda, reservadas antaño para invitados distinguidos.

“El ala sur, patrón… No, mejor los cuartos de servicio junto a…”

“El ala sur”, repitió don Sebastián con un tono que no admitía réplica. “Y que nadie los moleste. Responderán directamente ante mí.”

Los hermanos intercambiaron una mirada de alivio mezclado con cautela. Remedios inclinó la cabeza. “Es usted muy generoso, patrón. No lo defraudaremos.”

Mientras Fermín conducía a los recién llegados hacia el interior de la casona, don Sebastián permaneció en el patio sintiendo cómo su corazón latía con una intensidad que creía muerta. Por primera vez en una década algo despertaba en él, algo que la respetabilidad, la religión y las convenciones sociales habían mantenido aletargado.

Esa noche, don Sebastián no pudo probar bocado durante la cena. Jacinta, la cocinera que llevaba 30 años sirviendo a la familia Villarreal, notó la agitación de su patrón. Lo conocía lo suficiente como para saber que algo extraordinario había ocurrido. El hacendado despidió temprano a la servidumbre y se retiró a su estudio, donde guardaba una colección de libros que pocos en la región sabían que poseía: tratados de anatomía, textos médicos prohibidos por la iglesia, ilustraciones de malformaciones y curiosidades naturales que había adquirido en sus viajes a la Ciudad de México.

Pasó horas revisando aquellas páginas amarillentas, buscando explicaciones para lo que sus ojos habían visto. Hermafroditas, así llamaban los antiguos griegos a quienes nacían con características de ambos sexos. La medicina moderna, en su arrogancia, los consideraba aberraciones, errores de la naturaleza, pruebas vivientes de la imperfección del mundo. La Iglesia, más cruel aún, los declaraba hijos del pecado, marcados por el demonio, indignos de los sacramentos.

Pero don Sebastián, en la oscuridad de su estudio, iluminado apenas por la luz de una vela, sentía algo diferente. Sentía que Dios, en su insondable sabiduría, le había enviado un regalo, o quizás una prueba, una tentación tan exquisita como peligrosa.

Se asomó a la ventana que daba al ala sur. Las luces estaban encendidas en las habitaciones que había asignado a Remedios y Refugio. ¿Estarían durmiendo? ¿Estarían asustados en aquel lugar desconocido? ¿Comprenderían que ya no eran simples trabajadores, sino algo más precioso y terrible?

Don Sebastián apretó los puños. Tenía que ser cuidadoso. La sociedad conservadora de Zacatecas no perdonaría el menor escándalo. Su reputación como hombre devoto y respetable era su mayor capital, pero también sabía que poseía el poder absoluto dentro de los límites de su hacienda. Aquí él era Dios y juez. Aquí podía hacer lo que quisiera con quienes dependían de su caridad. Los hermanos habían llegado buscando refugio y refugio encontrarían. Pero sería un refugio con barrotes invisibles, una jaula dorada donde él sería su único benefactor, su único contacto con el mundo exterior, su único juez.

El viento nocturno hacía crujir las contraventanas. En algún lugar de la hacienda, un perro aullaba con desesperación. Don Sebastián sonrió en la oscuridad. Una sonrisa que nadie debía ver jamás. Lo que ocurrió en aquella hacienda fue solo el comienzo de una obsesión que desafiaría los límites de la moral y la cordura.

Los primeros días de Remedios y Refugio en la hacienda Villarreal transcurrieron en una calma engañosa. Don Sebastián les había asignado tareas livianas. Refugio trabajaba en el taller de carpintería, reparando muebles antiguos y tallando marcos para los cuadros religiosos que decoraban la casona. Remedios, por su parte, fue destinado al cuidado del jardín privado del ala sur, un espacio descuidado desde la muerte de la señora Villarreal, donde crecían hierbas medicinales entre la maleza.

El hacendado los visitaba cada tarde, siempre con algún pretexto. Inspeccionaba el trabajo de Refugio con detalle obsesivo, pasando los dedos por la madera recién lijada, acercándose más de lo necesario para observar el movimiento de sus manos. Con Remedios era distinto. Se sentaba en una banca del jardín mientras el joven arrancaba hierbas y le hacía preguntas. Preguntas que al principio parecían inocentes, pero que con el paso de los días se volvían cada vez más personales, más invasivas.

“¿Dónde nacieron?”, preguntó don Sebastián una tarde, mientras el sol teñía de naranja las paredes de adobe.

Remedios no levantó la vista de las plantas. “En un pueblo pequeño cerca de Real de 14, patrón. Un lugar tan pobre que ni siquiera tiene nombre en los mapas.”

“¿Y sus padres?”

Hubo un silencio largo. Refugio, que trabajaba cerca podando un rosal silvestre, se tensó visiblemente. Remedios apretó la tierra entre sus dedos antes de responder. “Murieron cuando éramos niños. Una fiebre se llevó a casi todo el pueblo. Nos criamos solos, patrón. Aprendimos a sobrevivir.”

“Nadie más en su familia.”

“Nadie. Solo nosotros dos.”

Don Sebastián asintió lentamente y en sus ojos brilló algo que Remedios no supo interpretar. Satisfacción, alivio. El hacendado se puso de pie, sacudiendo el polvo de su impecable traje negro. “Mejor así. Los lazos familiares a veces son cadenas que nos atan a lugares donde no debemos estar. Aquí en mi hacienda pueden empezar de nuevo bajo mi protección.”

Esa palabra, “protección”, resonó en el aire con un peso extraño. Remedios sintió un escalofrío recorrerle la espalda a pesar del calor sofocante de la tarde.

Las semanas siguientes, don Sebastián comenzó a cambiar las reglas de manera sutil, pero sistemática. Primero ordenó que las comidas de los hermanos fueran servidas en sus habitaciones, no en el comedor común de los trabajadores. Luego prohibió que salieran de los límites del ala sur sin su permiso explícito. Cuando Remedios protestó tímidamente, argumentando que necesitaba ir al mercado del pueblo para conseguir semillas para el jardín, don Sebastián sonrió con paciencia condescendiente.

“No es necesario. Díganme lo que necesitan y yo lo conseguiré. Hay mucha gente peligrosa en los caminos. Bandidos, soldados desertores, gente que podría hacerles daño. Aquí están seguros.”

Refugio, más ingenuo o quizás más asustado, aceptó las restricciones sin cuestionarlas. Pero Remedios comenzó a sentir que las paredes del ala sur se cerraban un poco más. Cada día las habitaciones lujosas que al principio parecían un regalo, ahora empezaban a sentirse como una prisión elegante.

Una noche, mientras cenaban en su cuarto, Refugio susurró: “Deberíamos estar agradecidos, hermano. Nos está tratando mejor que cualquier otro patrón. Tenemos camas blandas, comida abundante, trabajo digno.”

Remedios miró fijamente a su hermano menor. Refugio siempre había sido así, confiado, incapaz de ver la maldad en los demás hasta que era demasiado tarde. Por eso Remedios había asumido desde niño el rol de protector, el que tomaba las decisiones, el que mantenía en secreto la verdad de sus cuerpos.

“¿No te das cuenta?”, murmuró Remedios. “No somos trabajadores, somos otra cosa. La manera en que nos mira, como si fuéramos animales raros en una colección.”

“Estás imaginando cosas. Don Sebastián es un hombre devoto, respetable. Todo el pueblo habla de su generosidad con la iglesia.”

“Los hombres devotos pueden ser los peores monstruos”, replicó Remedios, pero no insistió. No quería asustar más a Refugio.

El punto de quiebre llegó un sábado por la noche. Don Sebastián apareció en sus habitaciones sin previo aviso, algo que nunca había hecho. Traía una botella de vino español y tres copas de cristal. Su rostro estaba ruborizado, sus movimientos menos controlados que de costumbre.

“Vengo a celebrar”, anunció con voz pastosa. “Mis minas produjeron más plata este mes que en todo el año anterior, y todo gracias a la buena fortuna que ustedes me han traído.”

Refugio sonrió tímidamente, halagado. Remedios permaneció alerta, todos sus instintos gritándole peligro. Don Sebastián sirvió el vino con manos temblorosas. “Beban conmigo, es una orden.”

Refugio tomó su copa sin dudar. Remedios la aceptó, pero apenas mojó sus labios. El vino era dulce, demasiado dulce, con un sabor extraño que no supo identificar.

“¿Saben?”, continuó don Sebastián, sentándose entre ambos en el sofá de terciopelo rojo. “He estado estudiando mucho últimamente, libros de medicina, de filosofía natural. Hay tantas maravillas en este mundo que la gente común no puede comprender. Fenómenos que la naturaleza crea para desafiar nuestras pequeñas certezas.”

Su mano se posó sobre el hombro de Refugio. El joven se puso rígido, pero no se apartó. Don Sebastián sonrió. “Ustedes son especiales, únicos. Dios los creó diferentes por alguna razón y yo quiero comprenderlos, protegerlos, mantenerlos a salvo de un mundo que no los apreciaría como se merecen.”

“Patrón”, dijo Remedios con voz firme, poniéndose de pie. “Es tarde, deberíamos descansar.”

Los ojos de don Sebastián se endurecieron. Por un momento, la máscara de benevolencia cayó por completo y Remedios vio algo oscuro y hambriento en aquella mirada. “¿Me estás echando de mi propia casa? ¿Del cuarto que yo les he proporcionado por pura caridad cristiana?”

“No, patrón, solo…”

“Siéntate. No era una petición, era una orden.”

Remedios obedeció lentamente, sintiendo como el miedo le apretaba la garganta. Don Sebastián se terminó su copa de un trago y sirvió otra. Su expresión volvió a suavizarse, como si aquel momento de furia nunca hubiera ocurrido.

“Perdónenme. La guerra me tiene nervioso. Las noticias que llegan de la capital son terribles. Juárez y sus liberales quieren destruir todo lo que hemos construido. Quieren quitarle el poder a la iglesia, repartir las tierras de las haciendas. Vivimos tiempos peligrosos.”

Se quedó con ellos otra hora hablando de política, de religión, de filosofía, pero sus manos no dejaban de moverse, tocando el brazo de Refugio aquí, acariciando el cabello de Remedios allá, gestos que podían parecer paternales, pero que tenían un matiz hambriento.

Cuando finalmente se retiró, ya pasaba la medianoche. Refugio cayó dormido inmediatamente, el vino haciendo su efecto. Pero Remedios permaneció despierto, mirando el techo, sintiendo cómo las paredes de su jaula dorada se cerraban un poco más.

Al día siguiente descubrió que don Sebastián había ordenado instalar cerrojos nuevos en las puertas del ala sur. Cerrojos que solo se abrían desde afuera.

“Es por su seguridad”, explicó Fermín el capataz, sin mirarlos a los ojos. “Órdenes del patrón.”

Remedios comprendió entonces la terrible verdad. Ya no eran trabajadores, ya no eran siquiera huéspedes. Eran posesiones, objetos de una colección privada que don Sebastián había comenzado a construir. Y en aquellas tierras áridas de Zacatecas, donde el polvo se mezclaba con sangre y el poder de un hacendado era ley absoluta, nadie vendría a rescatarlos. Nadie, excepto ellos mismos.

Pasaron tres meses desde que los cerrojos aparecieron en las puertas. Tres meses en los que la rutina de Remedios y Refugio se transformó en un ciclo predecible y asfixiante. Don Sebastián los visitaba cada noche, siempre después de que la servidumbre se retirara, siempre con algún pretexto elaborado. Traía libros para leerles en voz alta, tratados médicos con ilustraciones anatómicas que estudiaba con fascinación morbosa mientras los obligaba a permanecer sentados junto a él. Traía regalos: las finas joyas que habían pertenecido a su difunta esposa, perfumes importados de Francia.

“Quiero que se vean hermosos”, decía mientras colocaba un collar de perlas alrededor del cuello de Refugio. “Dignos de la singularidad que representan.”

Refugio había dejado de resistirse. El miedo y la confusión lo habían convertido en una criatura dócil que aceptaba los caprichos de don Sebastián con resignación silenciosa. Pero Remedios observaba, calculaba, esperaba. Cada noche memorizaba los horarios de los guardias, el sonido de las llaves del hacendado, las rutinas de Jacinta y del padre Anselmo cuando visitaban la hacienda.

La guerra de Reforma se intensificaba en el exterior. Las noticias llegaban fragmentadas, traídas por arrieros y comerciantes que pasaban por la hacienda. Juárez había promulgado las Leyes de Reforma, nacionalizando los bienes del clero. Los conservadores, apoyados por la Iglesia, respondían con violencia. México se desangraba en una guerra civil que no parecía tener fin. Pero en el ala sur de la hacienda Villarreal, la guerra era de otro tipo: más silenciosa, más íntima, más destructiva.

Una noche de enero, don Sebastián llegó con el padre Anselmo. El sacerdote era un hombre pequeño y nervioso, con ojos de ratón que evitaban el contacto directo. Llevaba bajo el brazo un maletín de cuero gastado.

“Padre Anselmo es un hombre de ciencia, además de siervo de Dios”, explicó don Sebastián con entusiasmo apenas contenido. “Ha estudiado medicina en Guadalajara. Le he pedido que los examine. Es importante documentar su condición.”

Remedio se puso de pie de inmediato. “No.”

La palabra resonó en la habitación como un disparo. Don Sebastián parpadeó sorprendido. Hacía meses que ninguno de los hermanos se atrevía a contradecirlo directamente.

“¿Cómo dices?”

“Dije que no. No somos animales de exhibición.”

El rostro de don Sebastián se endureció. Caminó lentamente hacia Remedios y por primera vez su mano se alzó amenazante. El golpe nunca llegó, pero la intención quedó clara en el aire.

“Todo lo que tienes te lo he dado yo”, siseó el hacendado. “La ropa que vistes, la comida que comes, el techo que te protege. Me lo debes todo. ¿Y te atreves a negarme esto? ¿Esta pequeñísima cosa que te pido?”

“No nos debe nada”, replicó Remedios, aunque su voz temblaba. “Trabajamos para usted. Cumplimos con nuestras obligaciones.”

Don Sebastián rió, una risa seca y cruel. “¿Trabajar? ¿Cuándo fue la última vez que hiciste algo productivo? No, mis queridos hermanos. Ustedes dejaron de ser trabajadores hace mucho tiempo. Son mis invitados, mis protegidos, mis…” Se detuvo, como si hubiera estado a punto de decir algo que ni siquiera él se atrevía a pronunciar en voz alta.

El padre Anselmo carraspeó incómodo. “Don Sebastián, quizás deberíamos volver otro día, cuando estén más dispuestos.”

“No.” La voz del hacendado retumbó en la habitación. “Esto ocurrirá ahora. ¡Fermín, Jacinto, entren!”

Dos hombres corpulentos aparecieron en la puerta. Remedios los reconoció. Trabajadores de confianza de don Sebastián. Hombres que habían visto demasiado y sabían cuándo mantener la boca cerrada.

“Sujétenlo”, ordenó don Sebastián señalando a Remedios.

Lo que siguió fue humillación pura. Mientras Refugio lloraba en una esquina incapaz de ayudar, el padre Anselmo examinó a Remedios como si fuera un espécimen de laboratorio. Tomó medidas, hizo anotaciones en un cuaderno de piel, murmuró términos médicos en latín que sonaron como condenas. Don Sebastián observaba cada detalle con una intensidad que iba más allá de la curiosidad científica.

“Extraordinario”, murmuraba el sacerdote. “Verdaderamente extraordinario. Los textos antiguos hablan de estos casos, pero nunca pensé que vería uno con mis propios ojos. La naturaleza es caprichosa en sus diseños.”

“¿Es obra del demonio, padre?”, preguntó don Sebastián.

El padre Anselmo dudó. “La Iglesia enseña que toda desviación de la norma divina es resultado del pecado original. Pero también dice que Dios no comete errores. Quizás… quizás sean simplemente una prueba de fe para quienes los rodean.”

Cuando terminaron con Remedios, fue el turno de Refugio. El joven no resistió. Se dejó examinar con la mirada perdida, como si su espíritu hubiera abandonado su cuerpo y solo quedara una cáscara vacía.

Esa noche, después de que don Sebastián y el padre Anselmo se retiraran, Remedios abrazó a su hermano menor mientras este sollozaba incontrolablemente.

“Tenemos que escapar”, susurró Remedios. “Ya no importa a dónde. Cualquier lugar es mejor que esto.”

“No podemos”, gimió Refugio. “Los guardias, los cerrojos, los perros. Nos atraparían antes de llegar al camino principal. Y entonces… entonces sería peor.”

“¿Peor que esto? ¿Peor que ser tratados como monstruos de feria?”

Refugio levantó la vista y en sus ojos había una resignación que heló la sangre de Remedios. “Al menos aquí tenemos comida. Al menos nadie nos apedrea en las calles. Afuera, hermano… afuera somos menos que nada. Aquí al menos somos algo valioso para alguien.”

Remedios sintió náuseas. ¿Qué les había hecho don Sebastián? ¿Cómo había logrado en tan poco tiempo quebrar la voluntad de Refugio hasta convertirlo en cómplice de su propia prisión?

Los días siguientes trajeron cambios más oscuros. Don Sebastián comenzó a pedirles que usaran las ropas que había comprado para ellos: vestidos femeninos para algunos días, trajes masculinos para otros, o combinaciones extrañas de ambos. Los fotografiaba con una cámara de daguerrotipo que había mandado traer de la Ciudad de México. Las imágenes, explicaba, eran para su archivo personal, su colección privada de fenómenos naturales.

“Algún día”, decía mientras ajustaba el lente, “estas fotografías serán estudiadas por científicos de todo el mundo. Ustedes serán imortales. ¿No lo entienden? Les estoy dando la eternidad.”

Pero no era la eternidad lo que Remedios veía en aquellas sesiones fotográficas interminables. Era la muerte. La muerte lenta de su dignidad, de su humanidad, de cualquier esperanza de vivir como algo más que curiosidades en la colección de un hombre obsesionado.

Una madrugada, mientras Refugio dormía gracias al láudano que don Sebastián ahora les proporcionaba para “calmar sus nervios”, Remedios logró forzar la cerradura de una ventana. El aire frío de febrero le golpeó el rostro como una bofetada que lo devolvió a la vida. Podía saltar, podía correr… podía. Miró a su hermano dormido. No podía dejarlo. Nunca podría. Y don Sebastián lo sabía. El hacendado había encontrado la cadena perfecta: el amor entre hermanos convertido en grilletes invisibles.

Remedios cerró la ventana y volvió a la cama. Por primera vez desde que llegaron a la hacienda, lloró. Lloró por todo lo que habían perdido y todo lo que aún perderían en los meses venideros. Porque en aquella jaula dorada del ala sur, donde el tiempo se había detenido y el mundo exterior parecía un sueño lejano, Remedios comprendió una verdad terrible: algunos monstruos no tienen garras ni colmillos. Algunos visten trajes impecables y rezan el rosario cada noche antes de dormir. Y esos son los más peligrosos de todos.

Abril de 1859 llegó con tormentas de polvo que oscurecían el cielo y convertían el día en noche. Los peones de la hacienda Villarreal murmuraban que era un mal presagio, que Dios castigaba la tierra por los pecados de los hombres. La guerra seguía desangrando a México. Juárez controlaba Veracruz mientras los conservadores dominaban la capital. Cada semana llegaban noticias de batallas, fusilamientos, pueblos arrasados por uno u otro bando.

Pero don Sebastián apenas prestaba atención al mundo exterior. Su universo se había reducido al ala sur de su hacienda, a las dos criaturas que mantenía bajo llave, a la obsesión que consumía cada hora de su existencia. Había dejado de asistir a los negocios de las minas. Fermín, el capataz, asumió el control de las operaciones mientras el hacendado pasaba días enteros encerrado con Remedios y Refugio, estudiándolos, fotografiándolos, escribiendo interminables notas en cuadernos de piel que guardaba bajo llave en su escritorio.

La servidumbre comenzó a hablar. Jacinta, la cocinera, confesó al padre Anselmo durante la confesión que escuchaba cosas extrañas provenientes del ala sur: lloros, súplicas, el sonido de la cámara daguerrotipo funcionando a altas horas de la noche. El sacerdote, atrapado entre su lealtad al hacendado y su deber pastoral, guardó silencio. Después de todo, don Sebastián era el mayor benefactor de la parroquia. ¿Quién era él para cuestionar las excentricidades de un hombre poderoso?

Refugio había dejado de ser el mismo. El joven que llegó a la hacienda 7 meses atrás, tímido pero con un brillo de esperanza en los ojos, había sido reemplazado por una sombra. Pasaba las horas mirando la pared, respondiendo con monosílabos cuando le hablaban, moviéndose solo cuando don Sebastián lo ordenaba. El láudano que el hacendado le proporcionaba cada noche había creado una dependencia que lo convertía en marioneta obediente.

Remedios, en cambio, se había endurecido. Su resistencia inicial había dado paso a una estrategia de supervivencia más calculada. Aprendió a leer los estados de ánimo de don Sebastián, a anticipar sus caprichos, a darle suficiente de lo que quería para mantenerlo satisfecho, pero no tanto como para alimentar su apetito insaciable. Era un baile delicado sobre el filo de una navaja, y Remedios lo ejecutaba con la desesperación de quien sabe que un solo paso en falso podría significar la destrucción total.

Una noche de luna llena, don Sebastián llegó al ala sur más alterado de lo habitual. Traía manchas de sangre en la camisa y un olor a pólvora en la ropa. Se dejó caer en el sofá de terciopelo, temblando.

“Mataron a cinco hombres hoy”, murmuró. “Liberales. Los encontraron escondidos en una cueva cerca de la mina vieja. Los soldados conservadores los ejecutaron contra la pared del cementerio. Yo… yo tuve que estar presente. Tuve que dar mi consentimiento como autoridad local.”

Remedios permaneció en silencio, sin saber qué responder. Don Sebastián levantó la vista y en sus ojos había algo quebrado, vulnerable.

“¿Soy un monstruo?”, preguntó con voz de niño asustado. “¿Soy un hombre malvado?”

Era una trampa. Remedios lo sabía. Cualquier respuesta equivocada podía desatar su furia.

“No me corresponde a mí juzgarlo, patrón”, respondió con cuidado.

Don Sebastián rió amargamente. “Qué diplomático. Qué inteligente eres, Remedios. Siempre calculando, siempre midiendo tus palabras. No como tu hermano, que es puro corazón y nada de cerebro.”

Se puso de pie y caminó hacia Refugio, que estaba sentado junto a la ventana, la mirada perdida en algún punto del horizonte oscuro. Don Sebastián acarició su cabello con ternura perturbadora.

“A veces pienso que debería dejarlos ir”, murmuró. “Que sería lo cristiano, lo correcto. Pero entonces recuerdo cómo eran las cosas antes de que llegaran. El vacío, la soledad, esta casa enorme llena de fantasmas y recuerdos muertos.”

“Entonces, déjenos partir”, dijo Remedios con voz firme. “Si realmente nos aprecia, déjenos ser libres.”

Don Sebastián se volvió hacia él con una expresión indescifrable. “¿Libres? ¿Libres para qué? ¿Para que los violen en un camino desierto? ¿Para que los vendan como esclavos a algún circo ambulante? ¿Para que los quemen vivos en una plaza pública cuando algún cura fanático los declare hijos del demonio?”

“Ese es nuestro riesgo que correr.”

“No.” La palabra cayó como una sentencia final. “No permitiré que el mundo los destruya. Los he protegido, les he dado todo y seguiré haciéndolo, aunque me odien por ello.”

Sacó una pequeña pistola del bolsillo interior de su chaqueta. Era un arma de fabricación francesa, elegante y mortífera. La colocó sobre la mesa entre ellos. “Miren esto. Si alguno de ustedes quiere irse, si realmente creen que estarían mejor allá afuera, pueden tomar esta pistola y matarme. Dispárenme aquí mismo. Nadie los culparía. Dirían que fue en defensa propia, que el viejo don Sebastián finalmente perdió la razón.”

Remedios miró el arma. Podría alcanzarla en tres pasos. Podría terminar con aquella pesadilla en un instante.

Don Sebastián sonrió. “Pero no lo harás. ¿Sabes por qué? Porque en el fondo lo sabes. Sabes que yo soy lo único que se interpone entre ustedes y un mundo que los despedazaría. Aquí son especiales, únicos, valiosos. Allá afuera son abominaciones.”

La verdad de aquellas palabras golpeó a Remedios como un puñetazo. Don Sebastián tenía razón, al menos parcialmente. El México de 1859 no era lugar para personas como ellos. La sociedad, ya fuera liberal o conservadora, no tenía espacio para quienes desafiaban las categorías establecidas. Serían rechazados, perseguidos, destruidos.

Don Sebastián recogió la pistola y la guardó. “Lo sé. Siempre lo he sabido. Por eso funciona esto. No son mis prisioneros, son mis refugiados. Y yo soy su único santuario.”

Los días siguientes, el comportamiento de don Sebastián se volvió más errático. Empezó a beber con frecuencia, algo que nunca había hecho. Sus visitas nocturnas se extendían hasta el amanecer. Ya no se molestaba en mantener las apariencias. Jacinta encontró en su escritorio bocetos obscenos, descripciones detalladas de sus obsesiones, cartas nunca enviadas a médicos europeos ofreciéndoles la oportunidad de “estudiar especímenes humanos únicos en el continente americano.”

El punto de quiebre llegó una noche de mayo. Don Sebastián irrumpió en el ala sur completamente ebrio, gritando incoherencias sobre la guerra, sobre Dios, sobre el fin del mundo. Intentó forzar a Remedios a posar desnudo para la cámara, mientras el padre Anselmo, también borracho, recitaba pasajes bíblicos sobre Sodoma y Gomorra.

Remedios se resistió. Por primera vez en meses, peleó con toda su fuerza. El golpe que le propinó a don Sebastián lo tiró al suelo. El hacendado quedó inmóvil durante un momento interminable, sangre manando de su labio partido. Entonces se rió, una risa terrible, demencial.

“Así me gusta. Que tengas fuego. Que me recuerdes que eres real, no una fantasía de mi imaginación.”

Pero algo había cambiado. Fermín, alertado por el ruido, apareció en la puerta con dos guardias. Vio la escena: Don Sebastián en el suelo sangrando, Remedios con los puños apretados, Refugio acurrucado en una esquina, el padre Anselmo tambaleándose borracho.

“Fuera”, ordenó don Sebastián a Fermín. “Esto no es asunto tuyo.”

Pero el capataz no se movió. “Don Sebastián, con todo respeto, esto tiene que parar. La gente habla. Los peones están asustados. Dicen que esta casa está…”

“¡Está… tu insolencia! ¡Fuera de mi vista!”

Fermín se retiró, pero Remedios vio en sus ojos algo parecido a la compasión y también algo parecido a la determinación.

Esa noche, mientras don Sebastián dormía su borrachera en otra habitación, Fermín entró sigilosamente al ala sur. Traía un juego de llaves y una bolsa con provisiones.

“Escuchen bien, porque no repetiré esto”, susurró. “Hay un carro que sale mañana al amanecer hacia Guadalajara. El conductor es primo mío. Los llevará sin hacer preguntas. Pero tienen que irse ahora, antes de que él despierte.”

Remedios miró a Refugio, que seguía perdido en su niebla de láudano. “No puede caminar. No puede ni mantenerse en pie.”

“Entonces lo cargas o se quedan aquí para siempre. Tú decides.”

Fue la decisión más difícil de su vida. Remedios sabía que Refugio no sobreviviría el viaje en su estado. Sabía que don Sebastián los perseguiría. Sabía que quizás el mundo exterior sería aún peor que su jaula dorada. Pero también sabía que si se quedaban un día más, perderían lo último que les quedaba de humanidad.

“Vámonos”, dijo Remedios, cargando a su hermano sobre los hombros.

Fermín los guió por pasillos oscuros, evitando a los guardias nocturnos. El aire frío de la madrugada les golpeó el rostro cuando salieron. El carro los esperaba en el camino, oculto entre los árboles.

Cuando el sol comenzó a salir, don Sebastián despertó y descubrió que su colección más preciada había desaparecido. Su grito de furia resonó por los patios vacíos de la hacienda Villarreal, un sonido que heló la sangre de Jacinta en la cocina y del padre Anselmo, que iniciaba sus rezos en la capilla.

El hacendado montó a caballo él mismo, recorriendo los caminos con una furia ciega, pero era demasiado tarde. El carro que se dirigía a Guadalajara ya estaba a leguas de distancia, y Fermín, sabiendo que su vida estaba perdida si se quedaba, había desaparecido en la dirección opuesta, hacia las minas abandonadas.

Don Sebastián regresó a la casona al anochecer, pero era un hombre roto. La obsesión, privada de sus objetos, se convirtió en un veneno que lo consumió desde adentro. Se encerró permanentemente en el ala sur, negándose a ver a nadie. Pasaba los días y las noches rodeado de los vestidos que les había comprado, las joyas de su esposa que les había regalado, y los inquietantes daguerrotipos que había tomado.

Dejó de comer. Dejó de administrar la hacienda. Dejó de rezar. La guerra siguió su curso, y la fortuna de los Villarreal comenzó a desmoronarse. Un mes después del escape, Jacinta forzó la puerta del ala sur y encontró a don Sebastián muerto en el sofá de terciopelo rojo, aferrado a un cuaderno de piel con sus anotaciones y a la última fotografía que había tomado de Remedios y Refugio.

Lejos, muy lejos, en una Guadalajara atestada de refugiados y soldados, dos hermanos con nombres nuevos y ropas sencillas se perdieron entre la multitud. Refugio tardó meses en recuperarse de los efectos del láudano, pero la mirada protectora de Remedios nunca flaqueó. No sabían qué les deparaba el futuro, si el mundo exterior sería tan cruel como don Sebastián había predicho, o si la guerra los alcanzaría. Pero mientras caminaban juntos hacia un destino incierto, eran libres. Y por primera vez en mucho tiempo, eso era suficiente.