La Última Voluntad de la Casa Salazar

El sol de la tarde de junio de 1795 se filtraba, amarillento y perezoso, a través de los pesados cortinajes de terciopelo carmesí del salón principal de la casa Salazar. En la Ciudad de México, el aire viciado del interior olía a una mezcla sofocante de incienso rancio y cera de abeja caliente, una atmósfera densa que parecía estancar el tiempo mismo, atrapando a sus habitantes en una burbuja de luto y pretensiones.

Doña Inés Salazar, matrona de cincuenta y dos años, permanecía sentada sobre la seda desgastada de un sillón de caoba. Su figura estaba rigidizada por el luto perpetuo que había adoptado desde la muerte de su esposo, Don Fernando, dos años antes. El negro de su vestimenta no era solo tela; era un peso físico, una armadura social que la separaba del calor exterior y, más importante aún, de la vida que había llevado hasta ese día.

Frente a ella, en una mesa cubierta con un mantel bordado con hilos de oro que ahora parecían pálidos bajo la luz mortesina, se encontraba el padre Antonio. Sus lentes de montura metálica reflejaban la luz de las dos velas encendidas que batallaban contra la oscuridad acumulada en las esquinas de la vasta estancia. El padre Antonio era un hombre meticuloso, con una piel curtida por años bajo el sol del atrio y una conciencia que, Inés intuía, era tan pesada como los secretos que guardaba en su pecho.

Habían llegado a la etapa final de la lectura formal del testamento. El inventario de bienes, debido a la complejidad de las tierras en Oaxaca y los negocios de añil, había tardado un insólito y exasperante tiempo en resolverse. Inés observaba la mano del sacerdote; no era una mano firme. La vejez, y quizás el peso moral, la hacían temblar ligeramente mientras desdoblaba un pergamino más pequeño, sellado con un lacre rojo que no llevaba el escudo de Don Fernando, sino el sello personal del propio padre Antonio.

Este era el codicilo. La última voluntad. El anexo que Don Fernando había dictado en las horas finales de su agonía. La ansiedad de Inés no se manifestaba en movimientos bruscos, sino en la tensión casi dolorosa de su cuello y en el hábito constante de alisar los pliegues de su falda con la punta de los dedos enguantados.

—Hemos concluido, Doña Inés, con la distribución de las tierras bajas de Veracruz y el título de propiedad de la casa en la calle de Plateros —anunció el sacerdote.

Su voz era un murmullo grave que apenas rompía el silencio de la sala. Hizo una pausa larga, tomando un sorbo de agua que pareció atragantarse en su garganta. El reloj francés sobre la chimenea, importado de París, dio las cinco campanadas con una precisión cruel. Marcaba la hora del locutorio social, el momento en que las damas comenzaban a recibir visitas, aunque Inés ya no recibía a nadie más que a la Iglesia y a los notarios.

El padre Antonio colocó el vaso de plata sobre la mesa con un ruido sordo que hizo saltar a Inés. La expresión del sacerdote se endureció. Sus ojos, detrás de los lentes, se veían cansados, llenos de una pena que parecía ajena a las cuentas y las tierras.

—El difunto Don Fernando… —comenzó el padre Antonio, y su voz se quebró levemente, obligándolo a carraspear y comenzar de nuevo—. Me hizo jurar, bajo amenaza de condenación eterna, que este documento no sería abierto hasta que el patrimonio familiar estuviera completamente saneado y usted, Doña Inés, se encontrara en una posición de absoluta seguridad económica.

Inés frunció el ceño. Pensó inmediatamente en sus siete hijos. Todos ya adultos o en la cúspide de la edad de la razón. Diego, el mayor, de 27 años, un hombre ya casado y ambicioso; y Javier, el menor, que apenas contaba 13. Todos nacidos entre 1768 y 1782, llenando los veinticinco años de un matrimonio que, a pesar de los rumores ocasionales sobre la salud de Don Fernando, siempre había sido percibido como bendecido y fértil.

—¿Qué contenía el codicilo, padre? ¿Algún deseo final sobre su entierro? ¿Un legado a la cofradía de San Miguel? —preguntó Inés, tratando de mantener un tono de compostura y autoridad inculcado desde la cuna.

El padre Antonio, sin mirarla directamente a los ojos, rompió el sello de lacre rojo que protegía el pergamino. El sonido seco y quebradizo fue, en ese silencio denso, como el disparo de un arcabús. El sacerdote inhaló profundamente, pareciendo buscar aire en un lugar donde no lo había, y comenzó a leer, su latín enmarañado por el temor que sentía.

—”Yo, Don Fernando Salazar, en el umbral de mi encuentro con el Altísimo, debo confesar un pecado de simulación que ha marcado la vida de mi esposa, mis hijos y mi alma”.

La cara de Inés se había vuelto de marfil. Sus manos abandonaron la tela de la falda y se apretaron juntas, sus nudillos blanquecinos. El sacerdote continuó, la voz ganando volumen bajo la presión del mandato póstumo, aunque cada palabra parecía ser escupida con repulsión.

—”Durante más de veinticinco años de matrimonio con Doña Inés, fui estéril. Nunca pude engendrar. Todos los hijos que llevan mi apellido —Diego, Ana, Carlos, Isabel, Miguel, Teresa y Javier— no son de mi sangre ni de mi simiente”.

Inés no emitió sonido alguno. Su respiración, sin embargo, se volvió superficial y rápida, los ojos fijos en el perfil tembloroso del sacerdote, negándose a aceptar lo que sus oídos le imponían. El padre Antonio, sabiendo que el golpe de gracia estaba por llegar, aceleró deseando terminar con aquel martirio.

—”Fui yo quien, en la desesperación por tener herederos y mantener la apariencia ante la sociedad novohispana, obligó al esclavo, el indígena zapoteca de nuestra casa, Tlaloc, a yacer con Inés, mi esposa, repetidamente durante dos décadas. Él, mi propiedad, no podía negarse. Los siete hijos son biológicamente de Tlaloc, no míos. El gran engaño ha terminado. Que Dios me perdone, y que Inés me perdone por usarla y por usar a ese hombre para mi propio beneficio. Mi última voluntad es que Inés sepa la verdad, que lo libere de toda servidumbre y que, si es capaz de perdonarme, le otorgue una parte de la herencia que él ayudó a crear”.

El pergamino resbaló de los dedos inertes del padre Antonio y cayó silenciosamente sobre el mantel bordado. La luz del atardecer había cedido y el salón estaba ahora envuelto en una penumbra pesada.

Inés Salazar, la aristócrata rígida, se desplomó contra el respaldo del sillón. La realización de veinticinco años de existencia falsa caía sobre ella como las toneladas de roca de una mina derrumbada. Una vida de matrimonios, de partos dolorosos, de educación rigurosa a siete hijos que creía suyos y de su marido… todo era una farsa. Sus siete hijos no eran de sangre española pura, sino mestizos nacidos de la coacción y la simulación. Eran hijos de Tlaloc, el hombre que servía las mesas en esa misma sala, el hombre cuya presencia ella apenas registraba, el zapoteca silente que la familia poseía desde que era un muchacho.

La verdad no era solo devastadora; era una sentencia de muerte social en la rígida pirámide de castas de la Nueva España de 1795.

El silencio que siguió a la caída del pergamino fue más ensordecedor que cualquier grito. Era un silencio que parecía absorber la luz y el sonido de la Calle de Plateros, dejando solo el tictac implacable del reloj francés como testigo de la aniquilación de una verdad.

Doña Inés Salazar no lloró de inmediato. El shock era demasiado profundo, una anestesia fría que recorría sus venas, deteniendo la pena para dar paso a una necesidad urgente de control.

El padre Antonio, con la palidez de quien acaba de cometer un sacrilegio involuntario, intentó recoger el codicilo, su mano temblando visiblemente. —Doña Inés, por caridad, debe usted mantener la calma —balbuceó el sacerdote, sus ojos llenos de una súplica desesperada—. Él era el único hombre vivo, además de Tlaloc, que conocía la dimensión de la mentira. Si esta verdad se filtraba, no solo la familia de Inés caería; la reputación del padre Antonio, por haber guardado el secreto de confesión del moribundo durante dos años, también sería pasto de las llamas inquisitoriales de la sociedad novohispana.

Inés tardó casi un minuto en mover la cabeza. Cuando lo hizo, su voz salió rasposa. El tono autoritario que definía su estatus social regresó, gélido y afilado como un cuchillo de obsidiana.

—Padre Antonio —dijo levantándose con una lentitud deliberada. Su cuerpo de matrona noble, habituado a la rigidez del protocolo, se movió con la precisión de un autómata—. Este documento es una abominación y una blasfemia contra mi honor y la memoria de mis hijos.

Ella se acercó a la mesa y, sin tocar el pergamino, lo señaló con el índice, la uña presionando la seda. —Queme esto ahora mismo. Olvide cada palabra. Declare este codicilo como la divagación de un moribundo en su agonía.

El padre Antonio se acobardó. —No puedo, Doña Inés. Es el deseo final de Don Fernando y, además, la liberación de Tlaloc y la estipulación de la herencia…

—¡La herencia! —Inés casi siseó la palabra.

Dio un paso hacia la ventana, sus faldas de tafetán crujiendo. Se detuvo para mirar el cielo que ya se teñía de violeta y naranja, un color demasiado hermoso para la pesadilla que vivía. Si revelaba la verdad, la herencia de los Salazar no solo se reduciría con la parte destinada a Tlaloc, sino que la legitimidad misma de sus siete hijos como herederos españoles quedaría pulverizada.

La ley de castas era la espina dorsal de la Nueva España. Si Diego, el primogénito que aspiraba a un cargo en el ayuntamiento, era descubierto como un mestizo —o peor, un “coyote” ante los ojos técnicos de la ley, dado que Tlaloc era zapoteca puro— su vida social, política y económica se extinguiría en un instante. Los Salazar no eran simplemente españoles; eran “gente de razón”, de limpieza de sangre probada. Tlalock era “gente sin razón” ante los ojos del virreinato, una pieza de propiedad.

Inés cerró los ojos y respiró profundamente. Se giró hacia el sacerdote con la decisión grabada en su rostro. —Padre Antonio, usted está libre para irse. No he tomado una determinación. Lo llamaré cuando lo haga.

Su mirada era tan fría que el padre Antonio no se atrevió a refutarla. Recogió sus papeles y, sin atreverse a volver a mirar el codicilo en el suelo, se retiró a toda prisa, dejando a Inés sola en la inmensidad penumbrosa del salón.

Cuando la puerta se cerró con el suave sonido de un desastre contenido, Inés recogió el pergamino. Lo leyó una vez más. No había rabia en la escritura, solo la desesperación egoísta de un hombre que buscaba redención en el último momento. El engaño de Don Fernando había sido sistemático y cruel. Obligar a Tlaloc, engañarla a ella. Ella había dado a luz siete veces, creyendo que el cielo los había bendecido con una fertilidad milagrosa, mientras su marido coaccionaba a un esclavo.

Inés caminó hacia el balcón. Podía quemar el pergamino. Podía negar la existencia de esa confesión. O podía honrar la verdad y desatar el caos.

Pero primero, necesitaba hablar con él.

Tlaloc estaba en la cocina, en la penumbra del sótano, separando los granos de maíz seco. El aire allí abajo era fresco y pesado, con el aroma terroso de las especias. A sus 48 años, la espalda de Tlaloc ya mostraba la curva de décadas de servidumbre. Vestía la ropa de paño burdo que distinguía a los criados indígenas. Era un hombre de presencia silenciosa, originario de las tierras zapotecas de Oaxaca, traído a la ciudad como un regalo para el joven Don Fernando.

La campana de llamada sonó tres veces. La señal privada. Tlaloc dejó caer el puñado de maíz y subió las escaleras de servicio.

Cuando entró al gran salón, la estancia estaba iluminada únicamente por las velas que Inés había encendido apresuradamente. Al ver a Tlaloc, Doña Inés sintió una oleada de emociones contradictorias: desconfianza, vergüenza y una punzada profunda de lástima.

—Me llamó, Doña Inés. —Su voz era baja, el español hablado con cadencia perfecta.

—Tlaloc… —comenzó Inés, rompiendo la distancia social—. Quiero que me mires.

Tlaloc levantó lentamente la cabeza. Sus ojos oscuros y profundos se encontraron con los de Inés. —Acabo de leer la confesión póstuma de Don Fernando. Dice que mis siete hijos… todos ellos son tuyos.

No hubo sorpresa en el rostro de Tlaloc. —Es verdad, Ama.

—¿Por qué? —preguntó ella, sintiendo que el aire se adelgazaba—. ¿Por qué accediste a un engaño de tal magnitud?

—Don Fernando me ordenó. Él era mi amo. Me dijo que era el único camino… Me amenazó con que si yo revelaba la verdad, no solo me azotaría hasta la muerte, sino que vendería a los niños a las haciendas de Veracruz. Don Fernando tenía maneras de asegurar la obediencia.

La palabra “obediencia” golpeó a Inés con claridad brutal. Ella, la matrona, y Tlaloc, el esclavo, eran ambos víctimas de la misma tiranía.

Inés se enderezó. El dolor en su cuello se había ido, reemplazado por una firmeza nueva. —El codicilo exige tu liberación, Tlaloc, y exige una parte de la herencia para ti. Don Fernando ha muerto y su mandato ha terminado.

Tlaloc mostró una fisura en su calma. —Ama Inés… Si hace eso, si me libera y reconoce la verdad, esta sociedad la destruirá. Perderá todo lo que posee.

Inés lo miró y, por primera vez en veinte años, vio a Tlaloc no como a una propiedad, sino como a un hombre. —Ya perdí todo, Tlaloc. Perdí a mi esposo real, perdí la verdad de mi matrimonio. No me queda nada que proteger, salvo la honestidad.


La mañana del 12 de enero de 1796 amaneció con un frío penetrante en la Ciudad de México. El plan de Doña Inés se ejecutó en el despacho de su notario de confianza, el licenciado Ramiro Guzmán. Reunió a sus siete hijos. Diego, Ana, Carlos, Isabel, Miguel, Teresa y Javier. Tlaloc permanecía de pie en la esquina, vestido con un paño de mejor calidad que Inés le había proporcionado.

El licenciado Guzmán leyó la carta de manumisión. —”Declaro la total y absoluta libertad de Tlaloc, indígena zapoteca…”

Diego se levantó de golpe. —Madre, ¿qué locura es esta?

Inés levantó una mano. —Siéntate, Diego. Escucha el resto.

El notario procedió a leer la confesión de Don Fernando. La atmósfera pasó de tensa a irrespirable. Diego se puso rojo de furia, golpeando la mesa. —¡Es una mentira! ¡Un ultraje! ¡Ese hombre es un animal, no es nuestro padre!

Pero Inés no vaciló. —Tlaloc, además de tu libertad, te otorgo el 40% de la fortuna de los Salazar. Y hago esto porque tú eres biológicamente el padre de mis siete hijos y porque fuiste una víctima, al igual que yo.

Diego gritó, amenazando con impugnar el testamento. Isabel, sin embargo, miraba a Tlaloc con una fascinación nueva, reconociendo en el silencio de ese hombre su propia dignidad.

Inés firmó el documento. Tlaloc tomó la pluma y firmó con una caligrafía educada y firme.

El escándalo que siguió fue tal como Tlaloc había predicho. La sociedad novohispana repudió a Inés. El Virrey Branciforte ordenó una investigación. Los amigos dejaron de saludarla en la calle; las invitaciones cesaron. Diego abandonó la casa familiar, jurando nunca volver a hablar con su madre ni con el “indio”.

Sin embargo, Inés Salazar no se derrumbó. La batalla legal por la herencia duró tres años y consumió gran parte de la fortuna líquida en sobornos y trámites, pero la casa en la calle de Plateros y las tierras de Oaxaca permanecieron. Tlaloc, ahora un hombre libre y rico, tomó su parte de la herencia y regresó a Oaxaca, no como un conquistador, sino como un hombre que recuperaba su origen. Se dice que antes de partir, intercambió una última mirada con Inés: no de amor romántico, sino de un respeto forjado en el fuego de la verdad compartida.

Inés vivió sus últimos años sola en la gran casa, acompañada únicamente por su hija Isabel y el hijo menor, Javier. Ya no era la reina de la sociedad, pero cuando se miraba al espejo, ya no veía la máscara de una viuda engañada, sino el rostro de una mujer que, contra todo un imperio de mentiras, había tenido el coraje de ser libre. La aristocracia la olvidó, pero la historia, silenciosa y paciente como Tlaloc, guardó su nombre como un secreto de obsidiana.