El conde llega a casa sin avisar y ve a la empleada con sus trilliizos. Lo que

vio lo dejó paralizado. Antes de comenzar esta hermosa historia de romance de época, respóndeme en los

comentarios desde dónde estás escuchando esta bellísima historia. Me encanta saber desde dónde me acompañas. El

carruaje avanzaba despacio entre los viñedos dormidos, levantando un poco de polvo en el camino de tierra. Mateo

Richi apoyaba el codo en la ventanilla y miraba la villa que se acercaba. con sus paredes claras y sus tejados

rojizos. La había dejado meses atrás, fría y silenciosa, igual que su vida

desde que Elena murió. Volvía cansado de cuentas, contratos, viajes y hospedajes

impersonales. Lo único que deseaba era entrar, cerrar la puerta de su estudio y no hablar con

nadie durante días. El cochero giró la cabeza. Mi Señor quiere que anuncie su

llegada cuando estemos en la entrada. Mateo tardó un segundo en responder. No

entraremos así. Quiero ver la casa tal como está cuando creen que no los observo. El cochero solo asintió y tiró

de las riendas. El portón de hierro se abrió con un chirrido conocido. Mateo

sintió una punzada extraña. Ese lugar era suyo desde hacía años, pero hacía

mucho que no se sentía en casa en ningún lado. El carruaje se detuvo frente a la

escalinata. No había nadie esperando, ningún criado en fila, ninguna sonrisa forzada, ninguna palabra de bienvenida.

Mateo frunció el seño. Ni siquiera un mozo de cuadra, murmuró. Tomó su bastón

más por costumbre que por necesidad y bajó. Apenas puso un pie en el escalón,

la puerta principal se abrió de golpe y apareció Carlo, el mayordomo, con el

cabello algo alborotado, como si hubiera corrido. “Señor Conde”, exclamó

inclinándose apresurado. “No sabíamos que no recibimos carta de aviso.”

“Porque no mandé ninguna”, respondió Mateo, subiendo los escalones con paso firme. “La casa ya no puede recibir a su

dueño sin preparación.” Carlo tragó saliva. Disculpe, mi señor,

es solo que la señora condesa madre no esperaba su regreso antes de la primavera. Claramente, dijo Mateo,

mirando hacia el interior. ¿Dónde está mi madre? En sus habitaciones, señor. No

se siente del todo bien hoy. Puedo mandar avisarle que usted más tarde.

Primero quiero entrar. Cruzó el umbral. El olor era el mismo de siempre. madera

encerada, un ligero perfume a la banda que su madre insistía en usar en los corredores. Pero había algo distinto,

algo que no supo nombrar. No era el aroma, era otra cosa. Carlo caminaba a

su lado, algo nervioso. Señor, ¿desea que el equipaje se lleve a su habitación habitual? Sí. y que preparen agua

caliente. El viaje fue largo, como ordene. Mateo avanzó unos pasos y se

detuvo. Sobre una mesa cercana había un pequeño pañuelo de tela blanca doblado a medias con un bordado tosco en una

esquina. Tres iniciales pequeñas casi infantiles. Junto al pañuelo, un anillo

de madera diminuto como un juguete. Lo tomó entre los dedos. Carlo dijo en voz

baja, ¿desde cuándo hay juguetes en la entrada de mi casa? El mayordomo

palideció un poco. Disculpe, señor. Los habrán dejado ahí por descuido. Diré que

los retiren de inmediato. Los repitió Mateo. ¿Cuántos juguetes hay

exactamente? Carlo abrió la boca, la cerró, miró a otro lado. Son cosas sin

importancia, mi señor. La casa sigue en orden, se lo aseguro. Mateo lo observó

con una calma que no era calma. No he dicho que esté en desorden, solo pregunté. Carlo agachó la cabeza. Luego

se lo explicaré, señor. Tal vez sea mejor que descanse primero. Mateo dejó el anillo sobre la mesa con cuidado. No

me gusta cuando alguien decide qué es mejor para mí, dijo, especialmente en mi propia casa. Un paso ligero se escuchó

al fondo del corredor. La ama de llaves Bianca se asomó con el delantal arrugado

y una expresión de sorpresa sincera. Señor Conde, hizo una reverencia rápida.

Bienvenido a casa. Gracias, Bianca”, respondió Mateo, menos frío con ella.

“Veo que la villa ha cambiado en mi ausencia”. Bianca miró a Carlo un instante. “Cambiado, señor.” Mateo

señaló el pañuelo. Hay cosas que antes no había. Ella apretó las manos contra el delantal. A veces, mi señor, la vida

entra por puertas que uno no esperaba. Qué frase tan filosófica para una ama de

llaves, respondió Mateo con una media sonrisa que no llegó a sus ojos. ¿Quién más está en la casa? Los criados

habituales, señor. La cocinera, los jardineros, tituo un segundo, y algunas

personas que ayudan con tareas nuevas. Tareas nuevas. Bianca respiró hondo como

si fuera a decir algo, pero de pronto, desde algún punto lejano de la casa, llegó un sonido suave. Una voz femenina

cantaba una melodía baja, casi un arrullo. No era una canción de salón ni

un área de ópera. Era algo sencillo, con palabras simples y ritmo lento. La voz

no era perfecta, pero tenía una ternura que a Mateo se le clavó en el pecho. Se

quedó inmóvil. Escuchan. Preguntó en voz baja. Bianca y Carlo intercambiaron

miradas de alarma. No es nada, señor”, dijo Carlos rápido. “La cocina quizás.”

La gente canta mientras trabaja. Mateo alzó una ceja. “En la cocina no hay

ecos”, replicó. Ese sonido viene del ala este. Bianca dio un paso al frente.

Señor, si me permite, yo puedo ir a decir no interrumpió Mateo con una calma

cortante. Iré yo. Dejó el bastón apoyado en la pared y empezó a caminar por el

corredor guiado por la voz. Carlo intentó seguirlo, pero él levantó una

mano sin volverse. Quiero ir solo. El mayordomo se detuvo. Bianca se quedó

rígida. La casa estaba en silencio y la canción se escuchaba con más claridad a

cada paso. Mateo cruzó un arco que daba a una parte de la villa poco usada donde

antes se guardaban muebles antiguos. Recordaba esas habitaciones como espacios llenos de polvo y muebles

cubiertos con sábanas. Ahora, sin embargo, el aire era distinto. Se

escuchaba un pequeño murmullo y un sonido suave, muy particular. El