¿Quién podría haber pensado que una simple excursión en busca de setas, que vendo en el mercado para poder llegar a fin de mes, terminaría con mi caída en un oscuro escondite bajo tierra? Jamás imaginé que en nuestro bosque, recorrido de arriba abajo, pudiera ocultarse algo así.

Pero lo que encontré allí, en el suelo húmedo dentro de una vieja caja metálica, no solo cambió mi visión de la vida, sino que también desveló un secreto doloroso que mi difunto marido se llevó consigo. Y de verdad, fue algo mucho más asombroso que cualquier tesoro imaginable. Me llamo Vera Pavlovna, y mi vida, como la de muchas mujeres de mi edad, transcurre tranquila y sin lujos.

Mi marido, Igor, ya no está desde hace cinco años. Me queda un solo hijo, Gleb, y su esposa Polina. Viven aparte, en su piso hipotecado, siempre quejándose de la falta de dinero. Mi pensión es pequeña, y para no ser una carga para mi hijo, me busqué un trabajo extra.

En verano y otoño voy al bosque a recoger setas y bayas, luego las vendo en la estación. Es poco dinero, pero es mío, y además me da alegría. En el bosque descanso, recuerdo cómo Igor y yo, de jóvenes, solíamos venir aquí.

Él era un gran aficionado a las setas, conocía todos los caminos y claros secretos. Últimamente, Gleb y Polina han insistido mucho conmigo. “Mamá, ¿para qué quieres un piso de tres habitaciones tú sola?”, empezaba Polina con voz suave.

“La comunidad es cara, limpiar es difícil. Véndelo, cómprate uno pequeño cerca de nosotros y con lo que sobre nos ayudas con la hipoteca y te quedas algo para ti”. Gleb normalmente callaba y bajaba la mirada.

Él entendía que el piso era lo único que me quedaba de mi vida anterior, de él y de su padre, cada rincón guarda recuerdos. Pero Polina era práctica y directa, no entendía de sentimentalismos. Veía mi piso no como un hogar familiar, sino como metros cuadrados que se podían convertir en dinero.

Me defendía como podía, decía que estaba bien ahí, que aún tenía fuerzas, pero con cada visita la presión aumentaba. Ya habían buscado una inmobiliaria y me enseñaban opciones en las afueras, me sentía acorralada. Así que una mañana, después de otra conversación desagradable, para distraerme, cogí la cesta y me fui al bosque.

El día era sorprendentemente cálido y soleado, después de las lluvias recientes debía haber muchas setas. Esperaba llenar la cesta de boletus, venderlos caros y demostrar a mi hijo, a mi nuera y a mí misma que no era una anciana indefensa, que podía valerme por mí misma. El bosque me recibió con el susurro de las hojas y el canto de los pájaros.

Caminaba por un sendero conocido, yendo a los lugares secretos que mi marido me había enseñado. Y tuve suerte. Los boletus, firmes y hermosos, asomaban entre el musgo.

La cesta se llenaba rápido y mi ánimo mejoraba. Ya me imaginaba la cola en el mercado por mis setas. Me animé y me adentré más en el bosque, en una parte poco frecuentada incluso por Igor y por mí.

Y allí, bajo un viejo abeto, lo vi. Un boletus enorme, perfecto. El rey de los hongos.

Exclamé de alegría y di un paso hacia él, extendiendo la mano. Mi pie pisó algo blando, oculto bajo la hojarasca y el musgo. Se oyó un crujido sordo y, sin tiempo para gritar, caí en la oscuridad.

La caída no fue larga, unos dos metros. Aterricé sobre algo blando, creo que hojas podridas, golpeándome el costado. Mi cesta quedó arriba.

Sobre mi cabeza había una pequeña abertura por donde entraba la luz. Estaba en una especie de sótano o bodega. Me levanté con dificultad y me sacudí…

Las paredes eran de tierra, reforzadas con viejos troncos medio podridos. El olor a humedad y hojas podridas era fuerte. Parecía un antiguo escondite, tal vez de cazadores o de tiempos pasados.

El techo de tablas estaba podrido y lo rompí con mi peso. Al principio me asusté, pero luego vi que no sería difícil salir. Podía apoyarme en las raíces de los árboles que salían de la tierra.

Pero antes de subir, algo en un rincón llamó mi atención. Bajo un montón de trapos podridos, vi algo rectangular y metálico. La curiosidad venció al miedo.

Me acerqué y aparté los trapos. Era una vieja caja metálica, como las de herramientas pero más grande y resistente. Estaba oxidada, pero el candado, aunque viejo, seguía firme.

Intenté abrirlo, pero fue inútil. Encontré una piedra pesada y golpeé varias veces las bisagras. Con un chirrido, la tapa cedió.

Miré dentro, esperando cualquier cosa: armas viejas, provisiones… pero no era eso. Dentro no había dinero ni joyas.

Casi todo el espacio lo ocupaba un grueso cuaderno de tapas de cuero oscuro, envuelto en hule. Al lado, varias fotos amarillentas atadas con cuerda y una pequeña figura de madera con forma de pájaro. Cogí el cuaderno.

El hule lo había protegido de la humedad. El cuero aún era resistente al tacto. Abrí la primera página, escrita con letra cuidadosa pero algo angulosa, y lo que leí me dejó helada.

Era un diario. El diario de alguien a quien nunca conocí, pero cuyo nombre me era dolorosamente familiar. Era el nombre del padre de mi difunto marido, Stepan.

Aquel hombre del que Igor me decía que apenas recordaba porque desapareció cuando él era muy pequeño. Salí de aquella fosa como pude, agarrándome a las raíces y la tierra. Me dolían las rodillas y los codos, la ropa sucia, y ya ni pensaba en las setas.

Toda mi atención estaba en el hallazgo, que llevaba pegado al pecho bajo mi chaqueta. Al llegar a casa, cerré la puerta con llave. Las manos me temblaban.

Me senté en la mesa de la cocina, la misma donde cenábamos con Igor, y puse el cuaderno delante. El corazón me latía tan fuerte que parecía salirse del pecho. Desaté la cuerda de las fotos.

Desde el cartón amarillento me miraban rostros jóvenes y felices. Una mujer de ojos bondadosos, a quien reconocí como mi suegra, Klavdia, de las pocas fotos antiguas que había visto. A su lado, un hombre alto y robusto, Stepan.

Y en sus brazos, un niño pequeño, mi futuro marido Igor. Pasaba las fotos y las lágrimas caían solas. Cuánta felicidad y esperanza en esos rostros.

Y todo eso fue destruido. Dejé las fotos y abrí el diario. La letra de Stepan era firme, cada letra hecha con cariño.

Escribía poco pero muy detallado. Las primeras páginas estaban dedicadas a su esposa Klavdia. Contaba cómo se conocieron, su amor, el nacimiento del hijo.

Cada línea rebosaba ternura y cuidado. Ese hombre no podía haber abandonado a su familia así. No podía desaparecer sin más.

Tuvo que pasar algo terrible, irreversible. Leía sobre sus sueños de un piso grande y luminoso, cómo ahorraban cada rublo. Igor era un bebé y querían lo mejor para él.

Pasaba página tras página, sumergiéndome en el pasado, en la vida de una familia de la que yo formaría parte años después. Y cuanto más leía, más sentía la tragedia. Y la tragedia llegó.

En el diario empezó a aparecer cada vez más el nombre de Arkadi. Era amigo de la infancia de Stepan, casi un hermano. Crecieron juntos, trabajaban en la misma fábrica.

Stepan confiaba en él ciegamente. “Arkadi es hombre de negocios, espabilado”, escribía, “nos ayudará con el piso. Tiene contactos, lo arreglará todo”.

Leía esas líneas y sentía un escalofrío. Ya intuía que no acabaría bien. Stepan describía cómo encontraron el piso perfecto — un piso de tres habitaciones en un edificio nuevo, casi en el centro.

Juntaron todos sus ahorros, pidieron prestado a familiares. Todo el dinero se lo dieron a Arkadi, que debía gestionar la compra. Un timbrazo me sobresaltó.

Rápido guardé el diario y las fotos en el cajón y fui a abrir. En la puerta estaban Gleb y Polina. Se les veía decididos… “Mamá, tenemos que hablar”, soltó Polina entrando. Gleb, como siempre, detrás, mirando al suelo. Volvieron a la carga con lo del piso.

Polina pintaba un futuro feliz: pagarían la hipoteca, comprarían coche, irían de vacaciones. “Y tú, mamá, vivirás cerca, en un piso pequeño y te cuidaremos”.

Pero hoy sus palabras no me molestaban, me enfadaban. “No”, dije mirándola a los ojos.

Polina se quedó sorprendida. Normalmente intentaba convencerme, pero esta vez fue un “no” firme. “¿Por qué?”, saltó, “no puedes sola.

Queremos ayudarte”. “Este piso no se vende”, corté, “nunca”. Había tal determinación en mi voz, que hasta Polina se acobardó.

Gleb me miró sorprendido. “¿Mamá, te pasa algo?” “No, hijo.

Simplemente lo he decidido. Y es mi decisión final. Esta casa no son solo paredes, Polina.

Es memoria. Y justicia. Eso no lo podéis entender”.

Se fueron desconcertados y volví a la mesa. Las manos me temblaban, pero ya de rabia. Saqué el diario.

Tenía que saberlo todo. Pasé unas páginas y encontré lo que buscaba. La fecha estaba enmarcada en negro.

“Me ha traicionado”, escribía Stepan. “Arkadi, mi amigo, mi hermano. Lo puso todo a su nombre.

Me enseñó los papeles, solo su apellido. Me dijo que no podría demostrar nada, que todo el dinero se lo di en mano, sin recibos.

Se reía en mi cara”. La letra se volvía temblorosa. Stepan contaba sus intentos de reclamar justicia, de ir a las autoridades, pero siempre encontraba muros.

Arkadi lo tenía todo planeado y comprado. No podía creerlo. Ese piso en el que ahora estaba, el que Polina quería vender para pagar su hipoteca, era el mismo que le robaron al padre de mi marido.

¿Cómo volvió a la familia? Igor nunca mencionó nada. Decía que lo recibieron del Estado tras la desaparición del padre. ¿No sabía la verdad? ¿O la sabía y callaba? La respuesta estaba en las páginas siguientes.

Stepan contaba que Arkadi, temiendo repercusiones, fue a verle. No devolvió el piso, no. Puso condiciones.

Le dijo que le habían acusado de robo en la fábrica. Las letras bailaban ante mis ojos. Dijo que si no desaparecía, lo meterían en la cárcel.

Amenazó a Klavdia y al pequeño Igor. Si se quedaba, haría su vida imposible. Si se iba y no volvía jamás, dejaría en paz a su familia y, tras unos años, pondría el piso a nombre de Klavdia, como si lo hubiera recibido del Estado como viuda de un desaparecido.

Le dio su palabra. Era una elección horrible. O cárcel y vergüenza para la familia, o desaparecer para que vivieran en paz y recuperaran su casa.

Stepan eligió lo segundo. Eligió a su familia y se sacrificó. En las últimas páginas contaba cómo preparó en secreto ese escondite en el bosque, llevando allí sus cosas más valiosas: el diario, única prueba de su inocencia, fotos de su familia y el pájaro de madera, el primer juguete que talló para su hijo.

“No sé si volveré algún día”, escribió en la última página. “Quizá pasen años y todo cambie. Pero si alguien encuentra esto, que sepa:

Yo, Stepan Orlov, soy un hombre honesto. Amé a mi mujer y a mi hijo más que a mi vida. Arkadi es un ladrón y un sinvergüenza.

Que Dios sea su juez”. Ahí terminaban las notas. Me quedé en el silencio absoluto del piso.

El mundo había cambiado. Mi marido Igor vivió toda su vida en una casa robada a su padre, y quizá ni lo supo. ¿Y su madre, Klavdia? Probablemente sí.

Y vivió con ese secreto hasta el final, temiendo dañar a su hijo. ¿Y yo? Ahora era la única guardiana de esa verdad. Entendí por qué me aferraba tanto a ese piso.

No era un simple capricho. Era el subconsciente. La memoria de la familia no me dejaba equivocarme.

Vender esa casa sería traicionar la memoria de Stepan. Pisotear su sacrificio. Y supe lo que debía hacer. Tenía que restablecer la justicia. ¿Pero cómo? Arkadi. ¿Dónde estaría ahora? ¿Vivo? ¿Cómo encontrarlo después de tantas décadas? Había más preguntas que respuestas.

Pero una cosa era segura. Ya no era solo una pensionista solitaria que recoge setas. Tenía una misión.

Los días siguientes viví como en una niebla. El diario de Stepan estaba en el cajón de la cocina. Lo releía, miraba las fotos.

La verdad era dura, pero me daba fuerzas. Ya no me sentía sola ni indefensa. Ahora tenía tras de mí no solo la memoria de mi marido, sino toda una historia.

Una historia de injusticia y sacrificio. Y mi deber era llevarla hasta el final. Lo primero era encontrar a Arkadi.

Pero ¿cómo? En el diario Stepan nunca mencionaba su apellido. Solo Arkadi, amigo, traidor. La única pista era la fábrica donde trabajaban.

La fábrica “Krasni metalist”, como recordaba por historias de mi suegra. Seguía en pie, aunque casi en ruinas, como muchas de esa época. Decidí empezar por ahí.

Con valor, fui al otro lado de la ciudad, donde tras una valla gris estaban los viejos edificios de la fábrica. La entrada era triste. El guardia, un hombre aburrido, no quería dejarme pasar, murmurando que recursos humanos no daba información.

Casi me rendí, pero se me ocurrió decir que buscaba datos de mi abuelo, Stepan Orlov, que trabajó ahí hace años y desapareció, y que era para el archivo familiar. Algo debió conmoverle, porque llamó a alguien y me dejó pasar, señalando el edificio administrativo.

En recursos humanos, ahora “Gestión de Personal”, olía a papel viejo y naftalina. Una mujer de mi edad, de ojos cansados pero amables, se llamaba Liudmila.

Le conté mi historia del abuelo. Asintió con comprensión y dijo que los archivos de esa época estaban en el sótano y que era difícil encontrar algo. “Pero lo intentaré”, dijo.

“A mí también me interesa. Llevo aquí desde joven. Quizá recuerde algo”.

Me pidió que esperara y desapareció. Me quedé sola, solo se oía el reloj de pared. Miraba por la ventana el patio de la fábrica, pensando cuántos secretos guardan esas paredes.

Mientras esperaba, sonó mi móvil. Era Gleb. “Mamá, ¿dónde estás? Queríamos traerte comida”, dijo.

Entendí que la comida era solo excusa para volver a hablar del piso. “No estoy en casa, hijo, he salido”, contesté tranquila. “¿A qué?”, saltó Polina de fondo.

“¿Otra vez al bosque por setas? Mamá, ya no tienes edad para eso. Cuando vendamos el piso, te compraremos uno cómodo y descansarás, sin arriesgarte”. Sus palabras dolieron.

Antes hubiera callado, pero ya no. “Polina, mis asuntos son míos. Yo decido cuándo descansar y dónde vivir”, respondí fría y les deseé buen día y colgué.

Sentía cómo crecía una barrera entre sus preocupaciones y las mías. Liudmila volvió tras una hora, llena de polvo y con cara triunfante. Traía una carpeta gruesa.

“Lo encontré”, dijo, quitando el polvo. “Aquí está el expediente de Stepan Egorovich Orlov. Tal como dijo, trabajador ejemplar.

Y la última nota: despedido por desaparición. Desaparecido”. Abrió la carpeta.

Vi documentos oficiales, reconocimientos. Luego, Liudmila sacó una vieja foto del taller. “Mire”, señaló.

“Aquí está su abuelo. Y a su lado… Un momento…” Entrecerró los ojos. “Arkadi.

¿Cómo era… Voronov. Sí, Arkadi Voronov. Eran uña y carne.

Luego Voronov ascendió rápido y pronto se fue. Decían que se compró un piso, se hizo rico”. Me helé por dentro.

Arkadi Voronov. Ya tenía el apellido. ¿No sabe dónde vive? ¿Algún antiguo domicilio? — pregunté, intentando que no me temblara la voz.

Liudmila buscó entre los papeles. “Solo hay una dirección antigua, de hace 40 años, — dijo. Dudo que siga ahí.

Pero recuerdo que presumía de mudarse a un barrio nuevo al otro lado del río. Decía que la calle era Rechnaia”.

Era otra pista. Le agradecí mucho, casi la beso. Ella sonrió y dijo que le alegraba ayudar.

Salí de la fábrica sintiendo que me salían alas. Ya sabía adónde ir. Por la tarde, Gleb y Polina vinieron de nuevo. Tenían cara de pocos amigos. Polina empezó: — Mamá, tenemos que hablar en serio.

No podemos seguir así. La hipoteca nos asfixia. Y tú sola en este piso enorme, aferrada al pasado.

¡Eso es egoísmo! — gritó. — Polina, basta — intentó frenarla Gleb. Pero era tarde.

— ¿Qué basta? Digo la verdad. Somos tu único hijo. Tu familia.

Debes pensar en nosotros. En los nietos. Y tú solo piensas en recuerdos.

Sus palabras eran bofetadas. Pero la miraba y no veía a una mala mujer, sino a alguien cansado y perdido. No sabía la verdad.

— Siéntense — dije en voz baja. — No venderé este piso. No porque sea egoísta, sino porque no tengo derecho.

— ¿Cómo que no tienes derecho? — bufó Polina. — Es tuyo legalmente. — Hay leyes más altas, Polina.

Las de la conciencia. Miré a Gleb. — Hijo, este piso es lo único que queda de tu abuelo.

De un hombre que ni conociste. Lo dio todo para que su familia tuviera casa. No traicionaré su memoria.

Me miraban como loca. Gleb quiso decir algo, pero Polina lo agarró del brazo. — Ya está claro.

— dijo. — No vale la pena hablar más. — Vámonos, Gleb.

Que se quede sola con sus recuerdos. Se fueron dando un portazo. Me quedé sola, pero por primera vez en mucho tiempo no me sentía sola.

Me sentía en lo cierto. Al día siguiente fui temprano al barrio al otro lado del río. La calle Rechnaia era tranquila y verde, con viejos bloques de cinco pisos.

Fui de casa en casa, preguntando a las abuelas en los bancos si conocían a Arkadi Voronov. Tuve suerte. En el tercer patio una anciana lo recordó.

Claro que sí, Arkadi vivía en el quinto edificio, piso 32. Pero se fue hace diez años, cuando murió su esposa.

Vendió el piso y se fue. Decían que su hija Kira se lo llevó a las afueras. Incluso recordó el nombre del pueblo: Sosnovka.

A Sosnovka iba un viejo autobús. Todo el camino pensaba qué le diría cuando lo encontrara. ¿Le gritaría, le acusaría, solo le mostraría el diario? No lo sabía.

No iba por venganza, iba por justicia. El pueblo era pequeño, con casas cuidadas y jardines bonitos. Encontrar la casa por el apellido Voronov fue fácil.

Me acerqué a la valla de madera. La casa era buena, pero modesta. Había dalias en la entrada.

Respiré hondo y llamé al timbre. Me abrió una mujer joven, de unos 35 años, con rostro cansado y amable. Se parecía a aquel joven Arkadi de la foto.

“¿A quién busca?”, preguntó. “Busco a Arkadi Voronov”, respondí. Se puso tensa. “Soy su hija, Kira”.

“¿Y usted quién es?” “Es algo muy personal”, dije. “Tiene que ver con su pasado y su amigo Stepan Orlov”. Al oír el nombre de Stepan, el rostro de Kira cambió. Se puso pálida y apretó la puerta.

“Mi padre está enfermo”, dijo en voz baja. Casi no habla con nadie. Y ese nombre… Me pidió que nunca lo mencionara.

Por favor, váyase. No lo moleste”. Iba a cerrar la puerta, pero logré decir:

“Por favor, no haré daño. Solo debo mostrarle algo. Es importante para él y para mi familia.

Es la verdad”. Vi en sus ojos miedo, pero también curiosidad y un dolor antiguo.

Dudó. Esa visita era solo el inicio de la conversación más difícil de mi vida. Kira me miró unos segundos Y en sus ojos vi una tormenta de emociones. Miedo, curiosidad, desconfianza y una tristeza antigua. Como si toda su vida hubiera esperado y temido este momento.

Por fin suspiró hondo, como quitándose un peso de encima, y me dejó pasar en silencio. — Pase, — dijo casi en susurro. — Pero tenga cuidado.

Está muy débil. Entré en una casa pequeña y sencilla. Dentro estaba limpio y olía a medicinas.

En un sillón junto a la ventana, de espaldas, estaba un anciano encorvado, envuelto en una manta. Miraba los árboles del jardín, las manos delgadas y manchadas descansaban en los apoyabrazos. Era Arkadi Voronov.

No quedaba nada del hombre seguro de la foto. El tiempo y la mala conciencia lo habían consumido, dejando solo una sombra. — Papá, tienes visita — dijo Kira.

El anciano giró la cabeza lentamente. Sus ojos apagados me miraron sin interés, pero al acercarme, brillaron de reconocimiento y miedo animal. Se aferró al sillón, tenso.

— ¿Quién es usted? ¡Váyase! ¡No he llamado a nadie! — gruñó, con voz débil pero llena de pánico. — Soy Vera Pavlovna Orlova, — dije lo más tranquila que pude, aunque el corazón me latía en la garganta. — Esposa de Igor Orlov, hijo de Stepan.

El nombre Stepan le golpeó como un mazazo. Se encogió en el sillón y negó con la cabeza. — ¡No conozco a ningún Stepan! — gritó, casi chillando.

— ¡Fuera! ¡Kira, échala! Kira fue a calmarlo. — Papá, tranquilízate, por favor. No debes alterarte. Pero no la escuchaba. Temblaba.

Entendí que las palabras no bastaban. Me acerqué a la mesa junto al sillón y puse el viejo cuaderno de cuero. Arkadi se quedó helado, mirando el diario.

Lo reconoció. Lo vi en sus ojos, en su rostro pálido. Miraba el cuaderno como si fuera un fantasma del pasado.

— ¿Qué… qué es eso? — susurró, aunque sabía la respuesta. — Es la voz de quien traicionó, — respondí, abriendo el diario. — La voz de su amigo, que confió en usted como en un hermano.

Déjeme leerle unas líneas. Y empecé a leer. No sobre la traición ni el piso.

Elegí un pasaje donde Stepan contaba el nacimiento de su hijo Igor, cómo lo tomó en brazos y juró hacer todo por su felicidad. Mi voz era firme. Leía palabras sencillas, llenas de amor paterno, y en el silencio sonaban como sentencia.

Arkadi dejó de temblar. Se encogió más y las lágrimas corrían por sus mejillas arrugadas. No lloraba a gritos, sino en silencio, y era más duro que un llanto.

Kira miraba a su padre y a mí, sin entender nada, horrorizada. Veía que algo irreparable sucedía. Cuando terminé, Arkadi me miró con un dolor y arrepentimiento tales que me faltó el aire.

Perdón. Perdóname, Stepan. Y entonces rompió a llorar en voz alta, temblando como un niño.

Kira corrió a abrazarlo, intentó consolarlo, pero él solo repetía: Soy culpable. Todo es culpa mía.

Me aparté a la ventana, dándoles tiempo. No sentía satisfacción ni triunfo, solo una amarga tristeza. Por dos vidas rotas, por cuarenta años de mentira, por un secreto que envenenó todo.

Cuando Arkadi se calmó, empezó a hablar sin mirarme. Lo contó todo: la envidia desde niño, que Stepan era mejor, más querido.

Luego llegó Klavdia, el hijo, la familia ideal que él solo podía soñar. No quise, susurraba. Solo tuve envidia. Cuando me dio el dinero, algo hizo clic. ¿Por qué él todo y yo nada? Fue un momento de debilidad. Luego ya era tarde.

Me enredé en mentiras y amenazas. Contó cómo fingió la acusación de robo, cómo amenazó a Stepan, cómo lo obligó a desaparecer. Contó que, años después, por remordimiento, puso el piso a nombre de Klavdia, fingiendo que era ayuda del Estado.

Pensé que así compensaría, decía. Que si tenían la casa, todo iría bien. Pero no fue así.

La culpa me pesó siempre. Mi esposa, madre de Kira, lo supo todo. Eso destruyó nuestra familia.

Vivimos en ese piso, pero nunca fuimos felices. Cada rincón recordaba a Stepan. Lo vendí en cuanto murió mi mujer.

Huí. Pero de uno mismo no se puede huir. Kira escuchaba la confesión y su rostro se volvía de piedra.

Vivió con un padre cariñoso pero siempre triste y enfermo, sin entender la causa. Y ahora esa verdad la aplastaba. “Por eso nunca hablabas del pasado”, susurró.

“Por eso te asustabas con cada llamada a la puerta”. Arkadi callaba. Las lágrimas volvían a caer.

Por fin me miró. “¿Qué quiere usted?” “¿Dinero?

Me queda poco. Tras vender aquel piso lo gasté en la enfermedad de mi mujer y en esta casa. Pero algo tengo.

Lléveselo todo. No lo necesito. Solo quiero… morir en paz”.

Negué con la cabeza. “No quiero su dinero, Arkadi. No vine por eso.

Vine por la verdad, por limpiar el nombre del padre de mi marido, para que mi hijo Gleb, nieto de Stepan, sepa que su abuelo no fue un desaparecido, sino un héroe que se sacrificó por su familia”. Entonces Kira se levantó. Miró a su padre y luego a mí.

Ya no había miedo en sus ojos, sino determinación. “No”, dijo firme.

“Usted debe aceptar el dinero. No para usted. Para su hijo.

Papá”, se dirigió a Arkadi. “Debes hacerlo.

No compensa tu culpa, pero es el primer paso. No podemos devolverle la vida a Stepan.

Pero sí ayudar a su nieto. Es nuestro deber”. Arkadi miró a su hija, sorprendido y agradecido.

Vio apoyo, no reproche. Asintió despacio. “Sí”, dijo.

“Kira tiene razón. Es lo único que puedo hacer para arreglar algo”. Volví a casa tarde, agotada pero en paz.

Al día siguiente llamé a Gleb y Polina y les pedí que vinieran. Llegaron tensos, esperando otro conflicto. Les senté en la mesa y les conté todo… Desde el principio. El bosque, el escondite, el diario, la fábrica, el encuentro con Arkadi. Hablé mucho y ellos escucharon en silencio.

Veía cómo cambiaban sus rostros. Gleb escuchaba con los ojos abiertos, horrorizado y admirado por el sacrificio de un abuelo que no conoció. Y Polina… Primero se puso pálida, luego roja, y finalmente bajó la cabeza y lloró en silencio.

Al terminar, hubo silencio. Polina fue la primera en hablar. Me miró con ojos llenos de vergüenza y arrepentimiento.

— Mamá… — Vera Pavlovna… — Perdóname, — susurró. — Fui una tonta. Solo pensaba en el dinero, en la hipoteca, y aquí hay algo… Este piso es sagrado, y yo quería venderlo.

Perdóname, si puedes. Se levantó, me abrazó torpemente.

La abracé y la acaricié. No le guardaba rencor. Era hija de su tiempo, cansada de luchar por sobrevivir. Gleb nos abrazó a las dos.

— ¿Abuelo? — dijo asombrado. — ¿Mi abuelo fue un héroe? — Y yo sin saberlo. Dos días después me llamó Kira.

Dijo que ella y su padre vendían la casa y todo lo que tenían. Me dijo la suma, que me mareó. Era suficiente para pagar la hipoteca de Gleb y Polina y asegurarles la vida por años.

Al principio me negué, pero Kira insistió. — Es la voluntad de mi padre — dijo. — Solo así podrá morir en paz.

Por favor, acéptelo por él y por Stepan. Y acepté. El dinero llegó a la cuenta de Gleb.

Ese mismo día pagaron la hipoteca. Por la tarde vinieron a verme, no con actitud de negocios, sino con pastel y flores. Polina ya no veía mi piso como metros cuadrados.

Recorría las habitaciones con respeto, tocando los muebles y mirando las fotos. Gleb tomó el pájaro de madera del escondite. — Lo guardaré — dijo — para mis hijos, para que sepan quién fue su bisabuelo.

Nos sentamos juntos, tomamos té y por primera vez en mucho tiempo hablamos de verdad del pasado, del futuro, de lo que importa más que el dinero. Miraba los rostros felices de mis hijos y sentía que se había hecho justicia. Stepan no volvió, pero su sacrificio no fue en vano.

Su amor, guardado cuarenta años en la oscuridad, brotó y dio frutos, trayendo paz a su familia. Y mi viejo piso, guardián de ese secreto, por fin volvió a ser un verdadero hogar, lleno de calor y luz.