La Redención de la Sangre

La neblina arrastraba el olor a tierra mojada y salitre por las calles de polvo de San Ignacio, un pueblo olvidado en las montañas de Sinaloa, donde las casas de adobe se apretaban unas contra otras como buscando protección de algo invisible. Era octubre de 1932 y las lluvias tardías habían convertido los caminos en ríos de lodo que aislaban aún más aquella comunidad donde todos se conocían por sus nombres y, sobre todo, por sus pecados.

En la hacienda de los Mendoza, al final del camino que trepaba serpenteando por la colina, Don Hilario observaba desde su ventana cómo sus siete hijas trabajaban en el huerto bajo un sol que, aunque oculto por nubes grises, se sentía implacable en la humedad del ambiente. Todas vestían de negro, luto perpetuo impuesto desde la muerte de su esposa Clara tres años atrás. Ninguna levantaba la mirada del suelo mientras arrancaban las malas hierbas con manos enrojecidas y agrietadas, moviéndose con la sincronía triste de autómatas.

Don Hilario era un hombre alto y encorvado de 62 años, con manos enormes que temblaban ligeramente cuando no las mantenía ocupadas en alguna tarea o empuñando el cinturón. El pueblo lo recordaba como un comerciante próspero y afable antes de que la sombra cayera sobre su alma, antes de que cerrara las puertas de su casa con trancas dobles y prohibiera a sus hijas salir sin su permiso expreso. Los vecinos murmuraban en la iglesia y en el mercado sobre aquella familia extraña, sobre las muchachas pálidas que apenas hablaban cuando Don Hilario las llevaba a misa los domingos, formadas en fila como soldados silenciosos.

La mayor, Refugio, tenía 28 años y llevaba sobre sus hombros el peso aplastante de ser la madre sustituta de sus hermanas: Carmela de 26, Dolores de 24, Beatriz de 22, Angélica de 19, Lucía de 17 y la pequeña Rosa, que acababa de cumplir 15. Ninguna había conocido más mundo que aquella casa y sus alrededores cercados. Ninguna había sido cortejada, pues Don Hilario había dejado claro, con escopeta en mano, que sus hijas estaban destinadas a una misión superior: cuidar de él y de su legado hasta la muerte.

Pero había algo más que el pueblo no sabía, un secreto que ni el padre Tomás sospechaba cuando bendecía a aquella familia cada domingo. Debajo de la casa de los Mendoza, accesible solo por una trampilla oculta bajo sacos de harina en la despensa, existía un sótano que Don Hilario había excavado con sus propias manos durante meses de trabajo nocturno febril. Y en ese sótano, encadenado a la pared de piedra húmeda que lloraba agua subterránea, vivía algo que Don Hilario llamaba “su redención”.

Todo había comenzado cinco años atrás. Don Hilario había viajado a Mazatlán para cerrar un negocio y, en los muelles brumosos, se encontró con un viejo marinero portugués de barba enmarañada que vendía curiosidades de ultramar. Entre baratijas sin valor, Don Hilario vio algo que le heló la sangre y a la vez encendió su codicia: una criatura pequeña, del tamaño de un niño, con piel grisácea y ojos sin párpados que brillaban con luz propia. El marinero aseguró que era un dios menor de una isla del Pacífico Sur. “No envejece, no enferma. Su sangre cura, y su simiente otorga inmortalidad”, había prometido el portugués.

Obsesionado con la muerte tras perder a dos hijos varones y ver a su esposa consumirse por la tuberculosis, Hilario compró la criatura. La instaló en el sótano, alimentándola con carne cruda y convenciéndose, día tras día, de que aquello era un ángel caído enviado para purificar su linaje. Cuando Clara murió en 1929, él interpretó su viudez como la señal final: era hora de crear una estirpe perfecta.

El horror comenzó con Refugio. Luego Carmela. Luego Dolores. Una a una, fueron arrastradas al sótano bajo la premisa de una “misión sagrada”. Los embarazos resultantes eran pesadillas biológicas: masas de tejido, fetos deformes que se disolvían al nacer, criaturas que vivían minutos antes de expirar entre chillidos inhumanos. Hilario, lejos de detenerse, refinaba su locura, anotando resultados en un cuaderno de cuero negro, convencido de que solo necesitaba la “combinación correcta”.

Para octubre de 1932, la situación era crítica. Beatriz había dado a luz en secreto tres días atrás. A diferencia de los otros, este engendro no murió. Hilario lo envolvió y lo llevó a su habitación, maravillado porque la criatura tenía los ojos de su “padre” celestial. Mientras tanto, las hermanas, lideradas por Refugio, sabían que el tiempo se acababa. Lucía y Rosa, las más jóvenes, estaban en la mira del patriarca.

Aprovechando que Hilario llevó a las dos menores a misa, Refugio, Carmela, Dolores y Angélica cargaron a una Beatriz moribunda en una carreta y huyeron hacia el pueblo, buscando al Dr. Tomás Sepúlveda, un joven médico recién llegado.

La confrontación en el dispensario fue brutal. Las hermanas revelaron la verdad atroz. El doctor, escéptico al principio, se vio forzado a creer cuando vio las heridas de Beatriz y, poco después, al propio “hijo” de Beatriz —una criatura grisácea que crecía a una velocidad imposible— escapar por la ventana del dispensario hacia los tejados del pueblo. Hilario llegó poco después, furioso, y al ver escapar a su “nieto”, corrió tras él, seguido por el doctor Sepúlveda.

La persecución terminó en el campanario de la iglesia de San Ignacio.

En la cámara de las campanas, acorralada contra la pared de piedra, la cosa que había nacido de Beatriz los miraba. Había crecido visiblemente en cuestión de horas; sus extremidades se habían alargado y sus garras arañaban la piedra.

—Es hermoso, ¿verdad? —dijo Don Hilario con voz quebrada por la adoración—. El primero que ha sobrevivido. Es el futuro, doctor.

—Está demente —respondió Sepúlveda, retrocediendo ante la mirada malévola de la criatura—. Eso es una abominación.

Don Hilario rugió de ira y sacó un cuchillo de monte de su cinturón. —¡No permitiré que arruine mi obra! —gritó, abalanzándose sobre el médico.

El golpe envió al doctor al suelo. Hilario alzó el cuchillo, listo para silenciar al único testigo externo de su experimento. Pero en ese instante de violencia humana, la criatura reaccionó. No por lealtad a su “abuelo”, sino por puro instinto depredador excitado por el olor a sangre y adrenalina.

La criatura emitió un chillido que rompió los tímpanos y saltó. No sobre el doctor, sino sobre Don Hilario.

El viejo gritó, no de dolor, sino de traición, cuando las garras de su “nieto” perfecto se hundieron en su hombro, rasgando la tela y la carne. El peso y la fuerza sobrenatural del ser lo empujaron hacia atrás, hacia el hueco abierto del campanario por donde se accedía a las escaleras. Hilario soltó el cuchillo, tratando inútilmente de quitarse a la bestia de encima. Sus ojos se encontraron con los del doctor por un último segundo, una mezcla de terror y confusión absoluta, antes de que el equilibrio se perdiera.

Ambos, creador y monstruo, cayeron al vacío por el hueco de la escalera de caracol. El sonido de cuerpos golpeando contra la madera y la piedra resonó con un eco seco y definitivo, seguido de un silencio sepulcral.

El doctor Sepúlveda se arrastró hasta el borde, temblando. Abajo, en el suelo del atrio interior, el cuerpo de Don Hilario yacía en un ángulo antinatural, con el cuello roto. Junto a él, la criatura se retorcía, con la columna partida por la caída, emitiendo gemidos que se iban apagando hasta convertirse en un siseo estático. Poco a poco, la carne de la criatura comenzó a humear y licuarse, disolviéndose en ese charco negro y pestilente que las hermanas habían descrito, dejando solo huesos frágiles y deformes.

El doctor bajó las escaleras tambaleándose. Al salir al atrio, se encontró con Refugio y Carmela. Habían dejado a las demás en el dispensario y corrido hacia la iglesia al escuchar el alboroto. Al ver el cadáver de su padre, ninguna lloró. Se hizo un silencio denso, pesado, como la niebla que cubría el pueblo.

—¿Está muerto? —preguntó Refugio. Su voz era firme, fría.

—Sí —respondió el doctor, limpiándose la sangre de un corte en la frente—. Y la criatura… esa cosa, también. Se ha deshecho.

Carmela se persignó, pero Refugio negó con la cabeza. —No ha terminado —dijo, mirando hacia la dirección de la hacienda—. Todavía queda el otro. El original. El que está en el sótano. Mientras esa cosa viva, la maldición sigue en la casa.

El doctor asintió, comprendiendo que el horror no acabaría con un reporte policial. La ley haría preguntas, habría investigaciones, y tal vez alguien encontraría la trampilla antes de tiempo. —¿Qué van a hacer? —preguntó él.

—Lo que debimos hacer hace años —dijo Refugio.

Esa misma tarde, mientras el pueblo seguía conmocionado por la noticia de que Don Hilario había caído del campanario en un “accidente” mientras perseguía a un animal salvaje, las hermanas Mendoza regresaron a la hacienda. El doctor Sepúlveda las acompañó hasta la entrada, pero Refugio le pidió que no entrara. —Esto es algo que tenemos que hacer nosotras, doctor. Por nuestra madre. Por nosotras mismas.

Las siete hermanas, incluso Beatriz que había insistido en ir pese a su fiebre, y las pequeñas Lucía y Rosa que habían regresado caminando solas desde la iglesia, se reunieron en la cocina. No hubo discursos. Refugio sacó las garrafas de aceite para lámparas y el alcohol industrial que su padre usaba para conservar especímenes.

Abrieron la trampilla de la despensa por última vez. El hedor a humedad y podredumbre subió a recibirlas. Desde la oscuridad, se escuchó el gruñido gutural de la criatura original, un sonido que había sido la banda sonora de sus pesadillas durante cinco años. Esta vez, no hubo miedo. Solo un odio frío y purificador.

Refugio vertió el primer bidón de aceite directamente hacia la oscuridad del agujero. Escucharon cómo el líquido salpicaba abajo, probablemente sobre la misma criatura. Carmela y Dolores vaciaron los suyos empapando las escaleras de madera y los sacos de harina circundantes.

—Por Clara —susurró Refugio.

Encendió un fósforo. La llama tembló un instante en sus dedos antes de dejarla caer al abismo.

El rugido del fuego fue inmediato, seguido por un alarido inhumano que subió desde las entrañas de la tierra, un sonido tan agudo y terrible que hizo vibrar los cimientos de la casa. Pero las hermanas no retrocedieron. Salieron al patio mientras el humo negro comenzaba a salir por las ventanas.

Se quedaron de pie, tomadas de la mano, viendo cómo la hacienda de los Mendoza, su prisión y su tortura, era consumida por las llamas. El fuego, avivado por el viento de la sierra y la madera vieja, devoró la estructura con voracidad. Nadie del pueblo subió a ayudar; la superstición y el miedo a Don Hilario eran tales que prefirieron dejar que el “castigo de Dios” siguiera su curso.

Cuando el techo finalmente colapsó, sepultando el sótano y sus secretos bajo toneladas de escombros ardientes y adobe, Refugio apretó la mano de Rosa.

—Se acabó —dijo. Y por primera vez en años, la neblina pareció levantarse un poco sobre San Ignacio.

El Dr. Sepúlveda firmó el certificado de defunción de Don Hilario como “muerte accidental”. En su reporte oficial, omitió cualquier mención de criaturas o embarazos extraños, atribuyendo la enfermedad de las hermanas a una intoxicación crónica por plomo en el agua de la hacienda, una mentira piadosa que les permitiría empezar de nuevo sin el estigma de la monstruosidad.

Las hermanas Mendoza vendieron las tierras quemadas meses después. Con el dinero, se mudaron lejos, a la capital, donde nadie conocía su apellido ni su historia. Se dice que Refugio nunca se casó, dedicando su vida a cuidar que sus hermanas menores tuvieran la vida que a ella le robaron. Beatriz se recuperó, aunque nunca pudo tener hijos, y cada vez que veía una tormenta eléctrica, cerraba las cortinas, temiendo ver ojos sin párpados brillando en la oscuridad.

Pero eran libres. Y en las noches, cuando el sueño se hacía difícil, se consolaban sabiendo que el fuego lo purifica todo, y que los monstruos, por muy divinos que crean ser, también pueden arder.

FIN