La Sombra de la Casa Belarde

 

En la Puebla de los Ángeles de principios de los años noventa, el tiempo parecía transcurrir a un ritmo diferente al del resto del mundo. Era una época en la que las campanas de la catedral no solo marcaban las horas, sino que dictaban el pulso moral de la vida cotidiana. En aquel entonces, las familias de “rancio abolengo” cerraban filas ante cualquier murmullo que amenazara con agrietar su inmaculada reputación. De entre todos aquellos bastiones de honor, la casa Belarde, situada estratégicamente en la calle 5 de Mayo, se alzaba como un monumento a la discreción y a la decencia.

Era una construcción imponente de tres pisos, fachada de cantera gris y balcones de hierro forjado donde Doña Carmela, la matriarca, cultivaba geranios rojos con la devoción meticulosa de una sacristana. Los Belarde descendían de comerciantes que habían amasado su fortuna durante el porfiriato; y aunque el dinero ya no fluía como en las épocas doradas, el peso del apellido seguía abriendo puertas en el Casino Español, garantizaba los mejores bancos en las misas de doce de la parroquia del Carmen y aseguraba un lugar en la mesa directiva del patronato del Hospital Universitario. Eran, a ojos de todos, gente de bien. Gente que sabía comportarse.

Sin embargo, los muros de cantera guardan secretos que el incienso no puede purificar.

La historia que fracturó el silencio de la casa comenzó en 1988, con el regreso de Ernesto Belarde. Era el menor de los tres hermanos, un hombre de cuarenta y dos años que volvía al nido materno tras quince años de ausencia en la Ciudad de México. Había trabajado como contador en una empresa textil que sucumbió ante la crisis económica, dejándolo a la deriva. Ernesto era un hombre de presencia discreta, con el cabello prematuramente canoso y unas manos largas y delgadas que frotaba con nerviosismo al hablar. Siempre vestía de gris o azul marino, con camisas almidonadas y zapatos lustrados, proyectando una imagen de pulcritud casi obsesiva.

Al no tener familia propia, se instaló en el tercer piso de la casa, en las habitaciones que décadas atrás habían pertenecido a la servidumbre. El segundo piso estaba ocupado por su hermano mayor, Joaquín —un notario rígido y solemne—, su esposa Raquel y su hija Mariana. La planta baja era el dominio absoluto de Doña Carmela, quien a sus ochenta años presidía la mesa del comedor cada domingo con una autoridad indiscutible, bendiciendo el mole poblano y los chiles en nogada con la misma solemnidad con la que desgranaba las cuentas del rosario.

Mariana acababa de cumplir diecinueve años cuando su tío regresó. Era una joven esbelta, de ojos oscuros y profundos enmarcados por pestañas largas, estudiante de diseño gráfico en la Universidad de las Américas. En una casa donde el silencio era la norma, Mariana era una ráfaga de aire fresco, aunque contenido. Caminaba rápido por los pasillos, cargando carpetas de dibujo y revistas de arte que su padre miraba con recelo por contener desnudos artísticos. Joaquín soñaba con una hija convencional, pero Mariana había heredado la terquedad silenciosa de su abuela.

Al principio, la convivencia entre tío y sobrina se limitó a la cortesía distante de los extraños que comparten sangre. Ernesto bajaba temprano, leía El Sol de Puebla mientras su madre preparaba café de olla, y se retiraba cuando Mariana bajaba corriendo, siempre tarde para la universidad. Sin embargo, la dinámica comenzó a cambiar en las tardes, a esa hora lánguida en que la casa quedaba en penumbra y las mujeres del vecindario se recogían para rezar. Ernesto empezó a bajar a la biblioteca familiar con el pretexto de buscar viejos volúmenes, coincidiendo deliberadamente con Mariana, que utilizaba la mesa del comedor para sus proyectos.

—¿Qué estás dibujando? —preguntaba él, deteniéndose justo detrás de su hombro.

Mariana, acostumbrada a la indiferencia crónica de su padre hacia sus intereses, se sorprendió al encontrar en Ernesto no solo atención, sino conocimiento. El contador gris escondía una sensibilidad inesperada. Hacía comentarios agudos sobre proporciones, sombras y composición. Las charlas breves se transformaron en conversaciones extensas. Ernesto le hablaba de los museos de la capital, de las exposiciones en el Palacio de Bellas Artes, de un mundo cultural vibrante y sofisticado que Mariana solo intuía desde su provincia conservadora.

Poco a poco, Ernesto se convirtió en su mentor. Le prestaba libros sobre el Renacimiento italiano, sobre el surrealismo, sobre fotografía contemporánea. Raquel, la madre de Mariana, veía esto con buenos ojos; le parecía saludable que su hija tuviera una influencia intelectual en casa que compensara la aridez de Joaquín. Pero Doña Carmela, desde su mecedora de mimbre, observaba. Con una mirada de halcón perfeccionada a lo largo de ocho décadas, la anciana registraba cada risa, cada silencio compartido y cada vez que Ernesto subía a buscar un libro que Mariana no había pedido.

En marzo de 1990, la relación cruzó una línea invisible. Ernesto invitó a Mariana a una exposición de pintura oaxaqueña en el Museo Amparo. Era domingo, había luz de día y eran familia; el permiso fue concedido sin dudar. En las salas casi vacías del museo, Ernesto explicaba cada obra con una pasión contenida, gesticulando, acercándose a ella para señalar detalles, invadiendo su espacio personal de una manera que a Mariana la incomodaba y fascinaba al mismo tiempo. Al salir, bajo un cielo teñido de naranja, tomaron café en los portales. Ernesto la miraba con una intensidad que le provocaba vértigo.

Esa noche, Mariana rezó frente a la imagen del Sagrado Corazón en su habitación, confundida por una mezcla de admiración y un miedo que no sabía nombrar.

Las salidas “culturales” continuaron, pero la atmósfera se volvió turbia. Ernesto comenzó a dejar notas entre las páginas de los libros que le prestaba. Eran mensajes breves, ambiguos, pero cargados de una intimidad peligrosa: “Eres la única persona en esta casa que entiende la belleza”, o “Tu inteligencia me recuerda por qué vale la pena vivir”. Mariana no respondía, pero tampoco las destruía; las guardaba en un cajón como tesoros prohibidos, releyéndolas por la noche, tratando de descifrar si aquello era afecto familiar o algo monstruoso.

Durante la Semana Santa de abril, en medio de la multitud que seguía la procesión del Viernes Santo, Mariana sintió la mano de Ernesto en su cintura. Fue un contacto firme, posesivo, guiándola entre el tumulto. Al voltear, él miraba al frente, impasible, pero el mensaje físico había sido enviado. Esa noche, durante la cena de bacalao, Doña Carmela notó la turbación de su nieta y supo, con el instinto de quien ha sobrevivido a todo, que el peligro estaba dentro de casa.

El punto de quiebre llegó a finales de mayo. Durante las fiestas del Barrio de la Luz, la familia salió, pero Mariana se quedó terminando un proyecto escolar y Ernesto fingió un dolor de cabeza para no ir. La casa quedó en un silencio sepulcral, solo roto por los cohetes lejanos. Ernesto bajó a la sala y confrontó a Mariana sobre su reciente distanciamiento.

—Siento que me evitas —le dijo, sentándose demasiado cerca. —Tus notas me confunden —confesó ella, con el corazón galopando. —Solo quería que supieras lo especial que eres. Soy tu tío, sí, pero también soy alguien que te ve como nadie más te ve.

Las palabras eran un bálsamo para su ego y una trampa para su alma. Mariana huyó a su habitación esa noche, llorando de miedo y de una vergonzosa excitación.

Semanas después, en junio, los padres de Mariana viajaron a Veracruz y Tlaxcala por una semana, dejando a la joven al cuidado de la abuela y el tío. La tensión en la casa era un cable de alta tensión a punto de romperse. Una noche, Doña Carmela se sintió mal y se retiró temprano tras ser medicada. Cerca de las once, Mariana bajó a la cocina y encontró a Ernesto.

El aire se sentía denso. Ernesto, incapaz de contenerse más, rompió el dique. —Mariana, tengo que decirte algo. No puedo seguir callando. Sé que es imperdonable, pero no puedo dejar de pensar en ti. Cada vez que te veo, mi vida cobra sentido.

Mariana, paralizada, escuchó la confesión de un amor prohibido que había estado gestándose en las sombras. Ernesto se acercó. Ella no retrocedió. Él levantó la mano y acarició su mejilla. El tiempo se detuvo. Estaban al borde del abismo, a milímetros de un beso que habría destruido sus vidas, cuando un ruido seco en la escalera rompió el hechizo.

Doña Carmela estaba de pie en el descanso. Apoyada en su bastón, su figura recortada contra la penumbra parecía un juez del Antiguo Testamento. Su mirada no era de ira, sino de una decepción tan profunda que dolía más que un golpe.

—Mariana, sube a tu cuarto. Ahora —ordenó con voz temblorosa.

Mariana obedeció, corriendo escaleras arriba. Desde su encierro, escuchó la voz de su abuela abajo, un murmullo furioso y cortante que sentenció el destino de Ernesto. A la mañana siguiente, él ya no estaba. “Se fue temprano, tiene mucho trabajo”, dijo Doña Carmela con frialdad mientras servía el café.

Ernesto jamás volvió a dormir en esa casa. Cuando los padres regresaron, se les informó que se había mudado a un departamento en la colonia La Paz por “independencia”. Pero el daño estaba hecho. En una ciudad como Puebla, el silencio es el combustible de los rumores. Pronto, en los mercados, en las peluquerías y en los atrios de las iglesias, se comenzó a susurrar. Se decía que Ernesto había huido, que algo impropio había ocurrido con la sobrina, que la decencia de los Belarde era una fachada.

La presión social fue asfixiante. Mariana dejó la universidad, incapaz de soportar las miradas. Doña Carmela, en una cena memorable y terrible, confrontó a su hijo Joaquín ante la creciente ola de habladurías: “Aunque no pasó nada, el pecado estaba en la intención. Y eso es suficiente”.

La casa se convirtió en un mausoleo habitado por culpas vivas. Ernesto huyó a Monterrey meses después, casándose apresuradamente con una viuda rica para enterrar su pasado. Mariana buscó consuelo en la confesión, pero ni las penitencias del Padre Anselmo lograron borrar la mancha de su conciencia.

Un año después, Doña Carmela murió de neumonía. En su lecho de muerte, tomó la mano de Mariana y le dio un último consejo que era, a la vez, una absolución y una condena: “El olvido es una misericordia. Perdónate y vive”.

Tras el funeral, la casa de la calle 5 de Mayo fue vendida. Los Belarde se dispersaron. Joaquín murió años más tarde, Raquel se mudó, y Mariana se quedó sola en un departamento moderno, lejos de los recuerdos. Ernesto murió de cáncer en 2005, lejos, siendo un extraño. Fue entonces cuando Mariana quemó finalmente las notas que había guardado durante quince años, viendo cómo las palabras de seducción y veneno se convertían en ceniza.

Hoy, más de treinta años después, Mariana sigue en Puebla. Es una mujer de sesenta años, solitaria, que diseña portadas de libros. A veces, cuando camina por el centro histórico, pasa frente al edificio que alguna vez fue su hogar. Ahora son oficinas, la cantera está pintada de blanco y los geranios han desaparecido. Pero cada vez que se detiene allí, siente un nudo en el estómago.

Mariana sabe que, aunque quemara todas las cartas del mundo, la historia sigue viva en los ladrillos de esa casa y en los susurros de una ciudad que nunca olvida. En el cajón de su escritorio conserva una única fotografía de 1989: la familia completa, sonriendo, aparentemente felices e inocentes. Pero ella la mira y sabe la verdad. Sabe que esa fotografía miente, y que el honor de los Belarde se desmoronó no por lo que hicieron, sino por lo que desearon hacer en el silencio de aquellas tardes poblanas.

Fin.