Cuando una millonaria ciega estaba a punto de firmar un contrato con su huella digital, entregando todo el

control de su fortuna a sus hijos, una niña de la calle irrumpió en su mansión
gritando, “Por favor, señora, no firme eso. No lo firme, por el amor de Dios.”
En cuanto la niña saltó frente a la mujer, arrancándole el documento de las manos y rasgándolo en mil pedazos, la
millonaria notó algo impactante. Se llevó las manos a los ojos, completamente incrédula.
No puede ser. No lo puedo creer. No firme eso, doña Soledad. Usted no
está ciega. gritó Lucía, una niña de la calle de apenas 10 años, con los pies
cubiertos de polvo y el corazón desbocado. Se lanzó dentro del lujoso despacho donde Doña Soledad, una mujer
de unos 70 años, sostenía la pluma lista para poner su huella digital en un fajo
de documentos. Doña Soledad, con los ojos opacos y un pañuelo delicado sobre el cabello gris,
parecía confundida. Su mano temblaba. Antes de que pudiera reaccionar, una voz
furiosa resonó. “¿Cómo te atreves a entrar aquí, mocosa entrometida?”,
gritó Ricardo, el hijo mayor, un hombre de 42 años, traje impecable y mirada
arrogante. Camila, la hija menor, se levantó enseguida con el rostro
endurecido por la rabia. Exactamente. Será mejor que te vayas antes de que
mande a los guardias a echarte de aquí. dijo ella con los puños cerrados.
Lucía se asustó, retrocedió un paso, pero algo dentro de ella, tal vez
coraje, tal vez desesperación, la hizo avanzar de nuevo. Con un
movimiento rápido, corrió hacia la mesa, arrancó los papeles de las manos de la señora y sin pensarlo, los rompió en mil
pedazos frente a todos. El sonido de las hojas desgarrándose retumbó en la
habitación. Camila lanzó un grito histérico. No, ¿qué has hecho, sucia mocosa?
Gritó corriendo hacia la niña y empujándola con fuerza. Lucía cayó al suelo. El golpe del cuerpo pequeño
contra el mármol produjo un sonido seco. La niña levantó la mirada asustada, pero
no dijo nada. Doña Soledad, que hasta ese momento había permanecido en silencio, trató de
entender lo que estaba pasando. Su respiración se volvió corta, el pecho le
dolía. La mujer llevó la mano al corazón, sintiendo un dolor intenso recorrerle el
cuerpo. Ricardo notó la desesperación en el rostro de su madre y gritó,
“Guardias, rápido, llamen una ambulancia inmediatamente.”
En segundos, hombres con traje aparecieron y se acercaron a la señora.
Con cuidado, la levantaron de la silla y comenzaron a llevarla a su habitación.
Doña Soledad apenas podía hablar. Sus ojos, antes confusos, ahora parecían
buscar algo. La pequeña niña de la calle quedó quieta en medio del alboroto sin
saber qué hacer. El corazón le latía tan rápido que parecía querer salirse del
pecho. De repente, Camila agarró el brazo de la niña con brutalidad y la
arrastró fuera de la casa. No tienes derecho a estar aquí.
Ladroncita! Gritó mientras la empujaba por los pasillos de la mansión. Lucía intentó
soltarse llorando, pero la fuerza de la mujer era mucho mayor. Al llegar a la
entrada principal, Camila la empujó con violencia, haciendo que la niña cayera
sobre el suelo de piedra pulida. Si te vuelvo a ver por aquí, juro que no
me hago responsable de lo que te pueda pasar. Dijo con frialdad antes de dar media
vuelta y cerrar la puerta de un portazo. La pequeña niña de la calle quedó allí
tirada, mirando la fachada de la mansión con los ojos llenos de lágrimas.
Se sentó en el borde de la acera respirando con dificultad. ¿Cómo voy a ayudar a doña Soledad
ahora?”, murmuró para sí temblando. Desolada, se levantó y comenzó a caminar
hacia la calle. El viento frío de la tarde movía los cabellos despeinados de
la niña. Lucía metió la mano en el bolsillo, sacó un pequeño anillo oxidado
y lo sostuvo entre los dedos. “¿Será que usted habría hecho algo diferente, mamá?”,
dijo en voz baja con los ojos humedecidos. Al otro lado de la acera, Manuel, el
encargado de limpieza de la mansión, observaba todo. Era un hombre sencillo,
con uniforme gastado y mirada cansada. Cuando vio el brillo del anillo en las
manos de la niña, quedó paralizado. Soltó la bolsa de basura que cargaba y
corrió hacia ella con el rostro lleno de asombro. Oye, espera, niña. Ese anillo, ¿dónde lo
conseguiste? Preguntó sujetándola por los hombros. Asustada, Lucía tartamudeó.
Yo lo encontré. Quiero decir, es mío.
Dijo vacilante. Manuel entrecerró los ojos. ¿Cómo te llamas, niña? Habla ya,
insistió tembloroso. Lucía. respondió ella. El hombre la soltó
sorprendido y sacó el celular del bolsillo. Intentaba llamar a alguien,
pero sus manos temblaban. Espera aquí un momento, no te vayas”,
dijo angustiado. Pero al sacar el celular, una foto cayó de su bolsillo y
se deslizó hasta los pies de la niña. Lucía se agachó, curiosa, y recogió la
foto. Al mirarla, su rostro cambió por completo.
Los ojos se llenaron de lágrimas. La respiración se detuvo. “No, no puede ser”,
murmuró. llevándose la mano a la boca. El llanto vino de repente y los ojos de
la pequeña niña parecieron viajar en el tiempo. Lucía no siempre había sido una
niña de la calle. Dos años antes su vida era completamente diferente y lo
recordaba todo como si hubiera pasado ayer. En aquel entonces vivía con su
madre Rosa, en una pequeña casa sencilla, pero llena de amor. Era de
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