La lluvia menuda seguía cayendo, como si el cielo quisiera insistir en que nada podía lavarme la culpa que me atravesaba el pecho. Me quedé helado frente a la mirada firme de Lucía. Su voz aún resonaba en mi cabeza:
«Papá… mamá se ha ido.»
No entendí. O no quise entender. Me acerqué dos pasos, torpes, como quien anda en un sueño.
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—¿Qué significa que se ha ido? —pregunté, aunque la respuesta ya me ardía por dentro.
Lucía respiró hondo, como si de pronto hubiera envejecido diez años.
—Significa que no quiso esperar más. Significa que tu ausencia la mató en vida.

El silencio volvió a caer. Las niñas menores bajaron la cabeza, como si esas palabras fueran demasiado pesadas para ellas. Yo, en cambio, sentí que me desplomaba en un abismo.
Me senté en la vieja butaca de cuero. Allí todavía se percibía el aroma tenue de mi esposa, una mezcla de jabón casero y flores marchitas. Cerré los ojos y los recuerdos me golpearon: sus manos temblorosas acariciando mi rostro cuando nacieron nuestras hijas, la manera en que defendía nuestra familia frente a los chismes del pueblo, su risa frágil cuando me veía llegar cansado del campo. Todo eso, yo lo había borrado de un plumazo, arrastrado por una obsesión absurda: un hijo varón que llevara mi apellido.
Me había convertido en prisionero de una tradición que ya no tenía sentido. Y en esa cárcel, había condenado a las personas que más me amaban.
Los días siguientes fueron un tormento. Pregunté a los vecinos, a los familiares, incluso fui a la iglesia a suplicar al cura que me diera alguna pista. Nadie sabía nada, o nadie quiso hablar. Lo único cierto era que ella había partido sin dejar nota, sin equipaje, sin dirección. Como si hubiera querido borrarse del mundo.
Lucía me observaba en silencio, siempre con un brillo de reproche en los ojos. Una noche, mientras las pequeñas dormían, se sentó frente a mí y habló:
—Papá, ¿sabes qué fue lo último que mamá dijo antes de irse?
Negué con la cabeza.
—Dijo que ya no podía cargar con la vergüenza de ser “inútil” para ti. Que se sentía como un estorbo en tu vida.
Las lágrimas me cegaron. Me doblé hacia adelante, sosteniéndome la cara con las manos. Nunca había imaginado cuánto podía doler escuchar la verdad de labios de tu propia hija.
Intenté volver con la peluquera, con aquella mujer que me había prometido hijos varones. Pero su risa ahora me sonaba hueca, su cuerpo me parecía un refugio falso. Después de unos días, me di cuenta de que todo había sido un espejismo. Ella no quería compartir mi dolor ni mis culpas; solo buscaba aprovecharse de un hombre que había perdido el rumbo. La dejé sin mirar atrás.
Volví a casa con las niñas. El silencio era insoportable. Me movía por las habitaciones como un fantasma. Preparaba comida torpe, recogía juguetes sin saber dónde guardarlos. Y cada vez que veía las camas vacías de mis hijas esperando a su madre, sentía un nudo apretarme la garganta.
Con el paso de las semanas, entendí que debía elegir: hundirme en la culpa hasta desaparecer, o luchar por recomponer lo que aún me quedaba. Mis hijas me necesitaban, aunque me miraran con desconfianza. Yo era su padre, y aunque las había herido, todavía podía intentar sanar algo.
Me levantaba temprano para prepararles el desayuno, las llevaba a la escuela, escuchaba sus historias, aunque fueran pequeñas, y me obligaba a sonreír. Poco a poco, la coraza de hielo entre nosotros empezó a resquebrajarse. La menor, Camila, fue la primera en abrazarme una mañana. Luego Sofía me pidió ayuda con un dibujo. Y aunque Lucía seguía distante, a veces notaba que me miraba de reojo, como si quisiera creer que de verdad había cambiado.
No podía, sin embargo, resignarme a no saber de mi esposa. Contraté a un conocido para que buscara en pueblos vecinos, pregunté en hospitales y hasta en la capital. Pasaron meses de incertidumbre, hasta que una carta llegó, sin remitente claro, solo con una dirección lejana.
La letra era la suya.
«No me busques. Necesito sanar lejos de ti. Cuida de nuestras hijas. Si algún día demuestras que has cambiado, quizás podamos hablar.»
Leí esas líneas una y otra vez, como si fueran brasas que me quemaban las manos. Era un castigo justo, pero también una oportunidad.
Me entregué por completo a mis hijas. Fui a cada festival escolar, aprendí a peinar trenzas, cociné torpemente hasta mejorar, les conté historias antes de dormir. Y, sobre todo, las escuché. Descubrí que Lucía soñaba con ser abogada, que Sofía quería ser pintora, que Camila coleccionaba piedras porque decía que cada una tenía un secreto.
El pueblo murmuraba aún, pero ya no me importaba. Lo único que quería era que mis hijas crecieran sabiendo que eran valiosas, que no necesitaban ser varones para honrar nuestro apellido.
Pasaron cinco años. Yo era otro hombre. Mi cabello se volvió gris, mis manos se endurecieron aún más, pero mi corazón aprendió a ser blando.
Una tarde de verano, mientras recogía leña, escuché una voz detrás de mí.
—Has cambiado, ¿verdad?
Me giré y allí estaba ella. Más delgada, con arrugas nuevas en el rostro, pero con la misma mirada serena que siempre había tenido.
Las palabras se me atoraron. Solo pude dejar caer el hacha y correr hacia ella. No la toqué, no me atreví. Me limité a inclinar la cabeza.
—Perdóname… —susurré.
Ella respiró hondo, como evaluando si podía creerme.
—Lucía me escribió muchas veces. Me contó de tu esfuerzo, de cómo cuidabas a tus hijas.
Yo tragué saliva.
—No busco excusas. Fui un ciego, un cobarde. Pero aprendí tarde que los verdaderos hijos son los que se aman, no los que cumplen caprichos.
Hubo un silencio largo. Luego, ella levantó la mano y, por primera vez en tantos años, me acarició la mejilla.
—Aún no sé si puedo volver contigo. Pero quiero ver crecer a mis hijas contigo, no contra ti.
Y en ese instante supe que no lo había perdido todo.
Hoy escribo estas palabras, muchos años después. Mis hijas ya son mujeres hechas y derechas. Lucía es abogada, defensora de mujeres en situaciones de violencia. Sofía expone sus cuadros en la ciudad. Camila estudia geología y viaja por montañas recogiendo piedras “con secretos”.
Mi esposa y yo nunca volvimos a ser los mismos, pero encontramos un modo de caminar juntos, con cicatrices, sí, pero también con una nueva fuerza.
Y yo entendí, al fin, la lección más dolorosa y más hermosa: que no existen hijos de segunda categoría, que cada vida que llega a este mundo es un milagro, y que despreciar ese milagro es condenarse a la soledad más amarga.
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